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viernes, 5 de abril de 2013

Mil dioses, cien pueblos, una sola tierra (VIII)





Tras un par de semanas de injustificada ausencia, seguimos con el viaje.
                         
Després d’un parell de setmanes de injustificada absència, seguim amb el viatge.


JAIPUR
“Tú calvo, tú mucho dinero”
Después de una reconfortante ducha – eso sí, la boca cerrada para evitar tragar agua – salimos al encuentro de Khan. De improviso, en el patio interior del Haveli, una representación de títeres se cruza en nuestro camino. Los espectáculos de títeres son muy frecuentes y de gran prestigio en RajastánSe trata de marionetas de hilo y existen treinta y cuatro figuras diferentes que narran historias cotidianas con moraleja final. Según la leyenda, corresponden a las tallas del trono de un aburrido maharajá. Éstas, buscando sacarlo de su ensimismamiento, tomaron vida propia bailando y cantando para él.
Ya en la furgoneta, sugerimos a Khan un restaurante autóctono. ¡Terrible! Acabamos en el Benidorm Palace de Jaipur. Cena más espectáculo – participativo – rodeados de turistas de múltiples orígenes por equis rupias. Sin ganas e discutir, aceptamos una propuesta que al final no es tan mala. El ágape es en un jardín a la luz de la luna y el espectáculo, de cierta gracia, se compone de música, cantos, bailes y fuego combinados. Así que con todo ello cerramos nuestro primer día en Jaipur.
La mañana nace cálida y muy húmeda de nuevo. Salimos en busca de visitar los atractivos de la zona. El porqué de la ciudad rosa se nos responde apenas pisamos los aledaños del palacio del maharajá. Todas las edificaciones que lo rodean están pintadas de un, poco cuidado, color salmón. Parece ser que pertenecen a éste y, los comerciantes que las ocupan, pagan suculentas rentas por estar en lugar tan privilegiado. Muy cerca nos topamos con el Palacio de los Vientos – Hawa Mahal -. Preciosa fachada - es lo único que queda del complejo – que da a una de las más bulliciosas calles de la ciudad. Desde sus novecientas cincuenta y tres ventanas podían las Maharanis observar la vida cotidiana de la ciudad. Además permitían corrientes de aire para que este se mantuviese fresco. Nos acercamos después al observatorio pero, en plena visita, la lluvia nos sorprende – la primera del monzón – y debemos finalizarla precipitadamente. Khan propone visitar el palacio de Amber, que se sitúa a pocos kilómetros, y aceptamos.
Llegamos hasta la base del monte donde se alza. Enfilamos una estrecha carretera por la que nuestro chófer nos explica, suben y bajan elefantes que transportan a los turistas hasta el palacio. Si antes lo comenta, antes aparece un paquidermo en nuestro camino. No hay mucha solución y retrocedemos hasta un punto de la subida donde el furgón puede acoplarse y dejar paso al animal. Montado a lomos de este, el “jinete” lanza un gesto de agradecimiento con la mano. Tras su paso, y rápidamente, Khan se lanza de nuevo en pos de la cumbre. No quiere más sorpresas. En nada estamos arriba. El palacio es imponente, sobrio, mal conservado y las ratas campan a sus anchas por el recinto. Caminamos por entre los turistas y lanzo fotos sin objetivos premeditados. De pronto, y mientras apunto con la cámara, escucho a mi espalda “¿Yo a ti te conozco?”. Perplejo, me giro. Es cierto, me conoce. Y yo a él. En realidad a ellos. Son una pareja de mi ciudad. Las risas acompañan el encuentro. ¡Vaya casualidad! Aunque es de esas casualidades que se producen habitualmente en los viajes. Charlamos. Están encantados con el viaje, aunque da la sensación de que no han pateado mucho las calles. Les llevan del hotel al monumento de turno y de este al hotel en grandes autobuses con aire acondicionado. Palpan poco la vida cotidiana. Tras las risas, los parabienes, y los besos correspondientes, nos despedimos. De nuevo y durante el descenso, nos topamos de frente con “taxifante”. De nuevo y como en la subida, es Khan quien retrocede en busca de un punto donde cruzarse.
Abajo, nos propone visitar un pequeño templo apenas conocido por el turismo. Asentimos. Nos desviamos levemente de la ruta hasta llegar allí. El edificio es pequeño. De ornamentación excesiva. No parece arquitectura Mughal. Las tallas de su exterior son muy bellas, algunas de ellas de tema erótico. Un anciano cuida del lugar lo mejor que puede. Debe vivir en él. Tras visitar su interior, impregnados de misticismo, nos retiramos. Pregunto a Khan si debemos pagar. No es obligado, responde. Le deslizo un par de billetes de cien rupias y él asiente con la cabeza. El monje sonríe. Nos lanza una especia de bendición. Respondemos asimismo con una sonrisa, tentados de santiguarnos.
                Regresamos a Jaipur. P. quiere ver sedas, saris y mil un complemento más. Tanto para ella, como para regalar al regreso. Se lo comento a Khan. “No problem”. “Women” añado. Ríe de buena gana. En todas partes es lo mismo. Acepta, divertido, el tópico de las mujeres y las compras. Hay complicidad.
