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lunes, 29 de abril de 2013

Mil dioses, cien pueblos, una sola tierra (XI)




JAIPUR

Confraternizando con el “enemigo”

Tras la accidentada noche, Khan nos recoge junto a la reja del hotel. Nuestro equipaje va en aumento y, ciertamente, ya dificulta bastante nuestra marcha. Me preocupa esta situación, mucho más ahora que nuestro chófer va a prestarnos su último servicio. Nos dirigimos a Jaipur donde esa noche tomaremos un tren en dirección a Udaipur y, a partir de ahí, deberemos ir buscando la forma de desplazarnos de un lugar a otro por nuestra cuenta. Nada que sea complejo en exceso pero, ciertamente, nos hemos acostumbrado a esta comodidad.

De camino a la ciudad, Khan nos pide detenernos para comprar cigarrillos. D. que quiere probar el tabaco del país antes de marcharnos le secunda y nosotros no ponemos el menos problema.  Poco después, nos detenemos junto a un puesto de carretera. Es una pequeña caseta de base cuadrada y poco más de un metro de lado construida sobre unos estrechos pilares que nos llegan a la pelvis y techada a dos aguas. Es una construcción rudimentaria en cuyo interior, abarrotándola de forma exagerada, se acumulan centenares de rústicos paquetes de cigarrillos. Observando con mayor detalle, junto al sonriente hombrecillo que, encajonado entre el tabaco, nos atiende, detecto un pequeño hornillo con una oxidada cazuela encima. Algo más allá, y a sus espaldas, un desballestado colchón aparece enrollado. Pregunto a Khan que confirma mis sospechas. Aquella destartalada caseta, en la orilla de la carretera, es su hogar. Tan solo falta el baño. Evidentemente, sus necesidades físicas, las realiza entre los árboles que sirven de fondo al negocio. Esto explica un poco la cantidad de tabaco que acumula ya que además de tienda y casa, es también su propio almacén.

Regresamos al auto y Khan y D. encienden sus cigarrillos. Lo que para Khan es un placer, para D. se convierte en una pesadilla que le acompañará sin excusas hasta la ciudad.

La estación de Jaipur es un edificio de estilo colonialista que ha vivido ya, como buena parte del país, sus mejores días. Junto a la puerta, nos despedimos de Khan con la emotividad a flor de piel. Tampoco él se marcha muy convencido de abandonarnos – según nos confiesa, se ha reído más que con cualquier otro cliente y estaba encantado de viajar con nosotros - pero le espera un nuevo grupo y no tiene más remedio que marchar rápido en dirección a Delhi. Le damos una generosa propina – equivalente a la mitad de su sueldo mensual – y le decimos que si tiene algún problema con el golpe del accidente, nosotros hablaremos con sus jefes. Poco después, ver la trasera de la furgoneta desaparecer entre el caótico tráfico de Jaipur, nos deja un poco más huérfanos.

Con desconchados por todas partes en la pintura… con raídas telas cubriendo la paquetería que aguarda destino… con gente literalmente acampada en los andenes de la estación, donde duermen, cocinan, comen, viven… con sacos de arpillera, con barriles de madera, con pícaros, con descuideros, con jóvenes, con ancianos, con hindis, con muslmanes… con todo lo relatado y más. Con lo creíble y hasta con lo increíble, la estación de Jaipur se presenta como un micromundo muy peculiar. Entre el barullo buscamos la consigna con la intención de dejar los bártulos y poder, hasta la hora de salida del tren esta noche, convertirnos en los cicerone de D. y mostrarle algunos de los encantos de la ciudad. Cuando por fin la encontramos nuestra sorpresa es mayúscula. El tipo que la regenta, en animada charla con otros indios, nos comenta desganado que depositemos las maletas donde nos plazca. Preguntamos cuanto hemos de pagar y si los bultos están allí seguros. Nos muestra una descolorida hoja en la pared donde vemos la tarifa y nos lanza un “No problem” con el peculiar giro de cabeza que siempre lo acompaña. Pero la presencia cada vez más numerosa de chavales de la calle mirándonos con curiosidad, y sobre todo, mirando nuestro equipaje, nos lleva a repensar nuestros planes. Tras una breve conversación decidimos no abandonar la estación y esperar tranquilamente junto a nuestro equipaje la partida del tren. Al menos nos servirá de descanso tras unos días ajetreados. Caminamos en busca de un lugar donde acomodarnos. Tenemos más de doce horas por delante y muy poco que hacer. En nuestro deambular por los andenes de la estación, encontramos una señal que nos anuncia la sala VIP. Nuestro rostro muda de actitud y nos sentimos reconfortados ante la posibilidad de un lugar decente donde dejar caer nuestros ya maltrechos huesos. Después de buscar en vano, nos acercamos a una de las taquillas para preguntar. La mujer que la atiende nos pide los billetes. Se los mostramos. Nos dice que, en efecto, la segunda categoría tiene acceso a la sala VIP. ¿Segunda? Nosotros compramos primera en la agencia española que nos facilitó parte del viaje. La mujer vuelve a mirar el billete y nos lo confirma. Segunda. También nos indica donde está la susodicha sala. Decidimos acomodar a P. en ella y dejarla cuidando de las maletas. Si la estación en si no tiene desperdicio, la sala VIP lo supera. Un cuarto de poco más de cinco por cinco y dos letrinas y una ducha asquerosa en el fondo componen la famosa estancia. Estamos más que sorprendidos. Decidimos seguir con nuestro plan para no danzar de aquí para allá con las dichosas maletas.

