Tras un par de semanas de
injustificada ausencia, seguimos con el viaje.
Després d’un parell de
setmanes de injustificada absència, seguim amb el viatge.
JAIPUR
“Tú calvo, tú mucho dinero”
Después de una reconfortante ducha – eso sí, la
boca cerrada para evitar tragar agua – salimos al encuentro de Khan. De
improviso, en el patio interior del Haveli, una representación de títeres se
cruza en nuestro camino. Los espectáculos de títeres son muy frecuentes y de
gran prestigio en RajastánSe trata de marionetas de hilo y existen treinta y
cuatro figuras diferentes que narran historias cotidianas con moraleja final.
Según la leyenda, corresponden a las tallas del trono de un aburrido maharajá.
Éstas, buscando sacarlo de su ensimismamiento, tomaron vida propia bailando y
cantando para él.
Ya en la furgoneta, sugerimos a Khan un
restaurante autóctono. ¡Terrible! Acabamos en el Benidorm Palace de Jaipur. Cena más espectáculo – participativo –
rodeados de turistas de múltiples orígenes por equis rupias. Sin ganas e
discutir, aceptamos una propuesta que al final no es tan mala. El ágape es en
un jardín a la luz de la luna y el espectáculo, de cierta gracia, se compone de
música, cantos, bailes y fuego combinados. Así que con todo ello cerramos
nuestro primer día en Jaipur.
La mañana nace cálida y muy húmeda de nuevo.
Salimos en busca de visitar los atractivos de la zona. El porqué de la ciudad
rosa se nos responde apenas pisamos los aledaños del palacio del maharajá.
Todas las edificaciones que lo rodean están pintadas de un, poco cuidado, color
salmón. Parece ser que pertenecen a éste y, los comerciantes que las ocupan,
pagan suculentas rentas por estar en lugar tan privilegiado. Muy cerca nos
topamos con el Palacio de los Vientos – Hawa Mahal -. Preciosa fachada - es lo
único que queda del complejo – que da a una de las más bulliciosas calles de la
ciudad. Desde sus novecientas cincuenta y tres ventanas podían las Maharanis
observar la vida cotidiana de la ciudad. Además permitían corrientes de aire
para que este se mantuviese fresco. Nos acercamos después al observatorio pero,
en plena visita, la lluvia nos sorprende – la primera del monzón – y debemos finalizarla
precipitadamente. Khan propone visitar el palacio de Amber, que se sitúa a
pocos kilómetros, y aceptamos.
Llegamos hasta la base del monte donde se alza. Enfilamos
una estrecha carretera por la que nuestro chófer nos explica, suben y bajan
elefantes que transportan a los turistas hasta el palacio. Si antes lo comenta,
antes aparece un paquidermo en nuestro camino. No hay mucha solución y
retrocedemos hasta un punto de la subida donde el furgón puede acoplarse y
dejar paso al animal. Montado a lomos de este, el “jinete” lanza un gesto de
agradecimiento con la mano. Tras su paso, y rápidamente, Khan se lanza de nuevo
en pos de la cumbre. No quiere más sorpresas. En nada estamos arriba. El
palacio es imponente, sobrio, mal conservado y las ratas campan a sus anchas
por el recinto. Caminamos por entre los turistas y lanzo fotos sin objetivos
premeditados. De pronto, y mientras apunto con la cámara, escucho a mi espalda
“¿Yo a ti te conozco?”. Perplejo, me giro. Es cierto, me conoce. Y yo a él. En
realidad a ellos. Son una pareja de mi ciudad. Las risas acompañan el
encuentro. ¡Vaya casualidad! Aunque es de esas casualidades que se producen habitualmente
en los viajes. Charlamos. Están encantados con el viaje, aunque da la sensación
de que no han pateado mucho las calles. Les llevan del hotel al monumento de
turno y de este al hotel en grandes autobuses con aire acondicionado. Palpan poco
la vida cotidiana. Tras las risas, los parabienes, y los besos
correspondientes, nos despedimos. De nuevo y durante el descenso, nos topamos
de frente con “taxifante”. De nuevo y como en la subida, es Khan quien
retrocede en busca de un punto donde cruzarse.
Abajo, nos propone visitar un pequeño templo
apenas conocido por el turismo. Asentimos. Nos desviamos levemente de la ruta hasta
llegar allí. El edificio es pequeño. De ornamentación excesiva. No parece
arquitectura Mughal. Las tallas de su exterior son muy bellas, algunas de ellas
de tema erótico. Un anciano cuida del lugar lo mejor que puede. Debe vivir en
él. Tras visitar su interior, impregnados de misticismo, nos retiramos.
Pregunto a Khan si debemos pagar. No es obligado, responde. Le deslizo un par
de billetes de cien rupias y él asiente con la cabeza. El monje sonríe. Nos
lanza una especia de bendición. Respondemos asimismo con una sonrisa, tentados
de santiguarnos.
Regresamos a Jaipur.
P. quiere ver sedas, saris y mil un complemento más. Tanto para ella, como para
regalar al regreso. Se lo comento a Khan. “No problem”. “Women” añado. Ríe de
buena gana. En todas partes es lo mismo. Acepta, divertido, el tópico de las
mujeres y las compras. Hay complicidad.
