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Yendo por el mundo... / Anant pel món...

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lunes, 31 de octubre de 2011

De la Plaza Roja a Tian'anmen (VIII)

Verdulera / Verdulaire

La prensa del día / La premsa del dia

El mercado del Transiberiano / El mercat del Transsiberià


Transiberiano I

Tras otra noche en tren y los encantos de Ekaterimburgo, nos disponemos a afrontar el trayecto más largo de nuestro viaje. Pasaremos cincuenta y cinco horas a bordo.
La “Provodnitsa”, aún más joven que las anteriores, se muestra igualmente fría. No debe entrarles en el manual de acogida lo del encanto. Revisa los pasaportes y nos ordena subir a bordo sin la menor contemplación. Embarcamos cargados hasta los topes. A nuestras voluminosas mochilas, hemos unido las provisiones compradas para afrontar el largo viaje. Circulamos por el pasillo del vagón de segunda. Es más ancho que los ocupados hasta ahora en tercera. Aquí, en el lado de las literas nicho, hay ventanas. Llegamos al camarote. Nuestra casa. Abro la puerta pues voy en cabeza. En el pasillo, un hombre de elegante vestimenta, pegado a una cámara de enorme objetivo, me saluda con una leve inclinación de cabeza. “Italiennes?” me pregunta. “Espagnoles” respondo. Me hace la broma de que ha sido un grave error confundir nuestra nacionalidad. Él es francés. Sonrío. De haber sido italianos la broma hubiese sido la contraria pero no me molesta en absoluto. Entramos en el camarote de cuatro y ocupamos nuestras tres literas. Nos ponemos cómodos y entre risas hablamos sobre la sorpresa que supondrá el cuarto ocupante. El tren se pone en marcha sin que nadie más haya subido a bordo. Preparamos la cena y distribuimos provisiones y mochilas por el espacio libre. Tras una distendida charla de ningún tema en particular, nos acostamos. Eso sí, sin demasiada prisa. Por una vez, al día siguiente, no hay porque madrugar.
Deben ser las tres o las cuatro de la madrugada cuando en tren hace una de sus innumerables paradas facultativas. Por lo general, estando dormidos, pasan desapercibidas. No es el caso. La puerta de nuestra camareta se abre y la “Provodnitsa”, acompañada por un fibroso ruso de mediana edad, aparece en ella. Stas, ese es su nombre, se muestra muy locuaz – imagino lo que será entrar en un espacio como aquel donde ya hay alojados tres malcarados tipos de otro país –. En su idioma bromea con nosotros, nos pregunta por el fútbol y al ver que entramos al juego, saca una bufanda de colores que se lleva en repetidas ocasiones a la altura del pecho, acompañando el gesto con gritos de “Spartak, Spartak”. En un pis pas prepara su cama y ya está en calzoncillos bajo las sábanas. Apagamos de nuevo la luz y seguimos con nuestro sueño.
Es de día. Mientras tomamos un frugal desayuno de fruta, zumos y galletas, Stas aparece con un bol de fideos prefabricados, lleno del agua caliente que ha conseguido del samovar común del vagón. Acompaña todo ello con una cerveza. De grandes dimensiones. Como podemos, nos enteramos de parte de su epopeya. Es de Tomks, la ciudad en la que hemos hecho una de las paradas nocturnas, y se dirige a Irkutsk. Para un partido de fútbol. Se esfuerza en ser simpático y en compartir sus cosas con nosotros. Le rechazamos un trago de cerveza y bromea con un “Pibo, Vodka, Aspirin” que nos parece diáfano. Poco después otro ruso aparece en la puerta de nuestra camareta. Este es más joven y mucho más fornido. Habla con Stas que, por sus gestos, le está contando sobre nosotros. Pronto Alexei comparte también espacio con nosotros. Con su ligero inglés y la expresividad de Stas, comenzamos a saber cosas los unos de los otros. Se les nota emocionados de compartir viaje con tres extranjeros. Averiguamos que van al fútbol, sí, pero a jugar. Son de un equipo de Tomks, equivalente a la regional de aquí, y para disputar su encuentro harán, entre la ida y la vuelta, cuatro días de tren. Tienen dos compartimentos de cuatro plazas ocupados y los otros dos – ellos mismos – han tenido que acomodarse en las plazas libres de otras dos camaretas. No hay preguntas acerca de si van a jugar con diez. La conversación se vuelve muy divertida por las diversas cuestiones que van surgiendo. En un momento dado aparece el tema de la familia. Después de relatar cada uno su situación, llega el turno de Alexei. Por lo que entendemos tiene un hijo, pero nada más. Insistimos acerca de padres o hermanos. Paulatinamente, las lágrimas asoman en sus ojos. Decidimos dejarlo aunque Stas no parece afectado lo más mínimo. Hasta en tres ocasiones vuelve a salir el tema de forma espontánea, y en las tres, la reacción del ruso es la misma. En un momento dado, Dani saca un purito de los que trae desde España. Se levanta para ir a fumar en el espacio entre vagones y junto a él marcha Stas que parece querer probar el tabaco hispano. Nosotros seguimos la conversación con Alexei. Nos pregunta sobre música, cine, actores… Tiene mucha curiosidad por todo lo de nuestro país. Pregunta, como no, por las mujeres. Le respondemos que son bellas, como allí. Sonríe. Una sonrisa que muestra la falta de alguna pieza dental y coincide con el regreso de Dani. Preguntamos por Stas. Al parecer se ha fumado el purito a velocidad de vértigo y sigue de charla con su esposa, emocionado con su hallazgo. “Daniel, George, Pavel” repite sin descanso. Alexei se marcha a buscarle. Bromeamos con que no ha resistido al Vega Fina.
Las horas corren al ritmo del tren. Entre lecturas, paseos a través del convoy, fotografías y paradas de diversa duración, el tiempo pasa volando. Un increíble movimiento comercial se produce alrededor del tren en dichas paradas. Los lugareños, en buen número, se agolpan en los andenes con todo tipo de productos; bebidas frías o calientes, latas de conservas, dulces y guisos caseros, verduras, frutas… Un mercado improvisado se monta alrededor de cada llegada del Transiberiano y, en pocos minutos, las transacciones comerciales son numerosas. Forma parte de la economía de estas áridas regiones. En una de ellas, mientras tomo apuntes del natural, se me acerca una jovencita del tren. Me habla en inglés. Me defiendo como puedo. Averigua que soy español y una sonrisa ilumina su rostro. Se llama Olga, es de San Petesburgo y está en el tren como guía de un variopinto grupo de ocho personas de orígenes bien dispares. Le gustaría aprender español para aumentar sus posibilidades de trabajo. “Lo hablas mucho mejor que yo el ruso” le comento bromeando. Sonríe de nuevo. Es agradable. Charlamos hasta que la gente a su cargo comienza a acercarse. Una norteamericana no muy agraciada y bastante antipática, un viejo sudafricano contento porque ganásemos el Mundial en su país, una pareja de atrevidos jubilados ingleses, dos chicas jovencísimas también del mismo país… me pierdo en el recuento. También se acerca Dani. Les presento. La conversación vira al inglés y quedo de oyente. Pero la “Provodnitsa” da la orden de regresar a bordo y quedamos en seguir con la charla más tarde.
De nuevo en el vagón seguimos con el plan anterior salpicado de pequeñas siestas. En un momento dado, pensamos en qué puede haberles sucedido a Stas y Alexei. Hace horas que no los vemos. Justo en la delirante sucesión de teorías conspiratorias que creamos, ambos reaparecen. La noche apunta que será movida.

