UDAIPUR
Independence Day
El hotel de Udaipur persigue
el estilo impuesto en el país. Un espectacular hall en el que dos tipos se afanan
sin descanso en sacar brillo, una por una, a todas las baldosas, y unas habitaciones,
muy limitadas, con un asqueroso baño y un inquilino en forma de insecto de gran
tamaño entre las sábanas. Pero la ducha, aún con su mugre, nos reactiva después
de las más de veinte horas pasadas desde la despedida de Khan.
Hemos decidido dar un
paseo por la ciudad y conocer los encantos de Udaipur, a priori – al menos para
nosotros - la más desconocida de las ciudades que componen el periplo. Aporreo
la puerta de D. Me contesta casi desde ultratumba. No lo entiendo. Insisto.
Oigo caminar por la habitación. Espero. Algo impaciente. En el impasse P.
aparece lista para ponerse en marcha. Me ve. De pie. Parado. Junto a la puerta.
“¿Qué ocurre?”. Me encojo de hombros. Sigo escuchando ruidos. De pronto la
puerta se entreabre. El rostro de D., blanquecino, aparece entre la hoja y la
moldura. Su palidez es extrema. No viene. “La maldición de Moctezuma” en
versión hindi. Le ha atrapado y no le deja distanciarse del inodoro.
“¿Necesitas algo?”, “Un tapón” responde con buen talante y regresa al interior.
Miro a P. Saldremos solos. Desde su aposento, D. comenta que si se encuentra
mejor acudirá al lugar en que comamos. Nos parece buena idea. Le deseamos una
pronta recuperación.
Ya en la puerta detenemos
un Rickshaw. Un tipo simpático lo gestiona. Además, y a diferencia de cuanto
habíamos visto hasta ahora, lo mantiene impoluto. En su obsesión no cesa de
pasar una bayeta húmeda por todas partes. Montamos. El hombre es dicharachero y
muy parlanchín. Nos habla de Udaipur, del lago Pichola que baña el centro de la
ciudad y de todos los otros que hay a su alrededor y que le han procurado el
sobrenombre de “La ciudad de los lagos”. Nos cuenta del famoso cementerio de
Ahar en un barrio de las afueras de la ciudad que constituye un verdadero
bosque de monumentos de mármol. Nos explica, además, cómo nació su vocación de
chófer. Bond, James Bond tuvo la culpa. Fue en Octopussy, con la famosa persecución
del agente a bordo de un rickshaw, lo que inoculó el gusanillo en el corazón de
este indio. Tal y como conduce, debe haber visto la película en más de un
millón ocasiones. A velocidad de vértigo, esquivamos vacas y transeúntes por
igual. Las callejuelas que componen el casco antiguo, se convierten en el
circuito perfecto para que nos muestre sus habilidades.
Decidimos
comenzar por Ahar. El desplazamiento no es largo. Cruzamos la verja que
envuelve el cementerio mientras nuestro chófer queda en la puerta. Con un gesto
nos indica que tomemos el tiempo que queramos. Caminamos por entre los monumentos.
Nos encontramos absolutamente solos en el recinto. En su silencio, el lugar es
impresionante. Como no hay nada concreto que ver, nos dedicamos a pasear entre
los mausoleos. Desde los enormes hasta los modestos, a disfrutar de una
tranquilidad absolutamente inédita en nuestro viaje. En realidad, no se trata
de un cementerio al uso. Los hindúes queman a sus muertos así que no hay lugar
de peregrinación para visitarlos, pero desde siempre, ciertas clases altas han
dedicado monumentos a sus muertos. Casi todos estos están dedicados a esposas
desaparecidas. Miro a P. pero me ahorro el chiste macabro y a cambio le lanzo
algunas fotografías para el recuerdo.
Finalizado el paseo, visitamos
otros templos pero la ciudad carece del atractivo de otros lugares de la India.
En la distancia, vemos el magnífico Taj Lake Palace, hotel situado sobre el
propio lago y para el que no nos llegaba el presupuesto. Regresamos al nuestro,
infinitamente más modesto, en busca de D.
Parece que se encuentra mejor y decide
acompañarnos en la comida. El chófer nos aconseja un lugar junto al lago. Nos
parece una buena idea. A la postre no lo es tanto. Nada del otro mundo, salvo
las vistas. Y eso que se dirigen a una de las partes menos atractiva de este.
