El adiós a la India
Un ambassador inglés de blanco impoluto nos
traslada hasta el cercano aeropuerto de la ciudad. Udaipur no tiene un
aeropuerto civil y los vuelos salen desde el militar. El auto se detiene ante
unos barracones. Un militar, con un viejo fusil cruzado sobre el pecho nos da
el alto. Con un gesto nos pide la documentación. Le entregamos billetes y
pasaportes. Toma el primero de los tickets de vuelo y comienza a mirarlo con
detenimiento. Mira el billete y alza la vista hacia nosotros. Vuelve a mirarlo
e, inquisitivo, insiste con nosotros. De nuevo vuelve la vista al billete y,
esta vez, permanece con su mirada fija en el durante unos segundos que parecen
horas. Un suboficial aparece tras el militar. Éste le mira y le hace un breve
comentario. El otro, muy serio, mira el billete. Se nos aflojan las piernas. No
sabemos qué pasa. Mira al sargento y, con delicadeza, toma el billete y le da
un giro de ciento ochenta grados. El primer militar asiente entonces con la
cabeza y nos indica que podemos pasar.
El aeropuerto es más que peculiar. Las dos cabinas
de registro son dos cajones en medio de una gran habitación sin apenas muebles
de ningún tipo. D. y yo entramos en la destinada a los hombres – mayoría en el
viaje – y P. en la de las mujeres – son muy pocas las que van a hacer este
vuelo -. Tras de un desganado registro, nos piden abrir el equipaje sobre una
destartalada mesa. Lo hacemos. Cuando ven las cámaras nos piden que quitemos la
tapa del objetivo. Hecho esto, miran en su interior a la búsqueda de algo. No
sabemos qué. Un segundo después asienten con la cabeza y nos dejan seguir
adelante.
La pista de aterrizaje está bastante mal
conservada. Los matojos, las malas hierbas, las grietas, la invaden de forma
paulatina ante la indiferencia del personal que regenta el aeropuerto. En nada
estamos a bordo. Listos para despegar. Una pareja de jóvenes italianos ocupa
los asientos que hay justo tras los nuestros. Ella mantiene todo el tiempo la
cabeza entre las piernas. Su pareja nos hace un gesto con la mano acompañado de
una mueca. Según entendemos, lo pasa fatal en los despegues y aterrizajes. Va
lista. Hasta en cuatro ocasiones aterrizará y despegará el avión hasta su
llegada a Delhi. Acabamos por denominarlo el avión canguro. Cada vez que toma
tierra, cada vez que alza el vuelo, la sensación es desquiciante. Saltos,
golpes, chirridos, crujidos… La pobre italiana vomita en un par de ocasiones, el
resto estamos a un paso de ello. A la postre. La chica pasa un viaje de perros.
Por si todo esto fuese poco, y para nuestra seguridad, miembros del ejército,
en cada una de las paradas, suben a bordo y, abriendo las poternas de
equipajes, sacan uno por uno los bultos de mano que allí se alojan preguntando
quien es el dueño… Por fin, y tras un viaje de más de tres horas, aterrizamos
en Delhi. Es casi medianoche y el hotel del primer día nos espera. Será nuestra
última noche en la capital pero no nos apetece ya ni salir a cenar. Solo un pub
de ambientación española que hay en el propio hotel – y que nos había pasado
desapercibido el primer día – nos lleva, frente a unos primitivos gin tonics, a
prolongar un poco la noche.
Paseamos por las calles de Delhi como si hubiésemos
vivido allí cien años. Los comerciantes comienzan a situar sus productos y el
bullicio empieza a tomar las dislocadas aceras. Una mujer madura pero atractiva
nos ofrece un tapiz. Es bonito. Miro a P. Ella asiente. Le gusta. Pregunto el
precio. La mujer me pide algo así como diez euros, me parece una ganga pero la
costumbre me hace rechazarlo. La mujer insiste. Me mantengo en mis trece. Nos
cuenta que debemos comprarle el tapiz porque hacer o no esta venta marcará la
suerte de su día. Apiadados por su ruego, averiguamos cuánto va a poner de su
parte. La verdad es que suena sincera y por poco más de dos euros nos llevamos
a casa un bonito tapiz que lucirá más
que bien sobre mi sillón orejero.
El resto del día transcurre entre paseos y
cervezas. Nuestra mano rechazando demandas ya no descansa pero lo hacemos con una
indiferencia total. Al fin, la noche cae sobre la ciudad y nos dirigimos hacia
la estación de tren. D. se quedará unos días más. Se dirige al Himalaya. De
camino, en el taxi, nos confiesa que de buena gana regresaría con nosotros.