jueves, 27 de octubre de 2011

De la Plaza Roja a Tian'anmen (VII)

A los caídos... / Als caiguts...  

A pesar del frío / A pesar del fred

Skate en Ekaterimburgo / Skate a Ekaterimburg

Tantos jóvenes... / Tants joves...

La tumba de los Romanov.

El tren llega a su hora. Nos montamos tras pasar los controles de rigor. Seguimos en tercera pero esta vez nos han tocado nichos laterales. No va a ser una gran noche, lo pronostico. No lo esperaba tampoco. Estar al otro lado del pasillo, implica que la mesa que hay a tu disposición es minúscula y que solo hay dos pequeños asientos, parte de la litera de abajo, de los que poder hacer uso. La cena es copiosa. Todo lo copiosa que las circunstancias permiten. La compra en el mercado de la ciudad nos permite tener más variedad que la noche anterior. Intentamos entablar relación con los componentes de la camareta de mis compañeros - en la mía hay un grupo de chicos jóvenes, tal vez militares, que dividen su tiempo entre póker y risas con un nulo interés en confraternizar -. A pesar de nuestra buena disposición, el idioma sigue siendo una barrera infranqueable. Hay gestos amables, poco más. Los rusos siguen mostrándose impenetrables y absolutamente faltos de curiosidad. Así que, una vez liquidada la cena, decidimos dormir. Acostado en mi espacio, de algo más de metro sesenta, miro curiosos alrededor. Sé que la noche no va a ser la más cómoda y me resigno a ello. Fuera luces. Silencio absoluto en el vagón. O casi. El grupo de chavales se agazapa en la penumbra y siguen con sus actividades. No por mucho tiempo. La “provodnitsa” hace honor a la rígida fama de su gremio. Dos palabras y el silencio es sepulcral. Paso la noche en duermevela. Cada vez que intento estirarme, o mis pies tropiezan en la parte baja o mi cabeza en la alta de la litera. La vigilia permite comprobar la cantidad de trenes que se cruzan con nosotros en ese periodo de tiempo. Imagino cada uno de ellos como una parpadeante luz en un enorme mapa de la Rusia siberiana. Ese mapa se convertiría cada noche en un espectacular árbol navideño con el perfil del territorio. No hay otra forma, tan barata y eficaz, para atravesar un país de estas dimensiones. Para los rusos forma indisoluble parte de su modus vivendi. Acompañado por la calma, tengo tiempo incluso, de darme algún paseo por el vagón. A la altura de mis ojos, bellos rostros de adolescentes rusas salpican el camino. Rostros dulces en viaje, para ellas, habitual.
Amanece, y el tren se acerca a las inmediaciones de Ekaterimburgo. Durante la noche hemos cruzado los Urales. A pesar de que se venda esta ciudad como la última del continente europeo, y de que el paisaje de abedules y delgadas coníferas no haya dejado de acompañarnos casi desde la salida de Kazán, técnicamente estamos en Asia. La estación de Ekaterimburgo, al igual que las ya visitadas, es imponente. De estilo austero, nos recibe con una pizca más de frío que el vivido hasta entonces. Ekaterimburgo es una ciudad rusa, con todo lo que ello implica. Ya no existe ese halo musulmán que sobrevolaba nuestro anterior destino. Aquí todo huele a ruso y mucho, todavía, a soviético. Callejeamos por la ciudad en busca de los puntos recomendados por las guías. Algunas iglesias ortodoxas donde somos bien recibidos, y calles anchas y espaciosas trufadas de silenciosos vehículos, son los elementos más destacables. Una lluvia no muy intensa pero constante nos acompaña. Visitamos una monumental escultura dedicada a las víctimas de las guerras rusas del 79 al 89. En cada uno de los seis pilares que representan cada uno, un año, hay grabados diversos nombres - entre veinte y más de cien - de jóvenes de Ekaterimburgo muertos en estas confrontaciones. Todos ellos tendrían ahora una edad similar a la mía.      
A mediodía, y en busca de uno de los restaurantes que nos indica la guía, acabamos por aterrizar en un pub de moda que, además, sirve comidas. Curiosamente, y a pesar de las bondades del menú – internacional de exquisitos sabores y texturas con toques de modernidad –, lo que quedará grabado a fuego en nuestra memoria serán los servicios del lugar. Para bien o para mal, sospechamos que este será el último baño que merezca ese nombre en muchos días y miles de kilómetros. Con olor a limpio, con jabón y toallas en el sitio que se presupone, con una televisión “fundida” en el espejo de entrada ofreciendo canales musicales… Casi lo imprescindible para instalarse allí.
Después de una opípara comida seguimos con el periplo. Caminamos hasta la Iglesia de la Sangre, construida en el lugar donde se alzaba la casa del comerciante en la que retuvieron a los Romanov hasta el momento de su asesinato. Hay una pequeña edificación de madera justo al lado que se mantiene idéntica al momento del suceso. A pesar de su cercanía a una gran avenida y la importancia de lo sucedido allí en la historia de este país, el lugar es solitario. Paradójicamente se respira paz.
Se acelera la caída de la tarde y emprendemos el regreso a la estación. De camino compramos pan “extraño” en una pastelería bien surtida de todo, menos de pan. Después entramos en un supermercado para rearmar nuestra despensa. Vamos hacia dos días y medio en tren y es preferible ir surtidos, que después ya se sabe... El supermercado es primitivo pero parece bien abastecido. Buscamos la zona de conservas y, descubrimos nuestro error. No hay forma de encontrar otra cosa que las consabidas sardinas, arenques o vaya usted a saber qué pescado, en el sempiterno aceite. Ya echamos de menos la riqueza de nuestro tapeo. Después de cargar el carro con las provisiones, pagamos en caja. Justo al salir Dani, suena el detector. Rápidamente se detiene. Todos nos miran con muy mala cara. El encargado del supermercado aparece de inmediato. Intentamos explicar con gestos que no llevamos nada que no hayamos pagado antes. Aquel hombre nos ignora por completo. Con mala cara, y algunos de los dependientes cerrando la salida, el tipo comienza un exhaustivo registro que lleva a mi compañero a parecer antes un narcotraficante colombiano, que alguien que haya tomado un paquete de ganchitos por error. Miramos perplejos. Bromeamos en español para intentar quitar hierro a lo que está sucediendo pero no deja de parecernos más que excesivo. Ante la falta de pruebas nos dejan marchar. Aún así, su perversa mirada nos acompaña incluso cuando nos alejamos en el exterior.
Pasado el pequeño susto y convencidos de que Dani no acabará el viaje sin haber probado un cárcel rusa, enfilamos rumbo a la estación. Aceleramos. El tiempo perdido en la discusión, y el no saber exactamente a qué distancia se halla ésta, hace que temamos por los horarios. No nos viene mal el paso alegre pues se ha levantado un ligero viento y el frío cala los huesos, hasta el punto que Pablo ha de dejarme un jersey de sobra que lleva. La estación no aparece tan lejana como pensábamos y todavía tenemos tiempo a tomar unas cervezas, lanzar fotos “paparazzi” y gastar sesenta rublos extra en el uso del aseo del bar en el que ¡estamos consumiendo! Tras recuperar nuestras mochilas de la “Kamera Krajina”, y no sin descifrar que el encargado quiere monedas españolas antes de dejar que las cojamos, nos encaminamos a la vía correspondiente.

