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Yendo por el mundo... / Anant pel món...

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lunes, 20 de mayo de 2013

Echando una mano...



En estos tiempo, dolorosos para la prensa en papel, el nacimiento de una nueva iniciativa siempre es bienvenida. Acompañando al mayor grito de ánimo y deseando que les vaya todo más que bien, aquí está mi pequeña aportación a este periódico – de momento – semanal.
Tira cómica (2013).
  
A estos temps, dolorosos per la premsa en paper, el naixement d’una nova iniciativa, sempre és benvinguda. Acompanyat del major crit d’ànim i desitjant-los que tot els vja més que be, ací està la meua petita aportació a este periòdic – de moment- setmanal.
Tira còmica (2013).

jueves, 16 de mayo de 2013

Mil dioses, cien pueblos, una sola tierra (y XIV)




El adiós a la India

Un ambassador inglés de blanco impoluto nos traslada hasta el cercano aeropuerto de la ciudad. Udaipur no tiene un aeropuerto civil y los vuelos salen desde el militar. El auto se detiene ante unos barracones. Un militar, con un viejo fusil cruzado sobre el pecho nos da el alto. Con un gesto nos pide la documentación. Le entregamos billetes y pasaportes. Toma el primero de los tickets de vuelo y comienza a mirarlo con detenimiento. Mira el billete y alza la vista hacia nosotros. Vuelve a mirarlo e, inquisitivo, insiste con nosotros. De nuevo vuelve la vista al billete y, esta vez, permanece con su mirada fija en el durante unos segundos que parecen horas. Un suboficial aparece tras el militar. Éste le mira y le hace un breve comentario. El otro, muy serio, mira el billete. Se nos aflojan las piernas. No sabemos qué pasa. Mira al sargento y, con delicadeza, toma el billete y le da un giro de ciento ochenta grados. El primer militar asiente entonces con la cabeza y nos indica que podemos pasar.

El aeropuerto es más que peculiar. Las dos cabinas de registro son dos cajones en medio de una gran habitación sin apenas muebles de ningún tipo. D. y yo entramos en la destinada a los hombres – mayoría en el viaje – y P. en la de las mujeres – son muy pocas las que van a hacer este vuelo -. Tras de un desganado registro, nos piden abrir el equipaje sobre una destartalada mesa. Lo hacemos. Cuando ven las cámaras nos piden que quitemos la tapa del objetivo. Hecho esto, miran en su interior a la búsqueda de algo. No sabemos qué. Un segundo después asienten con la cabeza y nos dejan seguir adelante.

La pista de aterrizaje está bastante mal conservada. Los matojos, las malas hierbas, las grietas, la invaden de forma paulatina ante la indiferencia del personal que regenta el aeropuerto. En nada estamos a bordo. Listos para despegar. Una pareja de jóvenes italianos ocupa los asientos que hay justo tras los nuestros. Ella mantiene todo el tiempo la cabeza entre las piernas. Su pareja nos hace un gesto con la mano acompañado de una mueca. Según entendemos, lo pasa fatal en los despegues y aterrizajes. Va lista. Hasta en cuatro ocasiones aterrizará y despegará el avión hasta su llegada a Delhi. Acabamos por denominarlo el avión canguro. Cada vez que toma tierra, cada vez que alza el vuelo, la sensación es desquiciante. Saltos, golpes, chirridos, crujidos… La pobre italiana vomita en un par de ocasiones, el resto estamos a un paso de ello. A la postre. La chica pasa un viaje de perros. Por si todo esto fuese poco, y para nuestra seguridad, miembros del ejército, en cada una de las paradas, suben a bordo y, abriendo las poternas de equipajes, sacan uno por uno los bultos de mano que allí se alojan preguntando quien es el dueño… Por fin, y tras un viaje de más de tres horas, aterrizamos en Delhi. Es casi medianoche y el hotel del primer día nos espera. Será nuestra última noche en la capital pero no nos apetece ya ni salir a cenar. Solo un pub de ambientación española que hay en el propio hotel – y que nos había pasado desapercibido el primer día – nos lleva, frente a unos primitivos gin tonics, a prolongar un poco la noche.

