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jueves, 11 de abril de 2013

Mil dioses, cien pueblos, una sola tierra (IX)




La casa de la jungla.
Amanece y ya estamos en marcha. Viajamos hasta Sariska. Hemos quedado allí con D. del que nada sabemos desde que nos separamos en Keoladeo. El camino es corto y muy pronto estamos en la reserva de los tigres. El hotel, en pleno centro del parque, de apariencia imponente, es mucho menos que ello según te acercas. Khan nos deja y se despide. Nos recogerá en veinticuatro horas para llevarnos a la estación de Jaipur.
Nos registramos sin problemas y preguntamos por D. El recepcionista nos desliza el número de habitación y en pocos segundos aporreamos su puerta. No hay respuesta. Nuevo intento. Ahora sí, D. asoma un ojo por la ranura de la entreabierta puerta. Su sorpresa se mezcla con su alegría. Da la sensación de que ya no nos esperaba. Pronto, nos está relatando sus días en Keoladeo. Ha hecho amigos. Un joven guía al que su padre le ha encomendado a su cuidado. Nos sorprende su inédita versión como padre. Nos comenta que el chico tiene aquí un guía amigo con el que seguir aprendiendo el oficio. No acabamos de entender el mecanismo de la relación. D. ha pagado al joven guía por sus servicios además de hacer de niñera, y ahora deberemos pagarle también al otro. Sea como sea, la mayor sorpresa todavía no ha llegado. Estamos invitados a comer en su casa. Además, comenta que ha pactado realizar, esa misma noche, un safari nocturno. Intentando asimilar toda la información, le pregunto acerca de la fauna de Keoladeo. Su lacónica respuesta refiere que solo había algunos pájaros exóticos.
Dejamos a D. vestirse y le esperamos en los jardines que rodean el hotel. En la trasera hay una piscina con el agua bastante descuidada. Ninguno de los escasos huéspedes del hotel hacen uso de ella. Preguntamos a uno de los jardineros que por allí pululan y nos responde que todavía no es tiempo. Su argumento nos deja perplejos. Si en pleno agosto, con cuarenta grados y una humedad asfixiante no es momento para usar una piscina… Pero D. ya está allí.
A pie, cruzamos la verja que cierra el establecimiento despidiéndonos del tipo de seguridad que la custodia. Su rara mirada nos hace temer que lo que estamos haciendo no es, para nada, habitual entre los turistas. D. camina eufórico narrando mil y una anécdotas sobre sus días con el joven guía. Su nombre es Deepak y, además de a su casa, le ha levado a la escuela donde ha sido la atracción de la década. Durante la charla nos hemos internado en la jungla hasta bordear un pequeño río de escaso caudal. Seguimos caminando y noto la mano de P. que aprieta la mía con fuerza. Imagino que está algo inquieta por no saber el final de esta aventura. Después de ver algunas torres de piedra – puestos de caza de tigres, que salpican nuestro camino, desubrimos una destartalada casa de piedra. Es nuestro destino. La casa del otro guía.
D. llama a Deepak que pronto aparece en la puerta. Es un pequeño indio de tez muy oscura, baja estatura para los dieciséis años que confiesa, y una aflautada voz de Tweety que no encaja en el oficio de guía. Tras él, vestido con un pantalón de camuflaje y una vieja camiseta, aparece el otro tipo. También es joven aunque no tanto como Deepak. Pasa en poco de los veinte y luce un pequeño bigote en su labio superior que no logra ocultar su talante bisoño. Su nombre es Deep. Miro a D. Parece una broma. D. se encoge de hombros. Los dos indios se muestran muy amables y nos hacen pasar al interior de la modesta contrucción. Una única habitación junto  una minúscula cocina componen la pieza. En el centro del habitáculo se sitúa una gran cama donde nos ofrecen sentarnos. Nuestra perplejidad no va sino en aumento. Solo D. parece encantado de lo que está sucediendo. D. y los dos indios que están, asimismo, felices de tenernos como invitados. Me encojo de hombros. Si es lo que hay que hacer, hagámoslo. Me siento sobre la alta cama y ofrezco un espacio a P. D. hace lo mismo. Finalmente P. ocupa su lugar. Eso sí, sin despegar uno de sus pies el suelo. Deep y Deepak sonríen y van hasta la cocina. Chapatis y un guiso de lentejas con algo de verdura, es el menú. Pero solo comemos nosotros. Los dos indios, una vez han colocado platos y alimentos sobre la cama, se han retirado de nuevo. Aunque reímos con la situación y nuestras ocurrencias, no acabamos de estar cómodos. Pido a D. que averigüe porque no comparten la comida con nosotros. D. les llama. Aparece Deep. Intercambian frases. D. comenta que ya han comido. No les creo. Nadie les creemos. En vano intentamos convencerles para que compartan las viandas con nosotros. Realmente no hay mucho que compartir.
