JAIPUR-UDAIPUR
Noche tenebrosa
La oscuridad cubre Jaipur. Los hornillos iluminan
de forma tenebrosa los andenes. Alrededor de ellos, y de la comida que en cada
uno se cocina, se agolpan familias enteras en busca de muy poco que llevarse a
la boca. Ciertamente no sabemos si son gente a la espera de un tren o viven
realmente en esos andenes. Cansados de la sala VIP y sus escasos encantos, decidimos
salir en busca del punto de embarque. No hay indicaciones de ningún tipo.
Preguntamos. Nos mandan de forma consecutiva en direcciones opuestas. Al fin
alguien parece entendernos y nos orienta de forma adecuada. Debemos
desplazarnos hacia una zona algo alejada y casi libre de edificios. Dubitativos
nos dirigimos hacia allá. Justo antes de cruzar las vías por un punto concreto,
un tren se detiene. Es un mercancías. O al menos eso nos parece hasta que unos
empleados de la compañía descorren las pesadas puertas de madera que cierran los
vagones. Una nube de gente sale de su interior. La vestimenta de todos ellos es
blanca o al menos eso parece con la escasa iluminación con la que contamos. La
fantasmagórica imagen se acrecienta según se acercan. Pero también el hedor. Es
terrible. Un escalofrío recorre mi espalda. Aquello que presenciamos, una
escena cotidiana de la vida de Jaipur, se me presenta como la más cercana imagen
del descenso de los judíos en dirección al Holocausto. Ciertamente estamos
impresionados. Resignadas, estas gentes, regresan del trabajo a casa, agotados,
sudorosos y tras haber vivido un viaje para nada cómodo ni saludable. Y por lo
que parece, esto mismo, un día tras otro.
Retomamos nuestra marcha y pronto estamos en el
lugar indicado. Un par de tristes farolas trazan una tenue luz que ilumina el
entorno. Decenas de indios esperan pacientes la llegada del convoy. Depositamos
los equipajes entre los tres y lo rodeamos. Reímos y charlamos un poco de todo
con el fin de aliviar una espera que ya se nos está haciendo eterna. Una voz en
español con marcado acento nos espeta “Vayan con cuidado con sus maletas”. Nos
volvemos. Son una pareja de mochileros de edad similar a la nuestra. Nos
comentan que hay tipos poco recomendable cerca y hacen un disimulado gesto en
dirección a donde estos se encuentran. “¿Españoles?” preguntan. Sí,
respondemos. Todo ello desde cierta distancia. “Italianos” nos devuelven.
“Europa” es el grito común acompañado de risas. Todos nos miran indiferentes.
Se acercan un poco más hacia donde estamos y, ya juntos, entablamos conversación.
Van a Udaipur, como nosotros, pero su viaje será en tercera. Visto lo visto, no
hay excesivo jolgorio en sus rostros.
El tren sigue sin llegar y el retraso comienza a
ser considerable. Poco a poco nos vamos acostumbrando a la escasa luz y, con
ello, nos damos cuenta de que en el suelo, muy cerca de donde estamos situados,
hay un enjuto anciano absolutamente inmóvil. Preguntamos a los italianos. Lo
han descubierto al mismo tiempo que nosotros. Miramos a su alrededor. El resto
de los presentes lo ignoran. Nos interrogamos acerca de su estado de salud.