Paseamos por las calles de Delhi como si hubiésemos vivido allí cien años. Los comerciantes comienzan a situar sus productos y el bullicio empieza a tomar las dislocadas aceras. Una mujer madura pero atractiva nos ofrece un tapiz. Es bonito. Miro a P. Ella asiente. Le gusta. Pregunto el precio. La mujer me pide algo así como diez euros, me parece una ganga pero la costumbre me hace rechazarlo. La mujer insiste. Me mantengo en mis trece. Nos cuenta que debemos comprarle el tapiz porque hacer o no esta venta marcará la suerte de su día. Apiadados por su ruego, averiguamos cuánto va a poner de su parte. La verdad es que suena sincera y por poco más de dos euros nos llevamos a casa  un bonito tapiz que lucirá más que bien sobre mi sillón orejero.

El resto del día transcurre entre paseos y cervezas. Nuestra mano rechazando demandas ya no descansa pero lo hacemos con una indiferencia total. Al fin, la noche cae sobre la ciudad y nos dirigimos hacia la estación de tren. D. se quedará unos días más. Se dirige al Himalaya. De camino, en el taxi, nos confiesa que de buena gana regresaría con nosotros. Todos estamos un poco hartos del país. En especial de esa parsimonia que les hace afrontar la vida con una resignación impropia de algunas miserables existencias. Ante la estación de ferrocarril de Delhi, D. desciende del auto. Yo hago lo propio para ayudarle con su equipaje. P. permanece en el auto algo triste por la despedida. Le doy un fuerte abrazo. Me susurra al oído. “Si pierdo el tren, igual en un par de horas me veis en el avión”. Sonrío. Le deseo suerte. Se marcha. No se gira. Intuyo una lágrima furtiva en sus ojos.

                Con la silueta de D. perdiéndose en la noche india, el taxi reemprende la marcha. Tomamos dirección al aeropuerto. En la loca conducción de este país, por dos ocasiones, escapamos de golpes con otros vehículos. Con el pánico buscando instalarse en nuestra imaginación, tenemos la peor visión de todo el viaje. En una cercana cuneta, envueltos por el caos, el humo, el fuego, un grupo de gente se afana en sacar de entre la herrumbre de lo que en algún momento fueron coches, los cuerpos inertes de varias personas que han perecido en un aparatoso accidente. Un escalofrío recorre nuestra espalda. ¿A tan poco del regreso es posible que dejemos allí nuestras vidas? Sugestionados por el cansancio, por la pesadez del trato con sus habitantes y por las últimas imágenes contempladas, comenzamos a desear con toda nuestro ánimo ver en el horizonte las torres del aeropuerto.

Afortunadamente, el resto del viaje transcurre con los únicos incidentes que suceden en nuestras cabezas. Después de pagar al taxista y bajar los numerosos bultos que transportamos, respiramos hondo. Solo el tiempo justo antes que una avalancha de tipos vestidos con sucias casacas rojas de botones dorados, se nos encimen. Todos quieren llevar nuestro equipaje, pero yo ya no estoy para nada. Mis negativas rozan lo agresivo ante la sorpresa de aquellos tipos. Así y todo, son tantos, que forman un pasillo hasta el mostrador al que me dirijo.  Avanzo entre ellos con P. a mi espalda. No he dejado que ella lleve absolutamente nada. Cargado como un mulo me deslizo entre estos tipos de forma absolutamente estúpida, evitando a conciencia que esta gente se gane su modesto sueldo.   

                Ya en el mostrador pongo los billetes en la nariz del tipo que lo atiende. Amable los mira y, tras unos segundos de duda, me comenta que los billetes no sirven. Niego con la cabeza. Solo faltaría eso. Los billetes están bien y le pido que se dé prisa pues necesitamos ya dejarnos caer en la butaca del avión. Tras sus lentes de cristales redondos, Aquel hombrecillo sigue insistiendo en que los billetes no sirven. Son del día anterior. No puedo creerlo. Tomo el billete y lo agito ante su rostro. Es para ese día. Sin perder la calma, los coge, los mira de nuevo e intenta explicarme mi error. Son para ese día pero para una de la madrugada, o sea para la noche anterior. Me enervo, P. me mira asustada, lo miro de nuevo, tras una sonrisa émula de su Mahatma, sigue señalando la hora del vuelo. Entonces caigo en la cuenta. Me desmonto. Maldigo a una agencia de viajes que nos saca billetes de regreso y habitación de hotel para la misma noche, obviando que estábamos allí mismo un par de horas antes de la salida del vuelo. Maldigo a la reina de Victoria por no haber puesto algo más de su parte en aquella zona del mundo. También en las agencias de viajes de la mía. Me maldigo finalmente a mí por no dar muestras de viajero comprensivo. Entre la miseria saco algo positivo y pienso en aquella mujer morena que habrá tenido un buen día y en ese tapiz que llevamos en el equipaje. Hablo con el tipo. ¿Hay plazas para el vuelo? Hasta Frankfort, sí. Una vez allí deberemos negociar de nuevo. No me importa, desde Alemania regresamos a pie si hace falta. Nos dice el precio del vuelo. Pago con la tarjeta de la empresa - ya me encargaré de reclamar el importe a la agencia – y, por fin, respiro hondo. Nos entrega los nuevos billetes y le confiamos nuestros equipajes. Con solo un libro en la mano y una silenciosa P. de la otra, nos deslizamos por el pasillo que accede al avión.

