JAIPUR
Confraternizando con el “enemigo”
Tras la accidentada noche, Khan nos recoge junto a
la reja del hotel. Nuestro equipaje va en aumento y, ciertamente, ya dificulta
bastante nuestra marcha. Me preocupa esta situación, mucho más ahora que nuestro
chófer va a prestarnos su último servicio. Nos dirigimos a Jaipur donde esa
noche tomaremos un tren en dirección a Udaipur y, a partir de ahí, deberemos ir
buscando la forma de desplazarnos de un lugar a otro por nuestra cuenta. Nada
que sea complejo en exceso pero, ciertamente, nos hemos acostumbrado a esta
comodidad.
De camino a la ciudad, Khan nos pide detenernos
para comprar cigarrillos. D. que quiere probar el tabaco del país antes de
marcharnos le secunda y nosotros no ponemos el menos problema. Poco después, nos detenemos junto a un puesto
de carretera. Es una pequeña caseta de base cuadrada y poco más de un metro de
lado construida sobre unos estrechos pilares que nos llegan a la pelvis y
techada a dos aguas. Es una construcción rudimentaria en cuyo interior,
abarrotándola de forma exagerada, se acumulan centenares de rústicos paquetes
de cigarrillos. Observando con mayor detalle, junto al sonriente hombrecillo
que, encajonado entre el tabaco, nos atiende, detecto un pequeño hornillo con
una oxidada cazuela encima. Algo más allá, y a sus espaldas, un desballestado
colchón aparece enrollado. Pregunto a Khan que confirma mis sospechas. Aquella destartalada
caseta, en la orilla de la carretera, es su hogar. Tan solo falta el baño.
Evidentemente, sus necesidades físicas, las realiza entre los árboles que
sirven de fondo al negocio. Esto explica un poco la cantidad de tabaco que
acumula ya que además de tienda y casa, es también su propio almacén.
Regresamos al auto y Khan y D. encienden sus
cigarrillos. Lo que para Khan es un placer, para D. se convierte en una
pesadilla que le acompañará sin excusas hasta la ciudad.
La estación de Jaipur es un edificio de estilo
colonialista que ha vivido ya, como buena parte del país, sus mejores días. Junto
a la puerta, nos despedimos de Khan con la emotividad a flor de piel. Tampoco
él se marcha muy convencido de abandonarnos – según nos confiesa, se ha reído
más que con cualquier otro cliente y estaba encantado de viajar con nosotros -
pero le espera un nuevo grupo y no tiene más remedio que marchar rápido en
dirección a Delhi. Le damos una generosa propina – equivalente a la mitad de su
sueldo mensual – y le decimos que si tiene algún problema con el golpe del
accidente, nosotros hablaremos con sus jefes. Poco después, ver la trasera de la
furgoneta desaparecer entre el caótico tráfico de Jaipur, nos deja un poco más
huérfanos.
Con desconchados por todas partes en la pintura…
con raídas telas cubriendo la paquetería que aguarda destino… con gente literalmente
acampada en los andenes de la estación, donde duermen, cocinan, comen, viven… con
sacos de arpillera, con barriles de madera, con pícaros, con descuideros, con
jóvenes, con ancianos, con hindis, con muslmanes… con todo lo relatado y más. Con
lo creíble y hasta con lo increíble, la estación de Jaipur se presenta como un
micromundo muy peculiar. Entre el barullo buscamos la consigna con la intención
de dejar los bártulos y poder, hasta la hora de salida del tren esta noche,
convertirnos en los cicerone de D. y mostrarle algunos de los encantos de la
ciudad. Cuando por fin la encontramos nuestra sorpresa es mayúscula. El tipo
que la regenta, en animada charla con otros indios, nos comenta desganado que
depositemos las maletas donde nos plazca. Preguntamos cuanto hemos de pagar y
si los bultos están allí seguros. Nos muestra una descolorida hoja en la pared
donde vemos la tarifa y nos lanza un “No problem” con el peculiar giro de
cabeza que siempre lo acompaña. Pero la presencia cada vez más numerosa de
chavales de la calle mirándonos con curiosidad, y sobre todo, mirando nuestro
equipaje, nos lleva a repensar nuestros planes. Tras una breve conversación decidimos
no abandonar la estación y esperar tranquilamente junto a nuestro equipaje la
partida del tren. Al menos nos servirá de descanso tras unos días ajetreados. Caminamos
en busca de un lugar donde acomodarnos. Tenemos más de doce horas por delante y
muy poco que hacer. En nuestro deambular por los andenes de la estación,
encontramos una señal que nos anuncia la sala VIP. Nuestro rostro muda de
actitud y nos sentimos reconfortados ante la posibilidad de un lugar decente
donde dejar caer nuestros ya maltrechos huesos. Después de buscar en vano, nos
acercamos a una de las taquillas para preguntar. La mujer que la atiende nos
pide los billetes. Se los mostramos. Nos dice que, en efecto, la segunda
categoría tiene acceso a la sala VIP. ¿Segunda? Nosotros compramos primera en
la agencia española que nos facilitó parte del viaje. La mujer vuelve a mirar
el billete y nos lo confirma. Segunda. También nos indica donde está la
susodicha sala. Decidimos acomodar a P. en ella y dejarla cuidando de las
maletas. Si la estación en si no tiene desperdicio, la sala VIP lo supera. Un
cuarto de poco más de cinco por cinco y dos letrinas y una ducha asquerosa en
el fondo componen la famosa estancia. Estamos más que sorprendidos. Decidimos
seguir con nuestro plan para no danzar de aquí para allá con las dichosas maletas.
