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jueves, 16 de mayo de 2013

Mil dioses, cien pueblos, una sola tierra (y XIV)




El adiós a la India

Un ambassador inglés de blanco impoluto nos traslada hasta el cercano aeropuerto de la ciudad. Udaipur no tiene un aeropuerto civil y los vuelos salen desde el militar. El auto se detiene ante unos barracones. Un militar, con un viejo fusil cruzado sobre el pecho nos da el alto. Con un gesto nos pide la documentación. Le entregamos billetes y pasaportes. Toma el primero de los tickets de vuelo y comienza a mirarlo con detenimiento. Mira el billete y alza la vista hacia nosotros. Vuelve a mirarlo e, inquisitivo, insiste con nosotros. De nuevo vuelve la vista al billete y, esta vez, permanece con su mirada fija en el durante unos segundos que parecen horas. Un suboficial aparece tras el militar. Éste le mira y le hace un breve comentario. El otro, muy serio, mira el billete. Se nos aflojan las piernas. No sabemos qué pasa. Mira al sargento y, con delicadeza, toma el billete y le da un giro de ciento ochenta grados. El primer militar asiente entonces con la cabeza y nos indica que podemos pasar.

El aeropuerto es más que peculiar. Las dos cabinas de registro son dos cajones en medio de una gran habitación sin apenas muebles de ningún tipo. D. y yo entramos en la destinada a los hombres – mayoría en el viaje – y P. en la de las mujeres – son muy pocas las que van a hacer este vuelo -. Tras de un desganado registro, nos piden abrir el equipaje sobre una destartalada mesa. Lo hacemos. Cuando ven las cámaras nos piden que quitemos la tapa del objetivo. Hecho esto, miran en su interior a la búsqueda de algo. No sabemos qué. Un segundo después asienten con la cabeza y nos dejan seguir adelante.

La pista de aterrizaje está bastante mal conservada. Los matojos, las malas hierbas, las grietas, la invaden de forma paulatina ante la indiferencia del personal que regenta el aeropuerto. En nada estamos a bordo. Listos para despegar. Una pareja de jóvenes italianos ocupa los asientos que hay justo tras los nuestros. Ella mantiene todo el tiempo la cabeza entre las piernas. Su pareja nos hace un gesto con la mano acompañado de una mueca. Según entendemos, lo pasa fatal en los despegues y aterrizajes. Va lista. Hasta en cuatro ocasiones aterrizará y despegará el avión hasta su llegada a Delhi. Acabamos por denominarlo el avión canguro. Cada vez que toma tierra, cada vez que alza el vuelo, la sensación es desquiciante. Saltos, golpes, chirridos, crujidos… La pobre italiana vomita en un par de ocasiones, el resto estamos a un paso de ello. A la postre. La chica pasa un viaje de perros. Por si todo esto fuese poco, y para nuestra seguridad, miembros del ejército, en cada una de las paradas, suben a bordo y, abriendo las poternas de equipajes, sacan uno por uno los bultos de mano que allí se alojan preguntando quien es el dueño… Por fin, y tras un viaje de más de tres horas, aterrizamos en Delhi. Es casi medianoche y el hotel del primer día nos espera. Será nuestra última noche en la capital pero no nos apetece ya ni salir a cenar. Solo un pub de ambientación española que hay en el propio hotel – y que nos había pasado desapercibido el primer día – nos lleva, frente a unos primitivos gin tonics, a prolongar un poco la noche.

Paseamos por las calles de Delhi como si hubiésemos vivido allí cien años. Los comerciantes comienzan a situar sus productos y el bullicio empieza a tomar las dislocadas aceras. Una mujer madura pero atractiva nos ofrece un tapiz. Es bonito. Miro a P. Ella asiente. Le gusta. Pregunto el precio. La mujer me pide algo así como diez euros, me parece una ganga pero la costumbre me hace rechazarlo. La mujer insiste. Me mantengo en mis trece. Nos cuenta que debemos comprarle el tapiz porque hacer o no esta venta marcará la suerte de su día. Apiadados por su ruego, averiguamos cuánto va a poner de su parte. La verdad es que suena sincera y por poco más de dos euros nos llevamos a casa  un bonito tapiz que lucirá más que bien sobre mi sillón orejero.