Solo cuando veo las rubias melenas de las azafatas de la Lufthansa, respiro aliviado. Ni las próximas treinta horas de vuelos y aeropuertos podrán evitar que me sienta en casa.

jueves, 9 de mayo de 2013

Mil dioses, cien pueblos, una sola tierra (XIII)


      UDAIPUR
Independence Day

                El hotel de Udaipur persigue el estilo impuesto en el país. Un espectacular hall en el que dos tipos se afanan sin descanso en sacar brillo, una por una, a todas las baldosas, y unas habitaciones, muy limitadas, con un asqueroso baño y un inquilino en forma de insecto de gran tamaño entre las sábanas. Pero la ducha, aún con su mugre, nos reactiva después de las más de veinte horas pasadas desde la despedida de Khan.

                Hemos decidido dar un paseo por la ciudad y conocer los encantos de Udaipur, a priori – al menos para nosotros - la más desconocida de las ciudades que componen el periplo. Aporreo la puerta de D. Me contesta casi desde ultratumba. No lo entiendo. Insisto. Oigo caminar por la habitación. Espero. Algo impaciente. En el impasse P. aparece lista para ponerse en marcha. Me ve. De pie. Parado. Junto a la puerta. “¿Qué ocurre?”. Me encojo de hombros. Sigo escuchando ruidos. De pronto la puerta se entreabre. El rostro de D., blanquecino, aparece entre la hoja y la moldura. Su palidez es extrema. No viene. “La maldición de Moctezuma” en versión hindi. Le ha atrapado y no le deja distanciarse del inodoro. “¿Necesitas algo?”, “Un tapón” responde con buen talante y regresa al interior. Miro a P. Saldremos solos. Desde su aposento, D. comenta que si se encuentra mejor acudirá al lugar en que comamos. Nos parece buena idea. Le deseamos una pronta recuperación.

                Ya en la puerta detenemos un Rickshaw. Un tipo simpático lo gestiona. Además, y a diferencia de cuanto habíamos visto hasta ahora, lo mantiene impoluto. En su obsesión no cesa de pasar una bayeta húmeda por todas partes. Montamos. El hombre es dicharachero y muy parlanchín. Nos habla de Udaipur, del lago Pichola que baña el centro de la ciudad y de todos los otros que hay a su alrededor y que le han procurado el sobrenombre de “La ciudad de los lagos”. Nos cuenta del famoso cementerio de Ahar en un barrio de las afueras de la ciudad que constituye un verdadero bosque de monumentos de mármol. Nos explica, además, cómo nació su vocación de chófer. Bond, James Bond tuvo la culpa. Fue en Octopussy, con la famosa persecución del agente a bordo de un rickshaw, lo que inoculó el gusanillo en el corazón de este indio. Tal y como conduce, debe haber visto la película en más de un millón ocasiones. A velocidad de vértigo, esquivamos vacas y transeúntes por igual. Las callejuelas que componen el casco antiguo, se convierten en el circuito perfecto para que nos muestre sus habilidades.

                Decidimos comenzar por Ahar. El desplazamiento no es largo. Cruzamos la verja que envuelve el cementerio mientras nuestro chófer queda en la puerta. Con un gesto nos indica que tomemos el tiempo que queramos. Caminamos por entre los monumentos. Nos encontramos absolutamente solos en el recinto. En su silencio, el lugar es impresionante. Como no hay nada concreto que ver, nos dedicamos a pasear entre los mausoleos. Desde los enormes hasta los modestos, a disfrutar de una tranquilidad absolutamente inédita en nuestro viaje. En realidad, no se trata de un cementerio al uso. Los hindúes queman a sus muertos así que no hay lugar de peregrinación para visitarlos, pero desde siempre, ciertas clases altas han dedicado monumentos a sus muertos. Casi todos estos están dedicados a esposas desaparecidas. Miro a P. pero me ahorro el chiste macabro y a cambio le lanzo algunas fotografías para el recuerdo.