lunes, 24 de octubre de 2011

De la Plaza Roja a Tian-anmen (VI)


La mezquita del Kremlin / La mesquita del Kremlin


Verdulera en el mercado tártaro / Verdulaire al mercat tàrtar

Avenida comercial de Kazán / Avinguda comercial de Kazan
6.- Esas tierras bañadas por el Volga.

Amanece. Miro al otro lado. “La señora” duerme. En algún momento de la noche debe haber ido hasta el baño y ahora, además de seguir exactamente vestida como la dejamos la noche anterior, luce un aparatoso rulo moldeando su flequillo. Tomo mis útiles de aseo y me encamino al baño del otro extremo del vagón. Me lavo, es un decir, en el pequeño lavabo. Su grifo funciona al presionar un pulsador situado en la propia boca. Ello implica no poder utilizar ambas manos al unísono. Lavo una después de la otra y la cara con una sola de ellas. Hago uso después del metálico inodoro. Si anoche, visto el estado del lugar, aún tuve alguna ligera precaución, esa mañana me aposento como si se tratase del sillón orejero de casa. El vagón está en plena ebullición. Preparamos las mochilas para el descenso. Kazán no es estación “Termini” y el tren se detiene lo justo. Ya preparados, y en un último intento por evitar ser protagonistas de las pesadillas de los niños tártaros, ayudo con la maleta a “la señora”. Me sonríe y susurra un leve “spasíva”. Algo he logrado. Mis compañeros me miran como si fuese un caso perdido. Lo soy. Lo sé. Al mismo tiempo, alguien tantea mi espalda con rotundidad. Me vuelvo. Al otro lado del pasillo, las dos ancianas señalan decididas sus maletas. Me dedico a bajar equipajes de lo alto, enrollar colchones y subirlos junto con las almohadas al espacio que han dejado libres éstos. El tren se detiene. Música folklórica, proveniente de la megafonía de la estación, acompaña la llegada. Salimos del andén y buscamos la consigna. Nada nos indica donde está. Después de una frenética busca, una joven rusa, con más gestos que palabras, acaba por entendernos. Nos acompaña. La “Kamera Jraneniya” – consigna – se sitúa en la parte más profunda del edificio, algo que, como comprobaremos de nuevo, es común denominador en las estaciones rusas.
Libres de carga vagamos por las calles de Kazán. Un par de modestas mezquitas que, ante la dificultad de encontrar el acceso- también las miradas de reojo de algunos lugareños nos ayudan a desistir – contemplamos solo por fuera, nos llevan al mercado. Bullicioso pero más “civilizado” de lo esperado, solo en algunas zonas como las de carne o pescado, nos asombra la naturalidad con que exponen el producto. Aunque la ciudad - especialmente por el empuje que en los últimos años ha tenido su equipo de fútbol, auspiciado por el petróleo - está bastante acostumbrada a los occidentales, en un ambiente como éste no dejamos de ser elementos peculiares. Muchos saludos, numerosa gente ofreciendo sus productos, aún a sabiendas que no será posible que lo compremos, y bastante curiosidad hacia nosotros. En especial cuando averiguan nuestra procedencia. Tras el breve paseo y con la convicción de regresar esa misma tarde para adquirir provisiones, nos dirigimos al Kremlin.
Atravesamos el Volga y enfilamos por calles que Dani, plano en mano, indica. Sin más, ante nuestros ojos, la combinación del blanco de sus muros con la madera natural de sus tejados y la vegetación que parcialmente lo envuelve, nos proporciona una imagen del Kremlin de mayor “nobleza” que la que nos ofreció el de Moscú. Su interior, en cambio, no deja de ser una sucesión de edificios gubernamentales bastante neutros. Tan solo la iglesia ortodoxa y una espectacular mezquita en blanco y esmeralda, tienen interés suficiente para dedicar tiempo a visitarlas. Sorprende que, al contrario que en Moscú, el interior de los templos esté tan bien cuidado. Iconos, restaurados y excelentemente preservados, comparten vivos colores con el aparatoso pan de oro sobre robustas tablas de madera tártara. Disfrutamos de él y sus magníficas vistas sobre el río hasta que el mediodía hace que nuestros estómagos reclamen.
Un pequeño pub, de cierta modernidad, es el escondrijo perfecto para refrescar la abrasadora mañana vivida. En el frescor del edificio, tomamos un par de cervezas del país. Después, apenas doblada la esquina, y algo obnubilados por el alcohol en ayunas, entramos en un pequeño restaurante. De inmediato caemos en la cuenta que son locales comunicados, y que si unos chicos regentaban aquel, éste lo rige la madre – imaginamos en nuestro delirio por fabular coherencia alrededor de todo cuanto vemos -. Sentados sobre cojines de vivos estampados y alrededor de una mesa baja, repasamos una y otra vez una carta de la que no entendemos nada. La patrona ve nuestros rostros perplejos y nos ofrece una colorista carta abarrotada de fotografías, patronímicos en ruso y precios en rublos. En la espera, y por no desesperarse, marcha a atender alguna de las otras ocho o diez mesas que se reparten por el local. Además, separada por unos cortinajes, una larga mesa ornamentada con flores y lista para albergar a una veintena de personas, preside un pequeño espacio adyacente. Inspirados por las imágenes y ante la duda de si aquella mujer será capaz de atender ella sola a todo el mundo en el momento lleguen los de la supuesta celebración, nos decidimos raudos. No tardan los platos en llegar a la mesa. Sabrosa pero austera, disfrutamos de la gastronomía propia de esta zona. De repente comienzan a entrar mujeres ataviadas con elegantes vestimentas… de hace treinta años. Entre ellas, algunos niños y un par de hombres. Su presencia desvela que no se trata de una despedida de soltera. Sin beber demasiado, ellas charlan y charlan sin cesar. De vez en cuando todas callan y solo una, situada en el centro de la mesa, se pone en pie y lanza una larga perorata hacia alguna de las presentes. La aludida agacha su cabeza ruborizada y las demás aplauden. Así sucede una y otra vez sin que lleguemos a conocer el sentido de los hechos. A pesar de los intentos, finalizamos la comida sin saber más. Salimos a la calle. El sol, en todo lo alto, sigue calentando de lo lindo. A pesar de llevar poco tiempo de viaje, siento un enorme cansancio que atribuyo al calor.
Con su casi millón de habitantes, la capital tártara de Rusia se nos muestra como una ciudad de aspecto solitario. Son muchas las calles por las que caminamos sin encontrar apenas viandantes. Visitamos el exterior de su Universidad. La forman diversos edificios que combinan neoclásico con la más aburrida degeneración del suprematismo soviet. El dato más llamativo de ésta no es otro que entre sus estudiantes se alineó en su momento, Vladimir Ilich Lenin. Dos o tres calles en paralelo a ésta, encontramos algunas anchas avenidas mucho más comerciales – las únicas de la ciudad hasta ahora –. En estas sí parece concentrarse toda la población viva de Kazán. Además de numerosos comercios, hallamos músicos callejeros, malabaristas, bailarines de break-dance e incluso algún que otro charlatán en la acepción más noble del término. Pasamos un buen rato callejeando antes de reemprender el regreso hacia la estación. De camino, como habíamos previsto, nos aprovisionamos en el mercado. Unos pequeños pescados en salazón embolsados o unos tarros de una especie de boquerones en vinagre cuyo tamaño – es evidente que no son boquerones sino algún otro tipo de pescado – le dan el aspecto de encurtidos de lonchas de serpiente, conforman la compra más curiosa.

