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lunes, 10 de octubre de 2011

De la Plaza Roja a Tian'anmen (III)

Iglesia ortodoxa / Església ortodoxa

De guardia por el Kremlin / De guàrdia pel Kremlin
Ya en Moscú.
  
Ja a Moscou.

3.- Al otro lado del desvanecido telón de acero


Es mi turno. La robusta funcionaria rusa que revisa pasaportes me hace señales desde su garita para que me acerque. El trámite es rápido y tras un par de vistazos al pasaporte y a mí, que procuro me pillen con una amable sonrisa en el rostro, me lanza un brusco gesto con la mano indicándome que siga.

A partir de aquí todo se acelera. Salgo raudo de aquella zona y recojo mi mochila el primero. Sigo las indicaciones recibidas durante la mañana de mis compañeros de viaje, a quienes imagino cómodamente instalados en el centro de Moscú, y en nada estoy en la taquilla de cambio. Dejo los euros y tomo los rublos. Compro mi billete de ferrocarril e instintivamente me pongo en una de las colas ocupada por gente que parece va a acceder al andén. Esperamos, Y en la espera, un tipo se me acerca. Me pregunta en inglés si aquel es el acceso al tren de la ciudad. Su aspecto me sugiere responderle en castellano. Acierto. Me cuenta que vive en Madrid aunque su origen es Mediterráneo. Esperamos a que abran el paso y juntos montamos en el amplio y moderno automotor. Ya instalados me cuenta que es informático. Su empresa tenía una sucursal en Moscú que con la crisis ha tenido que cerrar; “ahora es más práctico y barato enviar un técnico desde España”. – “Entonces, ¿estás aquí por trabajo?” – No, – me responde – tengo una novia rusa y de vez en cuando viajo a verla. 