                Finalizado el paseo, visitamos otros templos pero la ciudad carece del atractivo de otros lugares de la India. En la distancia, vemos el magnífico Taj Lake Palace, hotel situado sobre el propio lago y para el que no nos llegaba el presupuesto. Regresamos al nuestro, infinitamente más modesto, en busca de D.

Parece que se encuentra mejor y decide acompañarnos en la comida. El chófer nos aconseja un lugar junto al lago. Nos parece una buena idea. A la postre no lo es tanto. Nada del otro mundo, salvo las vistas. Y eso que se dirigen a una de las partes menos atractiva de este. El camarero, con más mugre que años, toma nota. De nuevo D. y P. recuerdan “no hot, no spiced”. Yo decido arriesgar, quedan pocos días de viaje y creo que es el momento. “Very hot, very spiced” comento. El tipo me mira extrañado. Asiento reafirmando mis palabras. P. me mira con cara de reprimenda. D. aguanta la risa ante la cara de estupefacción del indio. Éste da media vuelta y se encamina a la cocina. En poco está de nuevo ante nosotros. Lleva diversos platos que coloca en la mesa. El resto de los camareros, ante un rótulo caligrafiado que indica “Tonight, 20:00 Octopussy”, miran hacia mí. Seguro que soy la comidilla del local. Lo pruebo. ¡Cabrones! Se han explayado a gusto. Lo que les he pedido, es cierto. Sudo como un puerco al ingerir las primeras cucharadas del guiso. Intento mantener la dignidad pero realmente está fuerte. Ofrezco a D. y a P. la posibilidad de venir al infierno conmigo. Por supuesto, ambos la rechazan. El camarero se acerca luciendo media sonrisa en los labios. Viene a regodearse. “Hot, very hot” dice. Manteniendo la dignidad, asiento mientras las gotas de sudor que perlan mi frente tienden a confundirse con alguna lágrima furtiva. Finalizado el ágape, tomamos un chai. A juego con la temperatura exterior; bien caliente. La humedad supera los límites experimentados en el viaje y ya no sabemos qué es lo que nos empapa. D. parece que soporta bien la comida a pesar de la mañana de realeza – de trono en trono – que ha vivido.  A nuestro lado, otro extranjero toma notas en una libreta componiendo lo que serán, tal vez, las líneas maestras de su futura novela exótica. Desde la atalaya en la que nos encontramos, observamos, muy cerca y en la orilla del sucio lago, un grupo de niños que despreocupados se bañan, mientras, a su lado, dos mujeres lavan la ropa contenida en un par de enormes barreños metálicos. Es día de colada, y seguramente por la falta de otra ropa que lucir, las dos, una vez todo enjuagado y puesto a secar sobre las grandes piedras planas que hay a sus espaldas, se despojan de la parte superior de su ropaje y asimismo, sin ningún pudor por mostrar sus senos, la lavan en lo que supone la conclusión de la sesión de limpieza.

Regresamos al hotel. P. quiere descansar un poco y D. no se fía de su intestino. En el camino, encontramos un grupo de gente que corta la calle pendientes de algo que ellos mismo nos ocultan. El chófer se acerca a ver que ocurre. Nos informa que una vaca está agonizando y nadie puede apartarla del camino hasta que no muera. Con el tráfico cortado por el acontecimiento decidimos caminar hasta el hotel - ya está muy cerca – antes que aguardar impacientes el trágico desenlace.

Aposentados ya en el hotel, no hago sino mirar la hora. Al final me decido, voy a salir un rato a caminar y lanzar algunas fotos de trabajo. Se lo comunico a P. que se inquieta más de la cuenta. No voy a repetir lo de Jaipur. Le prometo que en dos horas máximo estoy de regreso. Salgo y camino en dirección a la zona antigua de la ciudad. Udaipur parece más fácilmente orientable que Jaipur. Los comercios se suceden puerta por puerta. Los lugareños me saludan de igual modo a como pasa en otros lugares del país. En apenas diez días, debo ser toda una celebridad. De pronto, en mi deambular, me topo con los elementos. El monzón descarga su ira como no había visto hasta ese momento. Las calles se inundan rápidamente. Indios y vacas, indistintamente, buscan cobijo a la lluvia en el interior de las casas. Al final parece que tan solo yo quede a la intemperie. Bueno, y un elefante que pasa ante mí mientras su amo, a lomos de éste, se cubre de la lluvia con un viejo paraguas. La imagen es tan fascinante como insólita.