lunes, 17 de octubre de 2011

De la Plaza Roja a Tian'anmen (V)

Incorporándose a filas / Incorporant-se a files

Sin pasar por taquilla / Sense passar per taquilla


5.- De camino al país tártaro.

Tras un azaroso día visitando Moscú, y cargados como mulos, tomamos el metro para supuestamente descender en la estación donde tomaremos nuestro primer tren, el que nos dirige a Kazan. Tras dudar un poco, hay tres enormes edificios con el rótulo de estación en su parte alta en una misma plaza, nos decidimos por uno de ellos. La estación moscovita es, en esas horas de la tarde, un lugar ciertamente inhóspito. Bajo una fachada imponente – como buena parte de las que encontraremos en este país – hallamos un edificio funcionarial con un muy presente estilo soviético. Numerosos viajeros esperan en pulcro silencio en las enormes salas de espera. Otros tantos van de un lugar a otro en busca de solucionar pequeños problemas surgidos de la operativa diaria. Las mujeres con vestimentas tradicionales se mezclan con otras de elegancia demodé. Superando elevadas rejas, algunos jóvenes acceden a los andenes sin el consabido billete. Otros intentan negociar un pequeño soborno con el encargado de las llaves que, no sin echar un rápido vistazo alrededor, acaba por abrir el candado que cierra la verja y dejarlos pasar sin control.
Dani ha ido a cambiar los localizadores por billetes físicos. Mientras, Pablo, ha tomado veinte rublos del fondo y se ha encaminado a los baños de la estación. Busca evitar vivir el traqueteo ante los compromisos corporales. Así que, en solitario, sentado en el suelo y rodeado de mochilas, tengo ese mismo aspecto que, en más de una ocasión, me ha hecho mirar de reojo a viajeros poco recomendables. Juego con la cámara – sin el menor éxito - en busca de mi foto "Robert Capa". Mis dos compañeros regresan con ambas misiones cumplidas. Cargamos bártulos y nos encaminamos a la vía correspondiente. Falta una hora para la partida pero, ante la duda, preferimos seguir la táctica de que sobre tiempo antes que la de improvisar un recorrido que nos desmontaría por completo nuestra compleja planificación. Descargamos en el andén y de nuevo quedo de guardia. Dani y Pablo van por provisiones para nuestra primera cena a bordo y el posterior desayuno y como uno es el que lleva el dinero y el otro el que aún no quiere renunciar a algún capricho gastronómico, acepto el rol asignado. Numerosos militares, apenas niños, pasean sus petates de un lado a otro. Parece que se encaminan a su primer destino y mucho me temo que, en pocos meses, esos rostros algo asustados, apenas inocentes, mutarán en los de feroces veteranos que han presenciado situaciones que les cambiarán para siempre. Algunos de ellos realizan las últimas compras antes de partir a destino. Otros, acompañados de escuálidas muchachas de piel azulada, se dedican a despedirse con cinematográficos besos a tornillo. Un grito marcial hace que todos ellos formen al fondo del andén en que me encuentro. Con la mirada al frente, con sus grandes gorras de plato – que afición hay en este país por la pomposidad, firmes hasta lo inverosímil, escuchan las últimas instrucciones del mando. No muy lejos, las muchachas, unidas a mujeres mayores, y a pesar de falsas sonrisas, dejan escapar furtivas lágrimas que recorren de manera abstracta sus mejillas. Junto a ambas, hombres recios, recuerdan impasibles un pasado que, sin duda, ofrece más motivos de bochorno que de orgullo.     
Algunos minutos después llegan las provisiones. Y mis compañeros. Lo primero que me muestran son las relucientes botellas de cerveza. Seguimos con las de medio litro para no perder la costumbre, y con nueva marca en busca de la piedra filosofal de la cerveza rusa.
El tren, áspero, austero, ruso, ya se ha situado en la vía. Desde donde estamos no vemos el final del convoy pero todo indica que son más de una veintena de vagones. Las puertas se abren y la "provodnitsa" – encargada del vagón - de cada uno de ellos se sitúa junto a la puerta para comprobar los billetes. Buscamos nuestro número y nos acercamos a la puerta. La encargada, menuda, enfurruñada, nos reclama los pasaportes. Se los entregamos. Comprueba las fotos y con un seco gesto, indica que podemos pasar. Ocupamos nuestras literas en un vagón de tercera. Hemos repartido las noches entre segunda y tercera por conocer el ambiente que se respira en ambas clases. Poco a poco el vagón se llena y el bullicio se adueña del espacio. Aunque no muy escandalosos, la presencia de más de cincuenta rusos, entre los que hay repartidos por igual, hombres, mujeres, niños y ancianos, acaba por crear ese murmullo que nos acompañará hasta que la azafata se decida a poner orden. No hay extranjeros en tercera, es lo primero que comprobamos. Así que nuestra presencia es como un elemento perturbador que “amenaza” el funcionamiento regular del vagón. Nos situamos en nuestras literas. Tenemos dos de la parte baja y una de la superior - se mantienen plegadas buena parte del viaje -. Al otro lado del pasillo, cerrando de forma parcial un supuesto espacio de seis literas, dos señoras de edad avanzada intercambian sus pareceres sin apenas prestarnos atención. El tren está a punto de partir cuando una mujer de edad similar a la mía hace su aparición. Ella es la ocupante de la cuarta litera. Su gesto de pánico al vernos, deja a las claras el efecto que causamos en estas gentes cuando deben compartir espacio con extranjeros. Intento mostrarme amable y la ayudo a subir su maleta a la parte alta de las literas. Ella lanza un “spasiva” – gracias - apenas audible y se sienta en el extremo inferior de la litera que ocupa Pablo. El tren arranca y sacamos la cena. Desplegamos en la escueta mesa que hay entre las dos literas todo nuestro arsenal. El pollo asado, el pan, las latas de conservas radioactivas, las botellas de Baltika – la cerveza de San Petesburgo – en su versión nueve grados… La mujer rusa obvia mirar. Ha entablado una ligera conversación con las dos señoras del otro lado del pasillo y mira de reojo cuando ambas le hacen comentarios. Le ofrezco algo de comida que me rechaza con un gesto tímido. Visto que va a ser difícil entablar ningún contacto, nos centramos en la cena. Comemos, charlamos y reímos. Nuestra aventura está en marcha y los comentarios jocosos son numerosos. De pronto Pablo nos lanza “La señora está rezando”. Sorprendido la miro. En efecto, mientras las otras dos mujeres están preparando sus literas para dormir, la mujer que nos acompaña está con los ojos cerrados, la cabeza baja y susurrando algo que parece una oración. Apenas finaliza, y tras santiguarse, sube hasta la litera de arriba y vestida como va, se mete bajo las ajadas sábanas que le ha proporcionado la "provodnitsa". Nada que hacer. Nos ponemos los extravagantes pijamas que cada uno se ha “diseñado” para el viaje y nos deslizamos en nuestras literas dispuestos a pasar nuestra primera noche en el tren.

