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jueves, 9 de mayo de 2013

Mil dioses, cien pueblos, una sola tierra (XIII)


      UDAIPUR
Independence Day

                El hotel de Udaipur persigue el estilo impuesto en el país. Un espectacular hall en el que dos tipos se afanan sin descanso en sacar brillo, una por una, a todas las baldosas, y unas habitaciones, muy limitadas, con un asqueroso baño y un inquilino en forma de insecto de gran tamaño entre las sábanas. Pero la ducha, aún con su mugre, nos reactiva después de las más de veinte horas pasadas desde la despedida de Khan.

                Hemos decidido dar un paseo por la ciudad y conocer los encantos de Udaipur, a priori – al menos para nosotros - la más desconocida de las ciudades que componen el periplo. Aporreo la puerta de D. Me contesta casi desde ultratumba. No lo entiendo. Insisto. Oigo caminar por la habitación. Espero. Algo impaciente. En el impasse P. aparece lista para ponerse en marcha. Me ve. De pie. Parado. Junto a la puerta. “¿Qué ocurre?”. Me encojo de hombros. Sigo escuchando ruidos. De pronto la puerta se entreabre. El rostro de D., blanquecino, aparece entre la hoja y la moldura. Su palidez es extrema. No viene. “La maldición de Moctezuma” en versión hindi. Le ha atrapado y no le deja distanciarse del inodoro. “¿Necesitas algo?”, “Un tapón” responde con buen talante y regresa al interior. Miro a P. Saldremos solos. Desde su aposento, D. comenta que si se encuentra mejor acudirá al lugar en que comamos. Nos parece buena idea. Le deseamos una pronta recuperación.

                Ya en la puerta detenemos un Rickshaw. Un tipo simpático lo gestiona. Además, y a diferencia de cuanto habíamos visto hasta ahora, lo mantiene impoluto. En su obsesión no cesa de pasar una bayeta húmeda por todas partes. Montamos. El hombre es dicharachero y muy parlanchín. Nos habla de Udaipur, del lago Pichola que baña el centro de la ciudad y de todos los otros que hay a su alrededor y que le han procurado el sobrenombre de “La ciudad de los lagos”. Nos cuenta del famoso cementerio de Ahar en un barrio de las afueras de la ciudad que constituye un verdadero bosque de monumentos de mármol. Nos explica, además, cómo nació su vocación de chófer. Bond, James Bond tuvo la culpa. Fue en Octopussy, con la famosa persecución del agente a bordo de un rickshaw, lo que inoculó el gusanillo en el corazón de este indio. Tal y como conduce, debe haber visto la película en más de un millón ocasiones. A velocidad de vértigo, esquivamos vacas y transeúntes por igual. Las callejuelas que componen el casco antiguo, se convierten en el circuito perfecto para que nos muestre sus habilidades.

                Decidimos comenzar por Ahar. El desplazamiento no es largo. Cruzamos la verja que envuelve el cementerio mientras nuestro chófer queda en la puerta. Con un gesto nos indica que tomemos el tiempo que queramos. Caminamos por entre los monumentos. Nos encontramos absolutamente solos en el recinto. En su silencio, el lugar es impresionante. Como no hay nada concreto que ver, nos dedicamos a pasear entre los mausoleos. Desde los enormes hasta los modestos, a disfrutar de una tranquilidad absolutamente inédita en nuestro viaje. En realidad, no se trata de un cementerio al uso. Los hindúes queman a sus muertos así que no hay lugar de peregrinación para visitarlos, pero desde siempre, ciertas clases altas han dedicado monumentos a sus muertos. Casi todos estos están dedicados a esposas desaparecidas. Miro a P. pero me ahorro el chiste macabro y a cambio le lanzo algunas fotografías para el recuerdo.

                Finalizado el paseo, visitamos otros templos pero la ciudad carece del atractivo de otros lugares de la India. En la distancia, vemos el magnífico Taj Lake Palace, hotel situado sobre el propio lago y para el que no nos llegaba el presupuesto. Regresamos al nuestro, infinitamente más modesto, en busca de D.