Camino pegado a las paredes pero es inútil. Estoy empapado. En una de tantas me deslizo en un pequeño comercio de papelería. Rodeado de cuadernos de lomos de piel, abarrotado el lugar hasta el infinito, el dependiente, un anciano de larga barba blanca y punto en la frente, me sonríe. Le hago el gesto de que voy a mirar sus productos. Asiente complacido. Comienzo a curiosear mientras fuera arrecia la lluvia. Después de un buen rato en aquel encantador espacio, me decido. Tomo un par de los cuadernos. Se los muestro a aquel hombre. Me anota el precio en una pequeña hoja de papel. Miro mis bolsillos sin recordar que no suelo llevar demasiado dinero para evitar tentaciones ajenas. Le comento que no me alcanza y que regresaré a por ellos. Me pregunta por mi presupuesto. Le muestro mi escaso capital. “No problem” me dice. “Today, independence day. Me happy, you happy” mientras se señala el punto sobre sus ojos. Le doy el dinero. Me da los cuadernos. Me pide que me acerque. Lo hago. Mojando su pulgar en una especie de lacre rojo, lo pone sobre mi frente. Agradezco su gesto, mucho más porque parece indicar el fin de la tormenta.

jueves, 2 de mayo de 2013

Mil dioses, cien pueblos, una sola tierra (XII)




      JAIPUR-UDAIPUR
Noche tenebrosa

La oscuridad cubre Jaipur. Los hornillos iluminan de forma tenebrosa los andenes. Alrededor de ellos, y de la comida que en cada uno se cocina, se agolpan familias enteras en busca de muy poco que llevarse a la boca. Ciertamente no sabemos si son gente a la espera de un tren o viven realmente en esos andenes. Cansados de la sala VIP y sus escasos encantos, decidimos salir en busca del punto de embarque. No hay indicaciones de ningún tipo. Preguntamos. Nos mandan de forma consecutiva en direcciones opuestas. Al fin alguien parece entendernos y nos orienta de forma adecuada. Debemos desplazarnos hacia una zona algo alejada y casi libre de edificios. Dubitativos nos dirigimos hacia allá. Justo antes de cruzar las vías por un punto concreto, un tren se detiene. Es un mercancías. O al menos eso nos parece hasta que unos empleados de la compañía descorren las pesadas puertas de madera que cierran los vagones. Una nube de gente sale de su interior. La vestimenta de todos ellos es blanca o al menos eso parece con la escasa iluminación con la que contamos. La fantasmagórica imagen se acrecienta según se acercan. Pero también el hedor. Es terrible. Un escalofrío recorre mi espalda. Aquello que presenciamos, una escena cotidiana de la vida de Jaipur, se me presenta como la más cercana imagen del descenso de los judíos en dirección al Holocausto. Ciertamente estamos impresionados. Resignadas, estas gentes, regresan del trabajo a casa, agotados, sudorosos y tras haber vivido un viaje para nada cómodo ni saludable. Y por lo que parece, esto mismo, un día tras otro.

Retomamos nuestra marcha y pronto estamos en el lugar indicado. Un par de tristes farolas trazan una tenue luz que ilumina el entorno. Decenas de indios esperan pacientes la llegada del convoy. Depositamos los equipajes entre los tres y lo rodeamos. Reímos y charlamos un poco de todo con el fin de aliviar una espera que ya se nos está haciendo eterna. Una voz en español con marcado acento nos espeta “Vayan con cuidado con sus maletas”. Nos volvemos. Son una pareja de mochileros de edad similar a la nuestra. Nos comentan que hay tipos poco recomendable cerca y hacen un disimulado gesto en dirección a donde estos se encuentran. “¿Españoles?” preguntan. Sí, respondemos. Todo ello desde cierta distancia. “Italianos” nos devuelven. “Europa” es el grito común acompañado de risas. Todos nos miran indiferentes. Se acercan un poco más hacia donde estamos y, ya juntos, entablamos conversación. Van a Udaipur, como nosotros, pero su viaje será en tercera. Visto lo visto, no hay excesivo jolgorio en sus rostros.