Realmente parece muerto. La curiosidad puede mucho más que todo lo que el
entorno nos ofrece y D. da un paso en su dirección. Como un lagarto hibernado,
el nuevo movimiento lo reactiva. No sabemos si eso o el silbato que anuncia la
llegada del tren. Afortunadamente no está muerto. Por ahora. Nos despedimos de
la pareja italiana deseándoles la mejor noche posible. Le ofrecemos incluso a
la mujer la posibilidad de dormir ella en nuestra camareta y uno de nosotros
hacerlo en el vagón de tercera. Muy agradecidos lo rechazan. Los vemos subir a
su vagón rodeados de indios de toda calaña. Aliviados, nos encaminamos al
nuestro. La camareta es austera pero, al menos, no está muy sucia. Ofrezco a P.
acompañarla al baño pero ya ha decidido aguantar hasta el hotel de Jaipur. Las
circunstancias comienzan a hacer mella en su moral y solo quiere que el viaje
acabe y regresar a casa. Nos ubicamos y nos repartimos las camas a la espera de
ver quién será el cuarto componente que complete el cupo. Con el fin de animar
a P. y, ¿por qué no decirlo?, a nosotros mismos, D. y yo comenzamos a jugar con
una navaja que porta este. A pesar de las risas, nuestro talante es bastante
amenazador. En una de estas, un indio asoma su nariz por la puerta. Nos mira,
deja un par de calcetines negros en la cama libre y sale. Reímos alborotados.
En nada aparece con el revisor. Éste mira el interior de la camareta y asiente
con la cabeza. Rápidamente el otro recoge el par de calcetines y ambos salen
cerrando la puerta. Está claro que hemos conseguido asustarle. Las risas
consiguientes, aún hoy retruenan en la estación de Jaipur. Cerramos el
pestillo. Nos sentimos seguros. Pensamos en los italianos. Pobres. De inmediato
el tren se pone en marcha. Nos acomodamos. P. se acuesta enseguida. Está muy
cansada. D. y yo quedamos de charla. Alguien llama a la puerta. El de los
calcetines se ha arrepentido. No. Es el revisor. Pero antes no había hablado y
ahora sí. Su aspecto y su voz son los de un Jerry Lewis tiznado. Casi no
podemos aguantar la risa mientras le mostramos los billetes. Sin dejar de
charlar los marca, después se despide y desaparece. Nueva tanda de risas.
Finalmente también D. y yo nos acostamos. No tardo en dormirme y algo similar
le sucede a D.
La luz exterior me despierta. El tren se ha
detenido. No sabemos el problema pero hay muchos pasajeros junto al tren. P. me
pregunta. Le cuento lo que sucede. Al menos lo que veo desde el ventanuco. D.
se revuelve entre las sábanas. P. lo arropa éste musita un “Gracias mamá” que
la hace sonreír. Abro la puerta de la camareta con la intención de descender del
tren y ver que sucede. Un tipo se me acerca impidiéndome salir. Me habla en un
inglés casi ininteligible. Niego con la cabeza. Me da que quiere venderme algo.
Insiste. Vuelvo a negar. Se marcha. Un pesado menos. Regresa. Vuelve a insistir
mostrándome unas mantas que lleva en la mano. Vuelvo a negar. No compro nada. Hago
un gesto para que se marche. Es muy pesado. Empieza a irritarme. Llama al
revisor. Magnífico. Aclararemos las posturas. En nada está allí Jerry Lewis. El
otro le habla. Éste asiente. Al finalizar la perorata se dirige a mí. Niego con
la cabeza. Con toda la que hemos armado, D. ha despertado y está a mi lado.
Tampoco entiende lo que nos dicen. Él, que domina el inglés, me comenta que esta
gente habla fatal. Finalmente es D. la que nos da la clave. “¿No querrá mantas
y sábanas?”. Nos miramos, se las mostramos y su rostro es de agradecimiento
eterno.
El tren se ha puesto de nuevo en marcha. En nada
estamos en nuestro destino. Descendemos del tren. En la distancia vemos a los
italianos. “Una noche infernal” nos gritan, pero están vivos y sonrientes.
Mejor que mejor. Desde la distancia les saludamos y rápidamente estamos
montados en un rickshaw. Udaipur nos recibe nublada, pero en nada, una
maravillosa mantequilla en el comedor del hotel nos hace olvidar todo lo
vivido. Eso, y que P. pueda usar el baño después de casi veinte horas sin
hacerlo.
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