Parece que se encuentra mejor y decide acompañarnos en la comida. El chófer nos aconseja un lugar junto al lago. Nos parece una buena idea. A la postre no lo es tanto. Nada del otro mundo, salvo las vistas. Y eso que se dirigen a una de las partes menos atractiva de este. El camarero, con más mugre que años, toma nota. De nuevo D. y P. recuerdan “no hot, no spiced”. Yo decido arriesgar, quedan pocos días de viaje y creo que es el momento. “Very hot, very spiced” comento. El tipo me mira extrañado. Asiento reafirmando mis palabras. P. me mira con cara de reprimenda. D. aguanta la risa ante la cara de estupefacción del indio. Éste da media vuelta y se encamina a la cocina. En poco está de nuevo ante nosotros. Lleva diversos platos que coloca en la mesa. El resto de los camareros, ante un rótulo caligrafiado que indica “Tonight, 20:00 Octopussy”, miran hacia mí. Seguro que soy la comidilla del local. Lo pruebo. ¡Cabrones! Se han explayado a gusto. Lo que les he pedido, es cierto. Sudo como un puerco al ingerir las primeras cucharadas del guiso. Intento mantener la dignidad pero realmente está fuerte. Ofrezco a D. y a P. la posibilidad de venir al infierno conmigo. Por supuesto, ambos la rechazan. El camarero se acerca luciendo media sonrisa en los labios. Viene a regodearse. “Hot, very hot” dice. Manteniendo la dignidad, asiento mientras las gotas de sudor que perlan mi frente tienden a confundirse con alguna lágrima furtiva. Finalizado el ágape, tomamos un chai. A juego con la temperatura exterior; bien caliente. La humedad supera los límites experimentados en el viaje y ya no sabemos qué es lo que nos empapa. D. parece que soporta bien la comida a pesar de la mañana de realeza – de trono en trono – que ha vivido.  A nuestro lado, otro extranjero toma notas en una libreta componiendo lo que serán, tal vez, las líneas maestras de su futura novela exótica. Desde la atalaya en la que nos encontramos, observamos, muy cerca y en la orilla del sucio lago, un grupo de niños que despreocupados se bañan, mientras, a su lado, dos mujeres lavan la ropa contenida en un par de enormes barreños metálicos. Es día de colada, y seguramente por la falta de otra ropa que lucir, las dos, una vez todo enjuagado y puesto a secar sobre las grandes piedras planas que hay a sus espaldas, se despojan de la parte superior de su ropaje y asimismo, sin ningún pudor por mostrar sus senos, la lavan en lo que supone la conclusión de la sesión de limpieza.

Regresamos al hotel. P. quiere descansar un poco y D. no se fía de su intestino. En el camino, encontramos un grupo de gente que corta la calle pendientes de algo que ellos mismo nos ocultan. El chófer se acerca a ver que ocurre. Nos informa que una vaca está agonizando y nadie puede apartarla del camino hasta que no muera. Con el tráfico cortado por el acontecimiento decidimos caminar hasta el hotel - ya está muy cerca – antes que aguardar impacientes el trágico desenlace.

Aposentados ya en el hotel, no hago sino mirar la hora. Al final me decido, voy a salir un rato a caminar y lanzar algunas fotos de trabajo. Se lo comunico a P. que se inquieta más de la cuenta. No voy a repetir lo de Jaipur. Le prometo que en dos horas máximo estoy de regreso. Salgo y camino en dirección a la zona antigua de la ciudad. Udaipur parece más fácilmente orientable que Jaipur. Los comercios se suceden puerta por puerta. Los lugareños me saludan de igual modo a como pasa en otros lugares del país. En apenas diez días, debo ser toda una celebridad. De pronto, en mi deambular, me topo con los elementos. El monzón descarga su ira como no había visto hasta ese momento. Las calles se inundan rápidamente. Indios y vacas, indistintamente, buscan cobijo a la lluvia en el interior de las casas. Al final parece que tan solo yo quede a la intemperie. Bueno, y un elefante que pasa ante mí mientras su amo, a lomos de éste, se cubre de la lluvia con un viejo paraguas. La imagen es tan fascinante como insólita.

Camino pegado a las paredes pero es inútil. Estoy empapado. En una de tantas me deslizo en un pequeño comercio de papelería. Rodeado de cuadernos de lomos de piel, abarrotado el lugar hasta el infinito, el dependiente, un anciano de larga barba blanca y punto en la frente, me sonríe. Le hago el gesto de que voy a mirar sus productos. Asiente complacido. Comienzo a curiosear mientras fuera arrecia la lluvia. Después de un buen rato en aquel encantador espacio, me decido. Tomo un par de los cuadernos. Se los muestro a aquel hombre. Me anota el precio en una pequeña hoja de papel. Miro mis bolsillos sin recordar que no suelo llevar demasiado dinero para evitar tentaciones ajenas. Le comento que no me alcanza y que regresaré a por ellos. Me pregunta por mi presupuesto. Le muestro mi escaso capital. “No problem” me dice. “Today, independence day. Me happy, you happy” mientras se señala el punto sobre sus ojos. Le doy el dinero. Me da los cuadernos. Me pide que me acerque. Lo hago. Mojando su pulgar en una especie de lacre rojo, lo pone sobre mi frente. Agradezco su gesto, mucho más porque parece indicar el fin de la tormenta.

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