En lucha con mis fantasmas
internos, aparece esto.
En lluita amb els meus
fantasmes interns, apareix açò.
Fermín
escribe
Fermín escribe. Desde casi siempre.
Tal vez desde que aquel día, con los otros niños, descubrió que solo alterando
su orden, el significado de las palabras varía. Tal vez, solo, insisto. Y con
ese juego como coartada, Fermín escribe.
Más tarde llega ella, que siempre
ríe, que poco le importa si Fermín escribe o no. Le importa Fermín. Sin dudar.
Obvia fama o gloria, solo quiere que Fermín ahí esté. A su lado. Y Fermín escribe
mientras todo fluye.
A lo largo de una vida, no es
extraño, asoman premios. A cuentos, sin más. Suficiente. Esbozos de sonrisa
afloran ante el orden aplicado a sus palabras. Cantos de sirena, vidas
enlazadas al papel, sueños embutidos en lápices de colores… Nada suficiente
para que se convierta en su fin. Pero ¿quién dice que importe? Fermín escribe, Sin
más. Cada vez mejor, dicen quienes le leen. Aunque son pocos. Casi
privilegiados. Les cuesta, a las palabras, dejar el encierro a que las tiene
sometidas. Así que, además de escribir, Fermín trabaja. Porque tiene niños, que
poco saben de los escritos de Fermín y mucho de las cosas que interesan a los niños
de hoy. Indiferente, Fermín no ceja, y entre sopa y tajo, escribe. Y aunque le
gusta, poco a poco, descubre que solo escribiendo no se es del todo feliz. ¿Lo
sospechaba, dice? Pues claro, solo que ahí quedaba la sospecha, en el limbo de
los justos, con Fermín en su idea. Pero sin nadie que te lea, escribir es menos
placentero. Porque escribir, como hacer el amor, es un acto generoso,
compartido. Así que Fermín se decide. Solo que no sabe como.
Una luz aparece. El gran escaparate.
El valhalla desde donde todos podrán leer a Fermín. Si resulta elegido, claro.
Él lo cree. ¿Por qué no, si todos, esos pocos, se lo han deslizado en secreto?
Así que se esmera, escribe, desde dentro, desde su fuero más íntimo. Se desnuda,
y hace volar lo escrito seguro de que es su momento. Y espera. Paciente.
Caen los días. La lluvia llega. Y un
día no está en la calle sino en el rostro de ella. Y Fermín pregunta. Y ofrece
su hombro a las lágrimas. Y sabe que es irremediable. Así lo cuentan, solemnes,
los doctores. Y, ya ves, todo se desvanece ante la noticia. Todo pierde su
lugar en el mundo. Y Fermín piensa en qué daría para remontar en el tiempo.
Para borrar el dolor. Para volver a la luz ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué…? Nada es
suficiente, claro. Ni lo más deseado. Ni lo siempre soñado. Nada. Y la sombra
cubre la casa en la que Fermín escribe. Y la noche la sobrevuela. Y ella ya no
ríe. Y sus cachorros, perplejos, sobrecogidos, olvidan esas cosas de chicos. Fermín,
en cambio y con todo, no puede evitarlo, y escribe.
Es de noche, la prensa digital trae
la noticia. El escaparate tiene dueño. Un grande, un lírico, amado por el
público, elogiado por la crítica… no es él. Nada que objetar, claro, solo que Fermín
se hunde. De la luz a las tinieblas, del blanco al negro. Solo un poco, pero
pasa. No sabe expresarse. Nunca podrá completar el ciclo. Las palabras, los
elogios, los parabienes los provoca él, no sus textos, se convence. Mil tormentas
se desatan, no duerme, se revuelve, se decide. No hay vuelta atrás.
Amanece. Fermín abre su ojo. Mal
cuerpo. Busca su escritorio. Enciende un cigarrillo. Abre la ventana. Vuelan
hojas, lápices, inspiración… Nunca más, ¿para qué? se pregunta.
Una llamada. Justo esa mañana. “Se
han arrepentido” piensa mitad divertido, mitad cruel consigo mismo. Un cascabel
al otro lado de la línea. Es ella. Nuevas pruebas. Sorprendentes. Nada de lo
diagnosticado. Increíble. El corazón de Fermín sonríe. Él suspira aliviado. No
puede creerlo. Tampoco ella. Ni los doctores. Un milagro. Tal vez. Besos,
parabienes, felicidad de nuevo. Cuelga. Su interior se revuelve. Conoce la
sensación. Y espiando al sol por una rendija de la ventana, Fermín escribe.
Página de “La Era de Acuario” (2011).
Pàgina de
“La Era de Acuario” (2011).