En poco estamos frente a un destartalado almacén. Ningún
atractivo ofrece su exterior. Varios tipos salen a recibirnos. Khan comenta que
esperará en la puerta. Entramos. Pausados. Sin saber qué nos espera. En el
enorme local, abarrotado de productos textiles, nos encontramos a solas. Realmente
no. Una treintena de empleados se muestran más que dispuestos a atendernos. Me
siento un poco avasallado. P. quiere ver los productos tranquilamente y no la
dejan. El escándalo de nuestra visita nos abruma. Pido calma al griterío que
nos rodea. Nos marchamos. Decido. Abro paso. No quieren. Claro. Como para
perder a los únicos clientes de la tarde. Aparece otro tipo. Bajo y grueso. Un
enorme bigote le da cierto aire mexicano. Comienza a hablarnos en una mezcla de
inglés e italiano. Respondo en español. Me dice que también lo chapurrea. Se
añade nuestro idioma a los otros dos. La mezcla es delirante. Además el tipo no
calla. Estoy atacado. “Marahajá” me increpa, “bier?”. Nos vamos entendiendo.
Asiento. Al momento tengo una cerveza de 75 cc. en mis manos. Me han acompañado
a sentarme en un ornamentado sofá. Entretanto P. va de estante en estante
acompañada por el del bigote. A mi lado, dos indios se preocupan de que mi vaso
siempre esté lleno. “Spain?” pregunta uno. Asiento. “Real Madrid?”. ¡Ya estamos!
Niego. “Barcelona?” Sigo negando. “Valencia” les digo. De inmediato uno de
ellos me lanza diversos nombres de los jugadores de ese Valencia que perdió la
final de la Champions contra el Bayern de Munich. Tiro del hilo y ya no hay
descanso. Me citan alineaciones completas de equipos ingleses, alemanes,
italianos y, por supuesto, españoles. Cada dato nuevo que les doy es recibido
con una algarabía insólita. Al rato, entretenido como estoy no me percato de la
presencia de P. y el bigotudo junto a mí. Tras ellos un par de empleados de
éste vienen cargados como mulos de todo cuanto P. ha elegido. Pregunto el
precio. Me responde con una cifra escandalosa. Niego con la cabeza. Me dice que
incluye un sari para el que le han tomado medidas y que le están confeccionando
en ese mismo instante. Le digo que me da
igual y que nos vamos sin comprar nada. P. me mira perpleja. Es un disparate.
Me dice que es barato para España. Le respondo que me haga caso y salga. El
tipo del bigote se enoja, pone ambas manos en su cabeza y me dice que estoy
loco. Loco, sí, pero me marcho. Me detiene. Pide otra cerveza para mí. Asiento.
En un instante estamos negociando. P. me mira. No puede creerlo. Cada vez que
hago el ademán de dejar la negociación, rebaja su precio. Seguimos lejos de la
cifra que tengo en mi mente. Una cifra absolutamente aleatoria pero sobre la
que me he planteado no variar. “In India, hombres calvos como tú, mucho money”.
“En España, son los gordos como tú los que tienen el money” le respondo. Ríe
con una estruendosa carcajada. Me habla de su empresa “gran emporio,
cinquemille trabajadores”. Nos invita a acompañarlo. Subimos a una terraza. En un
habitáculo, nos muestra hacinados a un grupo de sastres que trabaja sin
descanso en condiciones más que lamentables. Un par de ellos enfrascados en el
sari de P. Aún así, a nuestro paso, todos muestran esa sonrisa, propia de las
gentes de estas tierras, que te atrapa por su sinceridad. Me dice que me toma
medida y que en ocho horas tengo un traje italiano en el hotel. No puedo
creerlo. Seguimos con la tournée. El del bigote aprovecha para intentar colarme
de nuevo su precio. Me resisto. Me halaga la capacidad de negociación. Intenta
hacerme bajar la guardia. Aguanto. Me ofrece un puesto en su empresa. “¿Con qué
sueldo?” pregunto. “No querrás pagarme como a estas pobres gentes”. Ríe
estruendosamente. Me abraza. Habla con sus empleados contándole lo bien que lo
estamos pasando. Y la verdad es que no miente. Solo P. sigue mirándonos con
unos ojos como platos. Por fin, da un nuevo paso. Está en mi precio pero me
dice que debo regalarle algo. Me niego. Es él el quien debe hacerme el regalo a
mí. Vuelve a reír. Habla con sus empleados que le siguen la gracia. Me da
palmadas en la espalda. Asiente. Se da por vencido. Lo logré. Me lleva frente a
un millar de camisetas con variopintos dibujos y me dice que elija. Así lo
hago. Le pagamos y salimos. Nos ha engañado. Estoy convencido. Pero le hemos
sacado toda la compra por la tercera parte de lo que pedía y P. está muy
contenta. Mientras le acaban el sari y lo envuelven todo salgo a tomar el aire,
tres cervezas de tres cuartos y el agobiante calor tienen la culpa. Eso sí, prohíbo
a P. que compre nada más. Al menos esa noche.
Khan y sus compañeros de charla, ríen cuando me
ven resoplar aliviado. Nuestro chófer se acerca a mí y me regala una corbata
espantosa. Se lo agradezco sinceramente. También tiene un pañuelo para P.
Mientras esperamos que salga, un tipo enjuto y mal alimentado se acerca a mí.
Me ofrece un par de marionetas de madera. Niego con la cabeza. Insiste. Gotado por
la negociación y por quitármelo de encima le ofrezco mil quinientas rupias –
poco más de dos euros -. Acepta sin dudarlo. Cuando P. aparece, acompañada por
una nube de porteadores cargados como mulas, una carcajada sale de su boca. Mi exquisito
pero reducido público se divierte de lo más con mi precario espectáculo de
marionetas.
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