Mientras D. intenta resolver lo de los billetes, yo iré en busca de provisiones para el día. Desde mi móvil D. habla con el número de contacto que tenemos para resolver cualquier duda que nos pueda surgir a lo largo del viaje. Al otro lado de la línea, la persona que nos atiende, no da la menor importancia al cambio de categoría en los billetes. A nosotros, después de lo visto en la estación, sí. Tras de una larga conversación telefónica de la que D. nada saca en claro, el contacto nos comenta que alguien viene hacia acá. “Pero ¿quién?”, pregunta D. “Alguien, alguien” es la única respuesta. Durante la espera intentamos comprar algo de comida pero todo parece complicarse. Tras correr la estación arriba y abajo, logramos hacernos con unos snacks y una botella de agua. De camino a la sala VIP un tipo nos aborda. Malamente D. consigue entender que se trata del enviado por la agencia. Con los billetes y el tipo, nos acercamos hasta la taquilla. Después de un buen rato de discusión, el resultado es que nos quedamos con la segunda clase y que pongamos la reclamación pertinente a nuestro regreso a casa. Con sentimiento de impotencia regresamos donde P. nos espera. Ha entablado amistad con dos niñas pequeñas, y a cambio de unas pequeñas pinzas que llevaba en el pelo, ha conseguido dos plátanos. Comemos los plátanos, los snacks y lo regamos con agua. Tras la copiosa merienda-cena, los padres de las niñas, un par de matrimonios que, sentados en silencio frente a nosotros, nos observaban de manera descarada, se animan a hablar. Los dos hombres son los que llevan la voz cantante. Ellas solo escuchan. Bueno, no es totalmente cierto, pero cada vez que intentan preguntar – siempre a través de ellos, nunca directamente -, son totalmente ignoradas por los maridos. Así que acaban por limitar su curiosidad a la de ellos. Los tipos nos cuentan que son ingenieros de la compañía de ferrocarriles, nos cuentan de su puesto, nos confiesan su sueldo y nos narran mil y un detalle más de sus vidas sin el menor atisbo de pudor. A cambio quieren saber de nosotros. Todo. Respondemos con una sinceridad relativa. Mentimos en algunas cosas decimos la verdad en otras. Todo lo adornamos de manera divertida. El sueldo de D. como biólogo, por ejemplo, es seis veces superior al de ellos, así que decide dejarlo solo en tres. Aún así, su impresión es que en España todos somos millonarios. Preguntan sobre porque no está casado y si se acuesta con sus amigas. D. les responde que sí, siempre que las amigas quieran. Le preguntan entonces si P. es su amiga. D. dice que sí. La regla de tres es sencilla; D. se acuesta con P. Desmentido inmediato. Se acuesta con las amigas que no tienen marido. Las mujeres intentan una y otra vez que se resuelvan también sus dudas, pero siguen siendo ignoradas de manera despectiva.

En plena charla, un par de ancianos, con un chico de más de veinte años con síndrome de Down, entra en la sala. Sin el menor pudor, se dirigen a la ducha, desnudan al chico y le dan un baño. P. mira hacia otro lado. No así las dos mujeres indias que no pierden detalle. Espero a que acaben su tarea para hacer uso de las letrinas. Unas asquerosas letrinas de las que recomiendo huir. El hedor es espantoso y debe hacer mucho tiempo que nadie se preocupa de limpiarlas. A pesar de que tiene urgentes necesidades higiénicas por cuestiones femeninas, P. decide hacerme caso. Las horas pasan algo más rápidas gracias a los juegos con los niños, más charla y algún paseo por el exterior. Pero, ni mucho menos, la noche ha dejado de depararnos sorpresas.

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