El resto del día transcurre entre paseos y cervezas. Nuestra mano rechazando demandas ya no descansa pero lo hacemos con una indiferencia total. Al fin, la noche cae sobre la ciudad y nos dirigimos hacia la estación de tren. D. se quedará unos días más. Se dirige al Himalaya. De camino, en el taxi, nos confiesa que de buena gana regresaría con nosotros. Todos estamos un poco hartos del país. En especial de esa parsimonia que les hace afrontar la vida con una resignación impropia de algunas miserables existencias. Ante la estación de ferrocarril de Delhi, D. desciende del auto. Yo hago lo propio para ayudarle con su equipaje. P. permanece en el auto algo triste por la despedida. Le doy un fuerte abrazo. Me susurra al oído. “Si pierdo el tren, igual en un par de horas me veis en el avión”. Sonrío. Le deseo suerte. Se marcha. No se gira. Intuyo una lágrima furtiva en sus ojos.

                Con la silueta de D. perdiéndose en la noche india, el taxi reemprende la marcha. Tomamos dirección al aeropuerto. En la loca conducción de este país, por dos ocasiones, escapamos de golpes con otros vehículos. Con el pánico buscando instalarse en nuestra imaginación, tenemos la peor visión de todo el viaje. En una cercana cuneta, envueltos por el caos, el humo, el fuego, un grupo de gente se afana en sacar de entre la herrumbre de lo que en algún momento fueron coches, los cuerpos inertes de varias personas que han perecido en un aparatoso accidente. Un escalofrío recorre nuestra espalda. ¿A tan poco del regreso es posible que dejemos allí nuestras vidas? Sugestionados por el cansancio, por la pesadez del trato con sus habitantes y por las últimas imágenes contempladas, comenzamos a desear con toda nuestro ánimo ver en el horizonte las torres del aeropuerto.

Afortunadamente, el resto del viaje transcurre con los únicos incidentes que suceden en nuestras cabezas. Después de pagar al taxista y bajar los numerosos bultos que transportamos, respiramos hondo. Solo el tiempo justo antes que una avalancha de tipos vestidos con sucias casacas rojas de botones dorados, se nos encimen. Todos quieren llevar nuestro equipaje, pero yo ya no estoy para nada. Mis negativas rozan lo agresivo ante la sorpresa de aquellos tipos. Así y todo, son tantos, que forman un pasillo hasta el mostrador al que me dirijo.  Avanzo entre ellos con P. a mi espalda. No he dejado que ella lleve absolutamente nada. Cargado como un mulo me deslizo entre estos tipos de forma absolutamente estúpida, evitando a conciencia que esta gente se gane su modesto sueldo.   

                Ya en el mostrador pongo los billetes en la nariz del tipo que lo atiende. Amable los mira y, tras unos segundos de duda, me comenta que los billetes no sirven. Niego con la cabeza. Solo faltaría eso. Los billetes están bien y le pido que se dé prisa pues necesitamos ya dejarnos caer en la butaca del avión. Tras sus lentes de cristales redondos, Aquel hombrecillo sigue insistiendo en que los billetes no sirven. Son del día anterior. No puedo creerlo. Tomo el billete y lo agito ante su rostro. Es para ese día. Sin perder la calma, los coge, los mira de nuevo e intenta explicarme mi error. Son para ese día pero para una de la madrugada, o sea para la noche anterior. Me enervo, P. me mira asustada, lo miro de nuevo, tras una sonrisa émula de su Mahatma, sigue señalando la hora del vuelo. Entonces caigo en la cuenta. Me desmonto. Maldigo a una agencia de viajes que nos saca billetes de regreso y habitación de hotel para la misma noche, obviando que estábamos allí mismo un par de horas antes de la salida del vuelo. Maldigo a la reina de Victoria por no haber puesto algo más de su parte en aquella zona del mundo. También en las agencias de viajes de la mía. Me maldigo finalmente a mí por no dar muestras de viajero comprensivo. Entre la miseria saco algo positivo y pienso en aquella mujer morena que habrá tenido un buen día y en ese tapiz que llevamos en el equipaje. Hablo con el tipo. ¿Hay plazas para el vuelo? Hasta Frankfort, sí. Una vez allí deberemos negociar de nuevo. No me importa, desde Alemania regresamos a pie si hace falta. Nos dice el precio del vuelo. Pago con la tarjeta de la empresa - ya me encargaré de reclamar el importe a la agencia – y, por fin, respiro hondo. Nos entrega los nuevos billetes y le confiamos nuestros equipajes. Con solo un libro en la mano y una silenciosa P. de la otra, nos deslizamos por el pasillo que accede al avión.

Solo cuando veo las rubias melenas de las azafatas de la Lufthansa, respiro aliviado. Ni las próximas treinta horas de vuelos y aeropuertos podrán evitar que me sienta en casa.

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