El tren sigue sin llegar y el retraso comienza a ser considerable. Poco a poco nos vamos acostumbrando a la escasa luz y, con ello, nos damos cuenta de que en el suelo, muy cerca de donde estamos situados, hay un enjuto anciano absolutamente inmóvil. Preguntamos a los italianos. Lo han descubierto al mismo tiempo que nosotros. Miramos a su alrededor. El resto de los presentes lo ignoran. Nos interrogamos acerca de su estado de salud. Realmente parece muerto. La curiosidad puede mucho más que todo lo que el entorno nos ofrece y D. da un paso en su dirección. Como un lagarto hibernado, el nuevo movimiento lo reactiva. No sabemos si eso o el silbato que anuncia la llegada del tren. Afortunadamente no está muerto. Por ahora. Nos despedimos de la pareja italiana deseándoles la mejor noche posible. Le ofrecemos incluso a la mujer la posibilidad de dormir ella en nuestra camareta y uno de nosotros hacerlo en el vagón de tercera. Muy agradecidos lo rechazan. Los vemos subir a su vagón rodeados de indios de toda calaña. Aliviados, nos encaminamos al nuestro. La camareta es austera pero, al menos, no está muy sucia. Ofrezco a P. acompañarla al baño pero ya ha decidido aguantar hasta el hotel de Jaipur. Las circunstancias comienzan a hacer mella en su moral y solo quiere que el viaje acabe y regresar a casa. Nos ubicamos y nos repartimos las camas a la espera de ver quién será el cuarto componente que complete el cupo. Con el fin de animar a P. y, ¿por qué no decirlo?, a nosotros mismos, D. y yo comenzamos a jugar con una navaja que porta este. A pesar de las risas, nuestro talante es bastante amenazador. En una de estas, un indio asoma su nariz por la puerta. Nos mira, deja un par de calcetines negros en la cama libre y sale. Reímos alborotados. En nada aparece con el revisor. Éste mira el interior de la camareta y asiente con la cabeza. Rápidamente el otro recoge el par de calcetines y ambos salen cerrando la puerta. Está claro que hemos conseguido asustarle. Las risas consiguientes, aún hoy retruenan en la estación de Jaipur. Cerramos el pestillo. Nos sentimos seguros. Pensamos en los italianos. Pobres. De inmediato el tren se pone en marcha. Nos acomodamos. P. se acuesta enseguida. Está muy cansada. D. y yo quedamos de charla. Alguien llama a la puerta. El de los calcetines se ha arrepentido. No. Es el revisor. Pero antes no había hablado y ahora sí. Su aspecto y su voz son los de un Jerry Lewis tiznado. Casi no podemos aguantar la risa mientras le mostramos los billetes. Sin dejar de charlar los marca, después se despide y desaparece. Nueva tanda de risas. Finalmente también D. y yo nos acostamos. No tardo en dormirme y algo similar le sucede a D.

La luz exterior me despierta. El tren se ha detenido. No sabemos el problema pero hay muchos pasajeros junto al tren. P. me pregunta. Le cuento lo que sucede. Al menos lo que veo desde el ventanuco. D. se revuelve entre las sábanas. P. lo arropa éste musita un “Gracias mamá” que la hace sonreír. Abro la puerta de la camareta con la intención de descender del tren y ver que sucede. Un tipo se me acerca impidiéndome salir. Me habla en un inglés casi ininteligible. Niego con la cabeza. Me da que quiere venderme algo. Insiste. Vuelvo a negar. Se marcha. Un pesado menos. Regresa. Vuelve a insistir mostrándome unas mantas que lleva en la mano. Vuelvo a negar. No compro nada. Hago un gesto para que se marche. Es muy pesado. Empieza a irritarme. Llama al revisor. Magnífico. Aclararemos las posturas. En nada está allí Jerry Lewis. El otro le habla. Éste asiente. Al finalizar la perorata se dirige a mí. Niego con la cabeza. Con toda la que hemos armado, D. ha despertado y está a mi lado. Tampoco entiende lo que nos dicen. Él, que domina el inglés, me comenta que esta gente habla fatal. Finalmente es D. la que nos da la clave. “¿No querrá mantas y sábanas?”. Nos miramos, se las mostramos y su rostro es de agradecimiento eterno.

El tren se ha puesto de nuevo en marcha. En nada estamos en nuestro destino. Descendemos del tren. En la distancia vemos a los italianos. “Una noche infernal” nos gritan, pero están vivos y sonrientes. Mejor que mejor. Desde la distancia les saludamos y rápidamente estamos montados en un rickshaw. Udaipur nos recibe nublada, pero en nada, una maravillosa mantequilla en el comedor del hotel nos hace olvidar todo lo vivido. Eso, y que P. pueda usar el baño después de casi veinte horas sin hacerlo.

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