Finalizada la comida, y hasta que caiga la noche - momento del prometido safari nocturno - no hay demasiado que hacer en el parque. Acompañados de los dos guías, que ríen constantemente nuestras ocurrencias, visitamos el puesto de los guardas del parque. Parece más el cuartel de Pancho Villa que un estamento oficial. Mientras, sentados en sillas construidas a partir de neumáticos reciclados, compartimos un chai, observamos a los guardabosques realizar mil y una actividad. Aunque ciertamente ninguna de ellas corresponde a su rango. Hay quien lava su ropa a mano, hay quien se afeita con navaja, y hay quien, simplemente, nos observa, fascinado de que tres extranjeros compartan experiencias en tan recóndito lugar del orbe.         
Más tarde, en un jeep que tomamos en ese mismo lugar – no sabemos si es el vehículo de Deep o que lo ha tomado prestado para nuestro safari – nos dirigimos a la entrada del parque. De camino, nos cruzamos con una larga hilera de indios que atraviesan la reserva. Todos ellos llevan una piedra de tamaño considerable en su mano. Pregunto. Como no. Son peregrinos. Me responden. ¿Y la piedra? Me piden que observe. Cada uno de los tipos se acuesta en el suelo y desplaza la piedra hasta donde su brazo extendido le permite. Después se ponen en pie. Avanzan hasta ésta y repiten la operación. De este modo van a recorrer los más de treinta kilómetros que comprenden su romería. Buena parte de los cuales en la propia reserva. ¿Y cuando cae la noche? Insisto. Acampan y duermen. Donde estén. Pero ¿Y los tigres? Deep se encoge de hombros. Miro de nuevo a los peregrinos y suspiro.  
Esperamos la caída de la noche en una terraza adyacente al acceso al parque. Desde allí vemos el continuo tráfico de turistas – todos ellos del país – que sin descanso entra y sale de Sariska. Pido una cerveza. D. quiere otra pero quiere compartirla porque 75 CC le parece demasiado. P. le dice que la compartirá con él. Los dos guías, a los que invitamos, también la compartirán. Así que tres cervezas para los cinco. Mi sorpresa es que la suave cerveza de pocos grados a la que estamos acostumbrados desde la llegada al país, ha sido sustituida esta vez por una cerveza de mucho cuerpo y más de diez grados de alcohol. Deep y Deepak bromean sobre mí; “Strong Man” me llaman. Esta `vez sin la connotación sexual de la que Khan hizo uso.
En la espera, reímos sin descanso las ocurrencias de D. En cuclillas, recrea la manera en que los indios barren. Después imita a los tigres, a los chacales y Dios sabe a cuanta fauna autóctona más. Los dos guías se desternillan de la risa. Después de la primera, cae una segunda cerveza. Más risas, más “Strong Man” y un puntillo de exceso de afectación por el alcohol en los dos indios. Me preocupa en especial Deep pues es el chófer. Sin haber comido, o habiendo comido muy poco, y con el alcohol ingerido, está en mal estado. D. les pregunta si se está en condiciones de emprender el safari o lo dejamos correr. De ningún modo, responde Deepak, están prestos y el safari no se suspende. Eso sí, cauto, Deepak va hacia un tipo que hay cerca de las taquillas del parque. Desde la distancia, vemos los ostentosos gestos que le dedica en nuestra dirección. Poco más tarde y acompañado del indio, un tipo enjuto y muy serio, regresa. Él conducirá el jeep el lugar de Deep. Es el guía que le enseñó el oficio y no parece muy contento con lo que tiene ante los ojos.
Ese detalle no es sino el preludio de lo que va a ser una noche muy movida.   

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