SARISKA
Safari accidentado.
El jeep va hasta los topes. No solo D., P., Deep,
Deepak, el nuevo chófer y yo. Hasta cinco indios más viajan con nosotros en la
negritud de la noche. Nuestro desplazamiento por la reserva viene de paso, en
su regreso a casa, a más de uno y quien más y quien menos, aprovecha para
viajar con cargo a la metrópoli. Para desplazarse de noche y por pistas de
firme poco firme, valga la redundancia, El vehículo se desplaza a buena
velocidad. P., a mi lado, aprieta mi mano con firmeza. A mi otro lado, Deep da
una cabezada tras otra mientras duerme su borrachera sobre mi hombro. Uno de
los tipos desciende en un punto concreto del camino. Da la impresión de que el jeep comienza a aligerar
su carga. Un espejismo. Parece ser el único, el resto se ha apuntado al safari
nocturno.
Algo más adelante nos cruzamos con un indio que,
con una cogorza de pronóstico, regresa dando tumbos de un lado a otro del
camino a su casa. Pregunto. El chófer, muy serio y mirando de reojo a Deep,
comenta que está borracho. Obvio. No añade nada más que la palabra “Tiger”. Pienso
en algo que he leído acerca de cinco mil muertes anuales en la India por ataque
de tigres. Viendo a este tipo trastabillarse por la reserva y la absurda
peregrinación que encontramos por la tarde, aún me parecen pocas.
Durante el recorrido encontramos algunos cerdos
vietnamitas y un par de espectaculares pavos reales, pero poco más. Avanzados
unos metros, el chófer apaga las luces del auto. Desde ese instante, y como de
la noche se han ausentado luna y estrellas, es su instinto el que nos guía a
través de la reserva. Un poco más allá, muy cerca de un río, nos detenemos. Escuchamos
el correr del agua. Escuchamos porque nada vemos. Deepak pide silencio. Incluso
intenta apaciguar los ronquidos de Deep. Súbitamente, el chófer enciende las
luces del auto. Un chacal queda inmóvil frente a nosotros. La estampa es muy
bella. Incluidos sus brillantes ojos que no apartan la mirada de las luces.
Unos segundos después, reacciona y huye con rapidez. Es la única forma de
“cazarlos”. Cuando amparados en la oscuridad salen de sus escondrijos en busca
de aplacar sus necesidades.
Seguimos un trecho. Nos detenemos de nuevo. Dicen
que es zona de tigres. Las luces del auto enfocan un punto concreto.
Descendemos. Examinamos el suelo. Hay
defecaciones por todas partes. D. comenta que son de tigre. Le pregunto
como lo sabe. Me señala varios puntos. Hay trozos de pelo entre los excrementos.
Son de los mamíferos que devoran. No lo digieren. Retornamos al jeep. P. está
un poco asustada aunque no me lo transmite. Pero su mano se cierra más
fuertemente sobre la mía. Seguimos dando
tumbos por las irregulares pistas. Volvemos a detenernos. Frente a nosotros hay
una edificación levemente iluminada por la luz de unas velas. Junto a estas, un
monje permanece sentado con las piernas cruzadas. Meditando, supongo. O tomando
el fresco, que tanto da. El chófer y Deepak
le saludan. Responde amable. Preguntan por los tigres. No han aparecido esa
noche, sí la víspera que anduvieron por allí, dice. Cada vez tengo más claro
que cinco mil es un número bajo. Deepak nos invita a descender con él. A pocos
metros está el nacimiento de un pequeño río. D. le acompaña. Y con él algunos
de los indios que abarrotan el jeep. Cuando voy a hacer lo propio P. me
detiene. No dice nada pero su rostro sí me lo dice. Comento que me quedo en el
jeep. “Ok” dice un entusiasmado D. Permanecemos allí los dos con el chófer y
Deep que comienza a espabilar. Poco después regresan. D. viene emocionado con
el hallazgo. Parece que aquello pone punto y final al safari.
Definitivamente vamos dejando indios en sus casas
mientras abandonamos la reserva. Poco a poco, Deep parece recuperarse. La
última parada es la casa del chófer alternativo que desciende, se despide de
manera austera de nosotros y lanza una pequeña parrafada en hindi hacia Deep
que le mira avergonzado. Deepak nos pregunta si queremos cenar. Asentimos. Se
muestra encantado. El jeep nos traslada bajo la, ahora sí, prudente conducción
de Deep, hasta un puesto de carretera. La escasa luz que un par de bombillas
alentadas por un rústico generador producen, no nos permite apreciar con
detalle aquel desaguisado. Evidentemente, ni un europeo a la vista, pero es que
tampoco hay ningún indio de clase media. Los allí presentes son indios de las
castas más bajas y algunos conductores de los tan destartalados como
ornamentados camiones. Nos sentamos a una mesa y nos convertimos, en especial
P., en el centro de atracción – posiblemente - del año. Nos sacan la cena, una
sopa de lentejas, distinta para los indios – muy especiada - que para nosotros
– bastante menos -. La acompañan con agua o cerveza. Ante la duda, elegimos
cerveza. No así los guías que parecen escarmentados. Yo decido arriesgar. ¿Por
qué no? Hasta ahora el estómago me ha respetado, allá voy. Pido que me cambien
el plato. Quiero uno como los de ellos. Sorprendidos, todos me miran. No problem!
Me lo traen. Como todo el servicio, en una pequeña escudilla metálica. Nos
ofrecen también algunos chapati. Me lanzo a por el plato. Está espantoso. No
solo es que las especias apagan cualquier sabor, sino que no existe más sabor
que este porque seguramente es lo único que puede darlo en un guiso tan pobre.
Tampoco parece que D. y P. estén disfrutando del suyo. Con paciencia me lo
acabo. También D. En ese instante, un vehículo se detiene a unos metros de
distancia. Es un coche bastante elegante. En su interior, una familia
acomodada. Me sorprende verlos descender. Mucho más se sorprenden ellos cuando
nos encuentran allí. Espero que se acerquen. Ni de broma. Solo se han detenido
porque la mujer se encuentra bastante indispuesta. Vomita en la cuneta, toma
aire y, sin quitarnos la vista de encima, reemprenden la marcha. Nuestros
acompañantes ríen ante la estampa y el bombo que nosotros le damos a lo
sucedido.
Tras
unas fotos en las que somos los protagonistas, intento sacar la cartera para
pagar. Deepak me detiene. Dice que ellos se encargarán de pagar la cena.
Insistimos. Nos detienen. No es una invitación. Solo un aplazamiento. Mañana
sacaremos cuentas. Para nada es conveniente que vean la cantidad de rupias que llevamos
encima. Asentimos. Pero, ante cualquier mirada, ya estamos algo inquietos, así
que decidimos dar por finalizada la noche.
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