viernes, 14 de octubre de 2011

De la Plaza Roja a Tian'anmen (IV)

El edificio de la KGB / L'edifici de la KGB

Cambio de guardia / Canvi de guàrdia

Ante la tumba del soldado desconocido / Davant la tomba del soldat desconegut 


4.- La decepcionante capital rusa.

Despierto. La luz del sol en mi rostro. Aunque lleve tiempo amanecido. Aunque la noche no haya acabado de cerrarse por completo… Miro alrededor. Todos duermen. Doy media vuelta en la cama y observo la ventana sin interés. De reojo, algo llama mi atención. El alfeizar de ésta, está plagado de billetes. Rublos, yenes, y Dios sabe cuantas divisas más, se hallan esparcidas sin orden ni concierto por él. Incluso el suelo se tapiza con parte de ellas. Me asomo por ver si mi vecino de litera es consciente de semejante desparrame. Es un japonés que se cruzó levemente con nosotros el día anterior. Estado de coma. Vestido únicamente con su slip de diseño, se halla despanzurrado sobre la cama. Imagino que el party fue tan enorme como su actual estado de bendición. No dejo de asombrarme. Mientras yo he pasado la noche con la mochila como amante, con cámara y dinero en su interior, este hombre duerme con placidez extrema rodeado por su vertiente económica. No tengo duda que, aunque de esa forma es posible encontrarte algún día sin blanca, este joven vive con una inaudita y envidiable paz de espíritu.
Inicio mis abluciones matinales antes que el regimiento se ponga en marcha. Cuando regreso a la habitación, Pablo organiza su equipaje y Dani se despereza en la cama. Me visto rápido y les espero, esbozando apuntes a pincel, en el espacio común del piso. Pronto Pablo me acompaña. Conversamos sobre el plan del día. Sin preámbulo, un hombre sobrepasando la frontera de los cincuenta, se dirige a mí; “Sepan que hablo español”. “No estábamos hablando mal de nadie”, me defiendo asombrado ante cierta agresividad de su tono. “No, no me malinterprete. Solo que les escuché y…”. Ningún problema, claro. Nos presentamos. Se interesa por el tiempo que vamos a pasar en Moscú. Le contamos que poco y a continuación nuestro viaje. Conoce casi todos los destinos, y de todos nos da indicaciones. Dice ser argentino, haber vivido en medio mundo, y haber visitado el otro medio. Lamenta, de forma sincera, no haber vivido en España. La conoce por supuesto. Barcelona, clama. Llega por fin Dani y nos disponemos a salir. Una última advertencia “Vayan ustedes con mucho cuidado. Moscú es una ciudad muy peligrosa y los varones jóvenes suelen ser las principales víctimas”. Nos recomienda que no nos separemos. Agradecemos el consejo.
Sigo a mis cicerones. Ya conocen el entorno. Nos hallamos cerca de los puntos de interés. Pronto nos encontramos en los aledaños del Kremlin. Visitamos en primer lugar la tumba de Lenin. A pesar de ser temprano, la cola ya es disuasoria. Es sábado, claro. Tras dejar cámaras, bolsas y botellas de agua dentro de una única mochila, en una consigna donde no cobran por volumen sino únicamente por número de bultos, nos situamos en una fila donde todavía sufriremos diversos controles. A través de un arco electrónico, tras un control policial, después de otra revisión visual, avanzamos metros. Por fin el mausoleo. El paso por su interior es rápido y nadie se demora un suspiro. Vigilantes malcarados lo impiden. Visionas la momia desde tres de sus cuatro lados. Ya estás fuera de nuevo. Sin apenas darte cuenta. El resultado es decepcionante. Es cierto que no esperaba demasiado, pero un animatronic sin batería podría suplir la momia y el resultado final sería idéntico. Supongo que el mito pesa mucho para los rusos, pero hay formas menos grotescas de mantener vivo su espíritu.
Nos encaminamos al Kremlin (castillo) de la ciudad. Tras más de una hora de espera en taquillas, por parte de Pablo y Dani - tiempo que aprovecho para avanzar puestos en la otra cola, la de acceso al recinto – nos deslizamos al interior entre un tumulto. Funcionariales edificios comparten espacio con las diversas iglesias ortodoxas que los robustos muros protegen. Las visitamos una por una y sorprenden, positivamente, los iconos que albergan. Hay incluso retablos, de los siglos XVI y XVII, donde se narran historias mediante imágenes y textos en viñetas – otro precursor del lenguaje de los tebeos -. Hacia el otro lado decanta la balanza, el pésimo estado de conservación de unas iglesias, lugar de peregrinaje de los rusos y que cargan con toda la simbología de haber resistido el paso de los soviets y su afán por destruir cualquier cosa que oliese a religión.