El camarero, con más mugre que años, toma nota. De nuevo D. y P. recuerdan “no
hot, no spiced”. Yo decido arriesgar, quedan pocos días de viaje y creo que es
el momento. “Very hot, very spiced” comento. El tipo me mira extrañado. Asiento
reafirmando mis palabras. P. me mira con cara de reprimenda. D. aguanta la risa
ante la cara de estupefacción del indio. Éste da media vuelta y se encamina a
la cocina. En poco está de nuevo ante nosotros. Lleva diversos platos que
coloca en la mesa. El resto de los camareros, ante un rótulo caligrafiado que
indica “Tonight, 20:00 Octopussy”, miran hacia mí. Seguro que soy la comidilla
del local. Lo pruebo. ¡Cabrones! Se han explayado a gusto. Lo que les he
pedido, es cierto. Sudo como un puerco al ingerir las primeras cucharadas del
guiso. Intento mantener la dignidad pero realmente está fuerte. Ofrezco a D. y
a P. la posibilidad de venir al infierno conmigo. Por supuesto, ambos la
rechazan. El camarero se acerca luciendo media sonrisa en los labios. Viene a
regodearse. “Hot, very hot” dice. Manteniendo la dignidad, asiento mientras las
gotas de sudor que perlan mi frente tienden a confundirse con alguna lágrima
furtiva. Finalizado el ágape, tomamos un chai. A juego con la temperatura
exterior; bien caliente. La humedad supera los límites experimentados en el
viaje y ya no sabemos qué es lo que nos empapa. D. parece que soporta bien la
comida a pesar de la mañana de realeza – de trono en trono – que ha
vivido. A nuestro lado, otro extranjero
toma notas en una libreta componiendo lo que serán, tal vez, las líneas
maestras de su futura novela exótica. Desde la atalaya en la que nos
encontramos, observamos, muy cerca y en la orilla del sucio lago, un grupo de
niños que despreocupados se bañan, mientras, a su lado, dos mujeres lavan la
ropa contenida en un par de enormes barreños metálicos. Es día de colada, y
seguramente por la falta de otra ropa que lucir, las dos, una vez todo enjuagado
y puesto a secar sobre las grandes piedras planas que hay a sus espaldas, se
despojan de la parte superior de su ropaje y asimismo, sin ningún pudor por
mostrar sus senos, la lavan en lo que supone la conclusión de la sesión de
limpieza.
Regresamos al hotel. P. quiere descansar un poco y
D. no se fía de su intestino. En el camino, encontramos un grupo de gente que
corta la calle pendientes de algo que ellos mismo nos ocultan. El chófer se
acerca a ver que ocurre. Nos informa que una vaca está agonizando y nadie puede
apartarla del camino hasta que no muera. Con el tráfico cortado por el
acontecimiento decidimos caminar hasta el hotel - ya está muy cerca – antes que
aguardar impacientes el trágico desenlace.
Aposentados ya en el hotel, no hago sino mirar la
hora. Al final me decido, voy a salir un rato a caminar y lanzar algunas fotos
de trabajo. Se lo comunico a P. que se inquieta más de la cuenta. No voy a
repetir lo de Jaipur. Le prometo que en dos horas máximo estoy de regreso.
Salgo y camino en dirección a la zona antigua de la ciudad. Udaipur parece más
fácilmente orientable que Jaipur. Los comercios se suceden puerta por puerta.
Los lugareños me saludan de igual modo a como pasa en otros lugares del país.
En apenas diez días, debo ser toda una celebridad. De pronto, en mi deambular,
me topo con los elementos. El monzón descarga su ira como no había visto hasta
ese momento. Las calles se inundan rápidamente. Indios y vacas,
indistintamente, buscan cobijo a la lluvia en el interior de las casas. Al final
parece que tan solo yo quede a la intemperie. Bueno, y un elefante que pasa
ante mí mientras su amo, a lomos de éste, se cubre de la lluvia con un viejo paraguas.
La imagen es tan fascinante como insólita.
Camino pegado a las paredes pero es inútil. Estoy
empapado. En una de tantas me deslizo en un pequeño comercio de papelería.
Rodeado de cuadernos de lomos de piel, abarrotado el lugar hasta el infinito, el
dependiente, un anciano de larga barba blanca y punto en la frente, me sonríe.
Le hago el gesto de que voy a mirar sus productos. Asiente complacido. Comienzo
a curiosear mientras fuera arrecia la lluvia. Después de un buen rato en aquel
encantador espacio, me decido. Tomo un par de los cuadernos. Se los muestro a
aquel hombre. Me anota el precio en una pequeña hoja de papel. Miro mis
bolsillos sin recordar que no suelo llevar demasiado dinero para evitar
tentaciones ajenas. Le comento que no me alcanza y que regresaré a por ellos.
Me pregunta por mi presupuesto. Le muestro mi escaso capital. “No problem” me
dice. “Today, independence day. Me happy, you happy” mientras se señala el
punto sobre sus ojos. Le doy el dinero. Me da los cuadernos. Me pide que me
acerque. Lo hago. Mojando su pulgar en una especie de lacre rojo, lo pone sobre
mi frente. Agradezco su gesto, mucho más porque parece indicar el fin de la
tormenta.
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