Mientras D. intenta resolver lo de los billetes,
yo iré en busca de provisiones para el día. Desde mi móvil D. habla con el
número de contacto que tenemos para resolver cualquier duda que nos pueda
surgir a lo largo del viaje. Al otro lado de la línea, la persona que nos
atiende, no da la menor importancia al cambio de categoría en los billetes. A
nosotros, después de lo visto en la estación, sí. Tras de una larga
conversación telefónica de la que D. nada saca en claro, el contacto nos comenta
que alguien viene hacia acá. “Pero ¿quién?”, pregunta D. “Alguien, alguien” es
la única respuesta. Durante la espera intentamos comprar algo de comida pero
todo parece complicarse. Tras correr la estación arriba y abajo, logramos hacernos
con unos snacks y una botella de agua. De camino a la sala VIP un tipo nos
aborda. Malamente D. consigue entender que se trata del enviado por la agencia.
Con los billetes y el tipo, nos acercamos hasta la taquilla. Después de un buen
rato de discusión, el resultado es que nos quedamos con la segunda clase y que pongamos
la reclamación pertinente a nuestro regreso a casa. Con sentimiento de
impotencia regresamos donde P. nos espera. Ha entablado amistad con dos niñas
pequeñas, y a cambio de unas pequeñas pinzas que llevaba en el pelo, ha
conseguido dos plátanos. Comemos los plátanos, los snacks y lo regamos con
agua. Tras la copiosa merienda-cena, los padres de las niñas, un par de
matrimonios que, sentados en silencio frente a nosotros, nos observaban de
manera descarada, se animan a hablar. Los dos hombres son los que llevan la voz
cantante. Ellas solo escuchan. Bueno, no es totalmente cierto, pero cada vez
que intentan preguntar – siempre a través de ellos, nunca directamente -, son
totalmente ignoradas por los maridos. Así que acaban por limitar su curiosidad a
la de ellos. Los tipos nos cuentan que son ingenieros de la compañía de
ferrocarriles, nos cuentan de su puesto, nos confiesan su sueldo y nos narran mil
y un detalle más de sus vidas sin el menor atisbo de pudor. A cambio quieren
saber de nosotros. Todo. Respondemos con una sinceridad relativa. Mentimos en
algunas cosas decimos la verdad en otras. Todo lo adornamos de manera
divertida. El sueldo de D. como biólogo, por ejemplo, es seis veces superior al
de ellos, así que decide dejarlo solo en tres. Aún así, su impresión es que en
España todos somos millonarios. Preguntan sobre porque no está casado y si se
acuesta con sus amigas. D. les responde que sí, siempre que las amigas quieran.
Le preguntan entonces si P. es su amiga. D. dice que sí. La regla de tres es
sencilla; D. se acuesta con P. Desmentido inmediato. Se acuesta con las amigas
que no tienen marido. Las mujeres intentan una y otra vez que se resuelvan
también sus dudas, pero siguen siendo ignoradas de manera despectiva.
En
plena charla, un par de ancianos, con un chico de más de veinte años con
síndrome de Down, entra en la sala. Sin el menor pudor, se dirigen a la ducha,
desnudan al chico y le dan un baño. P. mira hacia otro lado. No así las dos
mujeres indias que no pierden detalle. Espero a que acaben su tarea para hacer
uso de las letrinas. Unas asquerosas letrinas de las que recomiendo huir. El
hedor es espantoso y debe hacer mucho tiempo que nadie se preocupa de
limpiarlas. A pesar de que tiene urgentes necesidades higiénicas por cuestiones
femeninas, P. decide hacerme caso. Las horas pasan algo más rápidas gracias a
los juegos con los niños, más charla y algún paseo por el exterior. Pero, ni
mucho menos, la noche ha dejado de depararnos sorpresas.
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