El Kremlin es enorme y tardamos cerca de tres horas en recorrerlo. A la salida, y con mayor tranquilidad, nos encaminamos a una Plaza Roja solo vista de paso mientras aguardábamos la entrada a la tumba de Lenin. En nuestro caminar encontramos, desde veteranos de la guerra de Chechenia reclamando dignidad en forma de paga, hasta un fondón Spiderman que, con la Perestroika, parece decidido a defender el país de un retorno de los soviets. Hay rusos paseando de un lado a otro, comiendo y bebiendo sin pudor ni mesura – es espectacular la de gente que bebe enormes cervezas en plena calle -. Todos los tics del denostado capitalismo afloran en una clase media moscovita desesperada por adaptarse al nuevo estado. Muy cerca de allí, un McDonalds, resume de forma gráfica el cambio de esta nación.  
Entramos en la Plaza Roja. A partir del recuerdo de las fotos vistas del famoso desfile militar, intento descifrar la dirección de paso de los ejércitos y el lugar exacto donde se sitúan los máximos mandatarios. Con ello más o menos claro, escruto todos sus rincones. Como no, mi vista se dirige a uno de sus extremos. Allí, majestuosa, presidiendo todo, se alza San Basilio. Parejas de novios, acompañadas o no de otros invitados, se fotografían con la conocida iglesia de fondo. Según nos acercamos, compruebo que la famosa San Basilio es como esas despampanantes mujeres que, a cincuenta metros de distancia atrapan irremediablemente tu atención, pero que jamás deberías dejar que se acercasen a menos de veinte. No solo es el deterioro del conjunto sino el tipo de materiales usados en su construcción lo que la convierte en un pequeño bluff. Mayor es la decepción cuando visitamos el interior. Poco cuidada, mal señalizada, con utensilios de obras recientes dejados por cualquier rincón, de laberínticos y minúsculos espacios que no permiten disfrutar como si puede hacerse en las grandes catedrales católicas de Europa. Apenas media hora después, sentados en las escaleras de acceso, decidimos donde comer.
La comida es buena y no demasiado cara para ser un sitio chic en unas galerías de moda. Miramos la hora y decidimos dar un último paseo por la Plaza antes de regresar al hostel a por los equipajes. Hay tiempo para una anécdota más. Dani ha lanzado una foto a la Catedral, con la peculiaridad de que realmente esta solo es el pintoresco fondo para inmortalizar a un grupo de policías con sus desmesuradas gorras de plato y su coche oficial. Pronto, uno de los policías le llama. Y los demás le rodean. En ruso, y sin muchas contemplaciones, le demandan que muestre la foto lanzada. Dani pulsa botones y les enseña la instantánea. Por sus gestos, más que por sus palabras, entiende que no puede fotografiarlos y debe borrarla de inmediato si no quiere mayores problemas. Tras hacerlo se encamina hacia nosotros. Lo vemos venir y con risa levemente nerviosa nos dice que a punto ha estado de visitar una de las temibles comisarías moscovitas. De regreso, aún hay tiempo de pasar ante el mítico edificio de la KGB. Su aspecto, aburrido y funcionarial, nos muestra un edificio que no respira, por ninguno de sus ladrillos, el misterioso halo que de él esperamos.
Poco, muy poco para las expectativas, nos ha ofrecido Moscú. Tal solo la sensación única, de hallarse en un lugar con un pasado arrebatador.

lunes, 10 de octubre de 2011

De la Plaza Roja a Tian'anmen (III)

Iglesia ortodoxa / Església ortodoxa

De guardia por el Kremlin / De guàrdia pel Kremlin
Ya en Moscú.
  
Ja a Moscou.

3.- Al otro lado del desvanecido telón de acero


Es mi turno. La robusta funcionaria rusa que revisa pasaportes me hace señales desde su garita para que me acerque. El trámite es rápido y tras un par de vistazos al pasaporte y a mí, que procuro me pillen con una amable sonrisa en el rostro, me lanza un brusco gesto con la mano indicándome que siga.

A partir de aquí todo se acelera. Salgo raudo de aquella zona y recojo mi mochila el primero. Sigo las indicaciones recibidas durante la mañana de mis compañeros de viaje, a quienes imagino cómodamente instalados en el centro de Moscú, y en nada estoy en la taquilla de cambio. Dejo los euros y tomo los rublos. Compro mi billete de ferrocarril e instintivamente me pongo en una de las colas ocupada por gente que parece va a acceder al andén. Esperamos, Y en la espera, un tipo se me acerca. Me pregunta en inglés si aquel es el acceso al tren de la ciudad. Su aspecto me sugiere responderle en castellano. Acierto. Me cuenta que vive en Madrid aunque su origen es Mediterráneo. Esperamos a que abran el paso y juntos montamos en el amplio y moderno automotor. Ya instalados me cuenta que es informático. Su empresa tenía una sucursal en Moscú que con la crisis ha tenido que cerrar; “ahora es más práctico y barato enviar un técnico desde España”. – “Entonces, ¿estás aquí por trabajo?” – No, – me responde – tengo una novia rusa y de vez en cuando viajo a verla. 