Todos estamos un poco hartos del país. En especial de esa parsimonia que les
hace afrontar la vida con una resignación impropia de algunas miserables existencias.
Ante la estación de ferrocarril de Delhi, D. desciende del auto. Yo hago lo
propio para ayudarle con su equipaje. P. permanece en el auto algo triste por
la despedida. Le doy un fuerte abrazo. Me susurra al oído. “Si pierdo el tren,
igual en un par de horas me veis en el avión”. Sonrío. Le deseo suerte. Se
marcha. No se gira. Intuyo una lágrima furtiva en sus ojos.
Con la silueta de D.
perdiéndose en la noche india, el taxi reemprende la marcha. Tomamos dirección
al aeropuerto. En la loca conducción de este país, por dos ocasiones, escapamos
de golpes con otros vehículos. Con el pánico buscando instalarse en nuestra
imaginación, tenemos la peor visión de todo el viaje. En una cercana cuneta, envueltos
por el caos, el humo, el fuego, un grupo de gente se afana en sacar de entre la
herrumbre de lo que en algún momento fueron coches, los cuerpos inertes de
varias personas que han perecido en un aparatoso accidente. Un escalofrío
recorre nuestra espalda. ¿A tan poco del regreso es posible que dejemos allí
nuestras vidas? Sugestionados por el cansancio, por la pesadez del trato con
sus habitantes y por las últimas imágenes contempladas, comenzamos a desear con
toda nuestro ánimo ver en el horizonte las torres del aeropuerto.
Afortunadamente, el resto del viaje transcurre con
los únicos incidentes que suceden en nuestras cabezas. Después de pagar al
taxista y bajar los numerosos bultos que transportamos, respiramos hondo. Solo
el tiempo justo antes que una avalancha de tipos vestidos con sucias casacas
rojas de botones dorados, se nos encimen. Todos quieren llevar nuestro
equipaje, pero yo ya no estoy para nada. Mis negativas rozan lo agresivo ante
la sorpresa de aquellos tipos. Así y todo, son tantos, que forman un pasillo
hasta el mostrador al que me dirijo. Avanzo entre ellos con P. a mi espalda. No he
dejado que ella lleve absolutamente nada. Cargado como un mulo me deslizo entre
estos tipos de forma absolutamente estúpida, evitando a conciencia que esta
gente se gane su modesto sueldo.
Ya en el mostrador
pongo los billetes en la nariz del tipo que lo atiende. Amable los mira y, tras
unos segundos de duda, me comenta que los billetes no sirven. Niego con la
cabeza. Solo faltaría eso. Los billetes están bien y le pido que se dé prisa
pues necesitamos ya dejarnos caer en la butaca del avión. Tras sus lentes de
cristales redondos, Aquel hombrecillo sigue insistiendo en que los billetes no
sirven. Son del día anterior. No puedo creerlo. Tomo el billete y lo agito ante
su rostro. Es para ese día. Sin perder la calma, los coge, los mira de nuevo e
intenta explicarme mi error. Son para ese día pero para una de la madrugada, o
sea para la noche anterior. Me enervo, P. me mira asustada, lo miro de nuevo, tras
una sonrisa émula de su Mahatma, sigue señalando la hora del vuelo. Entonces
caigo en la cuenta. Me desmonto. Maldigo a una agencia de viajes que nos saca
billetes de regreso y habitación de hotel para la misma noche, obviando que
estábamos allí mismo un par de horas antes de la salida del vuelo. Maldigo a la
reina de Victoria por no haber puesto algo más de su parte en aquella zona del
mundo. También en las agencias de viajes de la mía. Me maldigo finalmente a mí
por no dar muestras de viajero comprensivo. Entre la miseria saco algo positivo
y pienso en aquella mujer morena que habrá tenido un buen día y en ese tapiz
que llevamos en el equipaje. Hablo con el tipo. ¿Hay plazas para el vuelo? Hasta
Frankfort, sí. Una vez allí deberemos negociar de nuevo. No me importa, desde
Alemania regresamos a pie si hace falta. Nos dice el precio del vuelo. Pago con
la tarjeta de la empresa - ya me encargaré de reclamar el importe a la agencia –
y, por fin, respiro hondo. Nos entrega los nuevos billetes y le confiamos
nuestros equipajes. Con solo un libro en la mano y una silenciosa P. de la otra,
nos deslizamos por el pasillo que accede al avión.
Solo cuando veo las rubias melenas de las azafatas
de la Lufthansa, respiro aliviado. Ni las próximas treinta horas de vuelos y
aeropuertos podrán evitar que me sienta en casa.
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