En poco estamos frente a un destartalado almacén. Ningún atractivo ofrece su exterior. Varios tipos salen a recibirnos. Khan comenta que esperará en la puerta. Entramos. Pausados. Sin saber qué nos espera. En el enorme local, abarrotado de productos textiles, nos encontramos a solas. Realmente no. Una treintena de empleados se muestran más que dispuestos a atendernos. Me siento un poco avasallado. P. quiere ver los productos tranquilamente y no la dejan. El escándalo de nuestra visita nos abruma. Pido calma al griterío que nos rodea. Nos marchamos. Decido. Abro paso. No quieren. Claro. Como para perder a los únicos clientes de la tarde. Aparece otro tipo. Bajo y grueso. Un enorme bigote le da cierto aire mexicano. Comienza a hablarnos en una mezcla de inglés e italiano. Respondo en español. Me dice que también lo chapurrea. Se añade nuestro idioma a los otros dos. La mezcla es delirante. Además el tipo no calla. Estoy atacado. “Marahajá” me increpa, “bier?”. Nos vamos entendiendo. Asiento. Al momento tengo una cerveza de 75 cc. en mis manos. Me han acompañado a sentarme en un ornamentado sofá. Entretanto P. va de estante en estante acompañada por el del bigote. A mi lado, dos indios se preocupan de que mi vaso siempre esté lleno. “Spain?” pregunta uno. Asiento. “Real Madrid?”. ¡Ya estamos! Niego. “Barcelona?” Sigo negando. “Valencia” les digo. De inmediato uno de ellos me lanza diversos nombres de los jugadores de ese Valencia que perdió la final de la Champions contra el Bayern de Munich. Tiro del hilo y ya no hay descanso. Me citan alineaciones completas de equipos ingleses, alemanes, italianos y, por supuesto, españoles. Cada dato nuevo que les doy es recibido con una algarabía insólita. Al rato, entretenido como estoy no me percato de la presencia de P. y el bigotudo junto a mí. Tras ellos un par de empleados de éste vienen cargados como mulos de todo cuanto P. ha elegido. Pregunto el precio. Me responde con una cifra escandalosa. Niego con la cabeza. Me dice que incluye un sari para el que le han tomado medidas y que le están confeccionando en ese mismo instante.  Le digo que me da igual y que nos vamos sin comprar nada. P. me mira perpleja. Es un disparate. Me dice que es barato para España. Le respondo que me haga caso y salga. El tipo del bigote se enoja, pone ambas manos en su cabeza y me dice que estoy loco. Loco, sí, pero me marcho. Me detiene. Pide otra cerveza para mí. Asiento. En un instante estamos negociando. P. me mira. No puede creerlo. Cada vez que hago el ademán de dejar la negociación, rebaja su precio. Seguimos lejos de la cifra que tengo en mi mente. Una cifra absolutamente aleatoria pero sobre la que me he planteado no variar. “In India, hombres calvos como tú, mucho money”. “En España, son los gordos como tú los que tienen el money” le respondo. Ríe con una estruendosa carcajada. Me habla de su empresa “gran emporio, cinquemille trabajadores”. Nos invita a acompañarlo. Subimos a una terraza. En un habitáculo, nos muestra hacinados a un grupo de sastres que trabaja sin descanso en condiciones más que lamentables. Un par de ellos enfrascados en el sari de P. Aún así, a nuestro paso, todos muestran esa sonrisa, propia de las gentes de estas tierras, que te atrapa por su sinceridad. Me dice que me toma medida y que en ocho horas tengo un traje italiano en el hotel. No puedo creerlo. Seguimos con la tournée. El del bigote aprovecha para intentar colarme de nuevo su precio. Me resisto. Me halaga la capacidad de negociación. Intenta hacerme bajar la guardia. Aguanto. Me ofrece un puesto en su empresa. “¿Con qué sueldo?” pregunto. “No querrás pagarme como a estas pobres gentes”. Ríe estruendosamente. Me abraza. Habla con sus empleados contándole lo bien que lo estamos pasando. Y la verdad es que no miente. Solo P. sigue mirándonos con unos ojos como platos. Por fin, da un nuevo paso. Está en mi precio pero me dice que debo regalarle algo. Me niego. Es él el quien debe hacerme el regalo a mí. Vuelve a reír. Habla con sus empleados que le siguen la gracia. Me da palmadas en la espalda. Asiente. Se da por vencido. Lo logré. Me lleva frente a un millar de camisetas con variopintos dibujos y me dice que elija. Así lo hago. Le pagamos y salimos. Nos ha engañado. Estoy convencido. Pero le hemos sacado toda la compra por la tercera parte de lo que pedía y P. está muy contenta. Mientras le acaban el sari y lo envuelven todo salgo a tomar el aire, tres cervezas de tres cuartos y el agobiante calor tienen la culpa. Eso sí, prohíbo a P. que compre nada más. Al menos esa noche.
Khan y sus compañeros de charla, ríen cuando me ven resoplar aliviado. Nuestro chófer se acerca a mí y me regala una corbata espantosa. Se lo agradezco sinceramente. También tiene un pañuelo para P. Mientras esperamos que salga, un tipo enjuto y mal alimentado se acerca a mí. Me ofrece un par de marionetas de madera. Niego con la cabeza. Insiste. Gotado por la negociación y por quitármelo de encima le ofrezco mil quinientas rupias – poco más de dos euros -. Acepta sin dudarlo. Cuando P. aparece, acompañada por una nube de porteadores cargados como mulas, una carcajada sale de su boca. Mi exquisito pero reducido público se divierte de lo más con mi precario espectáculo de marionetas.

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