A mi mente, y sin más, acuden todos los tópicos imaginables. Veo a la rubia de piel extremadamente blanca, labios rojos y eternas piernas, atrapando al pardillo con el único fin de huir de la depresión postperestroika. Una de tantas que, o capturan presa fácil, o acaban en algún club de alterne de la Europa del Euro. Mientras mi cabeza fabula, él sigue con su cháchara. Me narra que la conoció aquí y que, desde entonces, entre los viajes de él a Moscú y los de ella a Madrid, cada mes y medio o dos meses comparten fin de semana. Están pensando en ponerse a vivir juntos y solo falta decidir el lugar. Moscú tiene mayor futuro profesional para ambos, pero el invierno es muy crudo aquí y él no acaba de acostumbrarse. Bromeo con que ese día ha salido bueno y me responde con un viejo chiste siberiano; “Este año hemos tenido suerte, el verano ha caído en fin de semana”. Seguimos hablando de la vida en Rusia y de los contrastes que encuentra cada vez que viaja aquí. Me dice que ha tomado unos días de vacaciones y que van a viajar a San Petersburgo. “La mejor ciudad de Rusia según los nativos”. Está encantado. Cuando le comento nuestro periplo, queda un poco chafado “Con lo que estaba presumiendo yo de viaje exótico”. La charla es agradable y el tipo majo. Yo lo veo más instalado en el frío que en el propio Madrid, pero es más que posible que nunca llegue a conocer el fin de esta historia.
A la llegada a la estación, poco más de cuarenta minutos después, una bonita rusa de larga cabellera morena, ojos verdes y curvas rotundas donde éstas deben lucirse, aparece y, con un casto beso, arrastra a mi compañero de viaje que se despide apresurado. Se desmorona la fabulación, pero me alegra ver que marchan felices y que, tal vez sí, sea esta la ocasión de conseguir esa estabilidad vital que aquel hombre persigue.
Permanezco allí, de pie, rodeado de centenares de rusos que van de un tren a otro, de decenas de policías que vigilan que todo se desarrolle en el consabido orden, y de mis propias incertezas que vuelven a hacerme dudar de porqué estoy allí. Todo a la espera de, más que ver yo a mis dos compinches, sean ellos los que me vean a mí. De pronto un presentimiento. Estoy en tierra de espías y, no sé si sugestionado o no, me siento observado. Miro a mi alrededor, escruto rostros, busco gestos sospechosos, y como no podía ser de otro modo, noto que estoy siendo blanco de una cámara de fotos. La sostiene Dani en una mano, mientras en la otra porta un enorme botellín de cerveza – 600 cl. -. Detrás de él, la media sonrisa de Pablo, me indica que estos dos zorros, no han perdido el tiempo en ese escaso día que me llevan de ventaja.    
La llegada al hostel es rápida a través del profundísimo metro de Moscú. Las estaciones, concebidas como obras de arte, tienen todas ellas un excesivo aire decadente. El alojamiento se sitúa en una estrecha calle cercana a la avenida Tverskaya, una de las arterias comerciales de la ciudad. Cuando nos acercamos al portal de entrada, veo que el abandono del metro no es nada comparado con lo que aquí encontramos. La desolación es total. Y si bien, desde la distancia, todos los edificios mantienen un aspecto imponente y atractivo, según te acercas, éste se desmorona. Placas de timbres colgando de sus propios hilos, cerraduras arrancadas, cadenas y candados intentando cerrar lo imposible, puertas parcheadas con planchas de madera, pasquines de todo tipo encolados cubriendo parte del acceso, graffittis, suciedad, y estrellas de cinco puntas por todas partes… Compruebo que lo que encontramos en el interior no es mucho mejor. El ascensor es digno de protagonizar una película de M.Night Shyamalan. Mi cara debe ser un poema y las risas de mis compañeros delatan que esperaban una reacción de este tipo. Después de esperar en vano que el ascensor se ponga en marcha decidimos subir a pie. Lo hacemos por una destartalada escalera hasta el cuarto piso. En algunos de los rellanos encontramos sillones u otro tipo de muebles que parecen no pertenecer a nadie.
El hostel está en un amplio y, en su momento elegante, apartamento en el que han abarrotado algunas de sus habitaciones con literas. Lo regentan unos chavales que pasan sus días conectados a internet o viendo películas americanas en su ordenador. Entrego la reserva y me indican la habitación en la que estoy instalado. Diez personas dormiremos allí esa noche recordándome mis años mozos. Jóvenes de los más diversos países hacen que me convierta, de inmediato, en el Grandfather del hostel. Descargo mi mochila y salimos a patear Moscú. Son ya cerca de las nueve de la noche y entre vuelos y cambios horarios tengo la sensación de que el día se ha desvanecido. Ya en la calle observo que hay excesiva claridad en el cielo para la hora que es. Numerosos músicos, artistas, funambulistas, pícaros, cubren las aceras frente a los comercios. Ofrecen, a cambio de unos pocos rublos, su arte a los distintos transeúntes. Sacamos dinero de un cajero. Pulsamos las teclas instintivamente pues solo se nos ofrece un idioma: el ruso.
Vagamos sin rumbo un rato más. Observo a mi alrededor. Sigo sin creer que me hallo en Moscú. En la mítica capital de la Unión Soviética, aquella que tanta y tanta tinta han hecho correr novelistas de todo tipo. Paseo por las calles que he leído describir a LeCarré tantas veces… Pablo apunta que podríamos buscar un restaurante. A las once las cocinas moscovitas cierran y se convierte en un problema encontrar un lugar donde cenar. Mi escepticismo sobre que una capital de esta envergadura se rija por esa norma, les lleva a comentar que haga caso, sus estómagos lo sufrieron la noche anterior. Nos decidimos por un establecimiento al azar de entre los recomendados por una de las guías que manejamos. Pedimos cocina rusa y la verdad es que todo está delicioso. Justo cuando comentamos la posibilidad de repetir uno de los platos y otra ronda de cervezas, nos dicen que la cocina está cerrada. Debemos terminar lo que hay sobre la mesa con celeridad; el restaurante cierra en pocos minutos y se convierte en pub. Nos miramos perplejos y preguntamos si nos servirían una copa, nos responden que sin el menor problema. No lo podemos creer. Acabamos con lo que tenemos entre manos y decidimos tomar dicha copa en otro lugar. Callejeamos por el centro de la ciudad disfrutando de una noche fresca pero apacible. Por doquier aparecen jóvenes rusas embutidas en ajustados tejanos o con minifaldas más que minis. La longitud de sus piernas y su exquisito moldeado nos tiene anonadados. Es una especia de agradable invasión que nos acorrala sin piedad. Por supuesto ni un gesto, ni una mirada, ni una sonrisa a tres europeos con pinta de no dedicarse al lucrativo negocio del petróleo y sus derivados. No, tampoco parecemos pertenecer a la peligrosa mafia rusa.
Un pub inglés con público cosmopolita, es el lugar decidido para cerrar esta primera noche de viaje. Mirando a un cielo, cuya negrura no acaba de cerrarse y que según vayamos prolongando el viaje hacia el norte, se convertirá en apenas un suspiro, no dejo de pensar en qué diabólica aventura nos hemos embarcado.




jueves, 6 de octubre de 2011

De la Plaza Roja a Tian’anmen (II)

Calles de Moscú / Carrers de Moscou

Avenida Tverskaya / Avinguda Tverskaya

Nueva entrega del viaje.
  