A mi mente, y sin más, acuden todos los tópicos imaginables. Veo a la rubia de piel extremadamente blanca, labios rojos y eternas piernas, atrapando al pardillo con el único fin de huir de la depresión postperestroika. Una de tantas que, o capturan presa fácil, o acaban en algún club de alterne de la Europa del Euro. Mientras mi cabeza fabula, él sigue con su cháchara. Me narra que la conoció aquí y que, desde entonces, entre los viajes de él a Moscú y los de ella a Madrid, cada mes y medio o dos meses comparten fin de semana. Están pensando en ponerse a vivir juntos y solo falta decidir el lugar. Moscú tiene mayor futuro profesional para ambos, pero el invierno es muy crudo aquí y él no acaba de acostumbrarse. Bromeo con que ese día ha salido bueno y me responde con un viejo chiste siberiano; “Este año hemos tenido suerte, el verano ha caído en fin de semana”. Seguimos hablando de la vida en Rusia y de los contrastes que encuentra cada vez que viaja aquí. Me dice que ha tomado unos días de vacaciones y que van a viajar a San Petersburgo. “La mejor ciudad de Rusia según los nativos”. Está encantado. Cuando le comento nuestro periplo, queda un poco chafado “Con lo que estaba presumiendo yo de viaje exótico”. La charla es agradable y el tipo majo. Yo lo veo más instalado en el frío que en el propio Madrid, pero es más que posible que nunca llegue a conocer el fin de esta historia.
A la llegada a la estación, poco más de cuarenta minutos después, una bonita rusa de larga cabellera morena, ojos verdes y curvas rotundas donde éstas deben lucirse, aparece y, con un casto beso, arrastra a mi compañero de viaje que se despide apresurado. Se desmorona la fabulación, pero me alegra ver que marchan felices y que, tal vez sí, sea esta la ocasión de conseguir esa estabilidad vital que aquel hombre persigue.
Permanezco allí, de pie, rodeado de centenares de rusos que van de un tren a otro, de decenas de policías que vigilan que todo se desarrolle en el consabido orden, y de mis propias incertezas que vuelven a hacerme dudar de porqué estoy allí. Todo a la espera de, más que ver yo a mis dos compinches, sean ellos los que me vean a mí. De pronto un presentimiento. Estoy en tierra de espías y, no sé si sugestionado o no, me siento observado. Miro a mi alrededor, escruto rostros, busco gestos sospechosos, y como no podía ser de otro modo, noto que estoy siendo blanco de una cámara de fotos. La sostiene Dani en una mano, mientras en la otra porta un enorme botellín de cerveza – 600 cl. -. Detrás de él, la media sonrisa de Pablo, me indica que estos dos zorros, no han perdido el tiempo en ese escaso día que me llevan de ventaja.    
La llegada al hostel es rápida a través del profundísimo metro de Moscú. Las estaciones, concebidas como obras de arte, tienen todas ellas un excesivo aire decadente. El alojamiento se sitúa en una estrecha calle cercana a la avenida Tverskaya, una de las arterias comerciales de la ciudad. Cuando nos acercamos al portal de entrada, veo que el abandono del metro no es nada comparado con lo que aquí encontramos. La desolación es total. Y si bien, desde la distancia, todos los edificios mantienen un aspecto imponente y atractivo, según te acercas, éste se desmorona. Placas de timbres colgando de sus propios hilos, cerraduras arrancadas, cadenas y candados intentando cerrar lo imposible, puertas parcheadas con planchas de madera, pasquines de todo tipo encolados cubriendo parte del acceso, graffittis, suciedad, y estrellas de cinco puntas por todas partes… Compruebo que lo que encontramos en el interior no es mucho mejor. El ascensor es digno de protagonizar una película de M.Night Shyamalan. Mi cara debe ser un poema y las risas de mis compañeros delatan que esperaban una reacción de este tipo. Después de esperar en vano que el ascensor se ponga en marcha decidimos subir a pie. Lo hacemos por una destartalada escalera hasta el cuarto piso. En algunos de los rellanos encontramos sillones u otro tipo de muebles que parecen no pertenecer a nadie.
El hostel está en un amplio y, en su momento elegante, apartamento en el que han abarrotado algunas de sus habitaciones con literas. Lo regentan unos chavales que pasan sus días conectados a internet o viendo películas americanas en su ordenador. Entrego la reserva y me indican la habitación en la que estoy instalado. Diez personas dormiremos allí esa noche recordándome mis años mozos. Jóvenes de los más diversos países hacen que me convierta, de inmediato, en el Grandfather del hostel. Descargo mi mochila y salimos a patear Moscú. Son ya cerca de las nueve de la noche y entre vuelos y cambios horarios tengo la sensación de que el día se ha desvanecido. Ya en la calle observo que hay excesiva claridad en el cielo para la hora que es. Numerosos músicos, artistas, funambulistas, pícaros, cubren las aceras frente a los comercios. Ofrecen, a cambio de unos pocos rublos, su arte a los distintos transeúntes. Sacamos dinero de un cajero. Pulsamos las teclas instintivamente pues solo se nos ofrece un idioma: el ruso.
Vagamos sin rumbo un rato más. Observo a mi alrededor. Sigo sin creer que me hallo en Moscú. En la mítica capital de la Unión Soviética, aquella que tanta y tanta tinta han hecho correr novelistas de todo tipo. Paseo por las calles que he leído describir a LeCarré tantas veces… Pablo apunta que podríamos buscar un restaurante. A las once las cocinas moscovitas cierran y se convierte en un problema encontrar un lugar donde cenar. Mi escepticismo sobre que una capital de esta envergadura se rija por esa norma, les lleva a comentar que haga caso, sus estómagos lo sufrieron la noche anterior. Nos decidimos por un establecimiento al azar de entre los recomendados por una de las guías que manejamos. Pedimos cocina rusa y la verdad es que todo está delicioso. Justo cuando comentamos la posibilidad de repetir uno de los platos y otra ronda de cervezas, nos dicen que la cocina está cerrada. Debemos terminar lo que hay sobre la mesa con celeridad; el restaurante cierra en pocos minutos y se convierte en pub. Nos miramos perplejos y preguntamos si nos servirían una copa, nos responden que sin el menor problema. No lo podemos creer. Acabamos con lo que tenemos entre manos y decidimos tomar dicha copa en otro lugar. Callejeamos por el centro de la ciudad disfrutando de una noche fresca pero apacible. Por doquier aparecen jóvenes rusas embutidas en ajustados tejanos o con minifaldas más que minis. La longitud de sus piernas y su exquisito moldeado nos tiene anonadados. Es una especia de agradable invasión que nos acorrala sin piedad. Por supuesto ni un gesto, ni una mirada, ni una sonrisa a tres europeos con pinta de no dedicarse al lucrativo negocio del petróleo y sus derivados. No, tampoco parecemos pertenecer a la peligrosa mafia rusa.
Un pub inglés con público cosmopolita, es el lugar decidido para cerrar esta primera noche de viaje. Mirando a un cielo, cuya negrura no acaba de cerrarse y que según vayamos prolongando el viaje hacia el norte, se convertirá en apenas un suspiro, no dejo de pensar en qué diabólica aventura nos hemos embarcado.




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