Nova entrega del viatge.



2. Encadenando vuelos.


Embarco. Un pequeño bimotor de Iberia operado por Vueling. La mayor parte del pasaje a esas horas, son ejecutivos en viaje de trabajo. Los miro divertido; "Si supierais la que voy a liar sin ser de Al-Qaeda" pienso. Pronto, volamos. Un vuelo tranquilo y rápido. En el aeropuerto me manejo bien, a pesar de la fama que cargo desde la fatídica noche que, en Marrakech, arrastre a mis compañeros, de forma involuntaria, a conocer el lumpen de la ciudad. Recojo la mochila y me dirijo al mostrador de facturación a Moscú. La cola es desmesurada y lo tomo con paciencia. Delante de mí, un tipo, vestido por completo de negro y con una gorra del mismo color calada hasta las cejas, se muestra, junto a una montaña de maletas, muy inquieto. Va y viene hasta el mostrador en distintas ocasiones. Yen cada una de ellas me mira como pensando que he metido mano en su equipaje. A priori parece alguien versado en esto de los viajes. Un tipo duro incluso, con sus cabellos plateados asomando desordenadamente por debajo de la gorra. Me pregunto si será un ruso, miembro de alguna mafia fabulo… Hasta que su calzado le delata. Zapatillas a cuadros sin cordones de cierto estilo vintage. “Descubierto”, parece que se vuelve locuaz. No es ruso como me temía, sino catalán. Por su procedencia tan solo - Barcelona según me dice - pues su acento le delata como de la cornisa cantábrica. Me pregunta mi destino, “Moscú”, le digo. Pregunto por el suyo. “Tokio” responde. Va a ver a su mujer japonesa. Parpadeo. Comienza a interesarme la historia. No acabo de ver yo a este tipo seduciendo a una japonesa hasta el punto de llevarla a pasar por el altar o cualquiera que sea la ceremonia con la que certificaron su relación. A pesar de mis intentos, la charla se prolonga con vaguedades acerca de la crisis y los políticos. Parece el tema estrella de la mañana. Llegamos a los mostradores de facturación. Mi mochila ya esta de camino a Rusia mientras mi compañero de cola sigue enfrascado en una kafkiana discusión con la responsable de la compañía. Abandono el lugar con la convicción de que no va a quedar inconcluso su relato.

Tres horas por delante en Barajas y ya sé que no me voy a aburrir. Me llega el primer mensaje de mis compañeros. Se preocupan por mi situación y me citan en la misma estación a la que llega el tren desde el aeropuerto en lugar del hostel en que estamos alojados. Les doy el ok. Pico algo junto a una mujer ausente de aire sofisticado. Voy hasta la puerta de embarque. Ya esperan muchos de los pasajeros. Paso el tiempo entre lecturas y esbozos rápidos a pincel en el cuaderno de viaje que me he construido. Entonces aparece mi compañero de cola. Sigue en forma. Comienzo a indagar sobre su historia. Según me cuenta mis ojos van tomando el tamaño de dos hula-hops para hipopótamo. Encontró a la japonesa de viaje por Gijón. Un amor a primera vista. Alucino. Se casaron – no pregunto el rito – y él marchó a vivir con ella a Tokio. Pero claro, no es millonario. Por eso vuelve de vez en cuando. Sabe cuatro palabras en japonés pero la mayor parte de la comunicación la tienen en un inglés que ninguno de los dos domina. Él pasa temporadas de varios meses en Barcelona – por lo del trabajo - y después pasa otros tantos meses allá con ella. Según avanza en su relato, y viendo como es, cada vez alucino más con la historia de este hombre, no muy seguro de si mismo, que es capaz de atravesar medio mundo varias veces al año para mantener una extraña vida conyugal. Ah, el amor… Al mismo tiempo que charlo con él, dos peculiares andaluces están montando un show en medio del pasillo del aeropuerto. Uno de aspecto simiesco, no muy alto y cargado de cadenas y escapularios. El otro, altísimo y muy delgado, con el cabello largo y ensortijado y una ceñida camiseta del centenario del Betis. Y después me pregunto el porqué de ciertos tópicos de los españoles por el mundo. Llega la hora del embarque y ambos quedamos en seguir la conversación a bordo.
Tengo ventanilla en el avión y a mi lado se sientan Diego y Lucas dos treintañeros de aspecto neohippie. El que está junto a mí, deja una gruesa guía de China en la red que tiene en la trasera del asiento delantero. Eso me anima a preguntarle a donde se encaminan. Van a Hong Kong para después recorrer buena parte del centro de China y adentrarse en el Tíbet. Les narro nuestra aventura y comenzamos una afable charla. Tras intercambiar experiencias cada uno se sumerge en la lectura y el viaje pasa de forma rápida. De vez en cuando observo la gorra de mí compañero de cola, su quietud me indica que debe hallarse en plena siesta – no sé si hispana o japonesa -.

A la llegada a Moscú me despido de Diego y Lucas y me encamino hacia la zona de recogida de equipajes. En la cola me encuentro con mi “amigo”. Sigue charlando de forma muy animada, me cuenta de su viaje, de que es la primera vez que lo hace vía Moscú – por tema de pasta - y mil cosas más. La revisión de pasaportes se eterniza. No hay mucho ánimo en los funcionarios rusos. Con Stalin esto no pasaba, pienso. De pronto caigo en la cuenta de algo. Si mi compañero va a volar a Tokio, no debe pasar por este control, está en tránsito. Se lo comento. Se me queda mirando sorprendido. Le señalo un rótulo que indica que su lugar es el piso de arriba. Sonríe, me desea buen viaje y se despide. Sube por la escalera automática, da media vuelta y, tras alzar el brazo para despedirse de nuevo, está a punto de dar de bruces en el suelo. Lo veo partir y pienso, si él atraviesa medio mundo a trompicones, no debe de ser tan difícil llevar a cabo nuestro viaje.

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