Iglesia ortodoxa / Església ortodoxa |
De guardia por el Kremlin / De guàrdia pel Kremlin |
Ya en Moscú.
Ja a Moscou.
3.- Al otro lado del
desvanecido telón de acero
Es mi turno. La robusta
funcionaria rusa que revisa pasaportes me hace señales desde su garita para que
me acerque. El trámite es rápido y tras un par de vistazos al pasaporte y a mí,
que procuro me pillen con una amable sonrisa en el rostro, me lanza un brusco
gesto con la mano indicándome que siga.
A partir de aquí todo se
acelera. Salgo raudo de aquella zona y recojo mi mochila el primero. Sigo las
indicaciones recibidas durante la mañana de mis compañeros de viaje, a quienes
imagino cómodamente instalados en el centro de Moscú, y en nada estoy en la
taquilla de cambio. Dejo los euros y tomo los rublos. Compro mi billete de
ferrocarril e instintivamente me pongo en una de las colas ocupada por gente
que parece va a acceder al andén. Esperamos, Y en la espera, un tipo se me
acerca. Me pregunta en inglés si aquel es el acceso al tren de la ciudad. Su
aspecto me sugiere responderle en castellano. Acierto. Me cuenta que vive en
Madrid aunque su origen es Mediterráneo. Esperamos a que abran el paso y juntos
montamos en el amplio y moderno automotor. Ya instalados me cuenta que es
informático. Su empresa tenía una sucursal en Moscú que con la crisis ha tenido
que cerrar; “ahora es más práctico y barato enviar un técnico desde España”. –
“Entonces, ¿estás aquí por trabajo?” – No, – me responde – tengo una novia rusa
y de vez en cuando viajo a verla.
A mi mente, y sin más,
acuden todos los tópicos imaginables. Veo a la rubia de piel extremadamente
blanca, labios rojos y eternas piernas, atrapando al pardillo con el único fin
de huir de la depresión postperestroika. Una de tantas que, o capturan presa
fácil, o acaban en algún club de alterne de la Europa del Euro. Mientras mi
cabeza fabula, él sigue con su cháchara. Me narra que la conoció aquí y que,
desde entonces, entre los viajes de él a Moscú y los de ella a Madrid, cada mes
y medio o dos meses comparten fin de semana. Están pensando en ponerse a vivir
juntos y solo falta decidir el lugar. Moscú tiene mayor futuro profesional para
ambos, pero el invierno es muy crudo aquí y él no acaba de acostumbrarse.
Bromeo con que ese día ha salido bueno y me responde con un viejo chiste
siberiano; “Este año hemos tenido suerte, el verano ha caído en fin de semana”.
Seguimos hablando de la vida en Rusia y de los contrastes que encuentra cada
vez que viaja aquí. Me dice que ha tomado unos días de vacaciones y que van a
viajar a San Petersburgo. “La mejor ciudad de Rusia según los nativos”. Está
encantado. Cuando le comento nuestro periplo, queda un poco chafado “Con lo que
estaba presumiendo yo de viaje exótico”. La charla es agradable y el tipo majo.
Yo lo veo más instalado en el frío que en el propio Madrid, pero es más que
posible que nunca llegue a conocer el fin de esta historia.
A la llegada a la estación,
poco más de cuarenta minutos después, una bonita rusa de larga cabellera
morena, ojos verdes y curvas rotundas donde éstas deben lucirse, aparece y, con
un casto beso, arrastra a mi compañero de viaje que se despide apresurado. Se
desmorona la fabulación, pero me alegra ver que marchan felices y que, tal vez
sí, sea esta la ocasión de conseguir esa estabilidad vital que aquel hombre
persigue.
Permanezco allí, de pie,
rodeado de centenares de rusos que van de un tren a otro, de decenas de
policías que vigilan que todo se desarrolle en el consabido orden, y de mis
propias incertezas que vuelven a hacerme dudar de porqué estoy allí. Todo a la
espera de, más que ver yo a mis dos compinches, sean ellos los que me vean a
mí. De pronto un presentimiento. Estoy en tierra de espías y, no sé si
sugestionado o no, me siento observado. Miro a mi alrededor, escruto rostros,
busco gestos sospechosos, y como no podía ser de otro modo, noto que estoy
siendo blanco de una cámara de fotos. La sostiene Dani en una mano, mientras en
la otra porta un enorme botellín de cerveza – 600 cl. -. Detrás de él, la media
sonrisa de Pablo, me indica que estos dos zorros, no han perdido el tiempo en
ese escaso día que me llevan de ventaja.
La llegada al hostel es
rápida a través del profundísimo metro de Moscú. Las estaciones, concebidas
como obras de arte, tienen todas ellas un excesivo aire decadente. El
alojamiento se sitúa en una estrecha calle cercana a la avenida Tverskaya, una
de las arterias comerciales de la ciudad. Cuando nos acercamos al portal de
entrada, veo que el abandono del metro no es nada comparado con lo que aquí
encontramos. La desolación es total. Y si bien, desde la distancia, todos los
edificios mantienen un aspecto imponente y atractivo, según te acercas, éste se
desmorona. Placas de timbres colgando de sus propios hilos, cerraduras
arrancadas, cadenas y candados intentando cerrar lo imposible, puertas
parcheadas con planchas de madera, pasquines de todo tipo encolados cubriendo
parte del acceso, graffittis, suciedad, y estrellas de cinco puntas por todas
partes… Compruebo que lo que encontramos en el interior no es mucho mejor. El
ascensor es digno de protagonizar una película de M.Night Shyamalan. Mi cara
debe ser un poema y las risas de mis compañeros delatan que esperaban una
reacción de este tipo. Después de esperar en vano que el ascensor se ponga en
marcha decidimos subir a pie. Lo hacemos por una destartalada escalera hasta el
cuarto piso. En algunos de los rellanos encontramos sillones u otro tipo de
muebles que parecen no pertenecer a nadie.
El hostel está en un amplio
y, en su momento elegante, apartamento en el que han abarrotado algunas de sus
habitaciones con literas. Lo regentan unos chavales que pasan sus días
conectados a internet o viendo películas americanas en su ordenador. Entrego la
reserva y me indican la habitación en la que estoy instalado. Diez personas
dormiremos allí esa noche recordándome mis años mozos. Jóvenes de los más
diversos países hacen que me convierta, de inmediato, en el Grandfather del
hostel. Descargo mi mochila y salimos a patear Moscú. Son ya cerca de las nueve
de la noche y entre vuelos y cambios horarios tengo la sensación de que el día
se ha desvanecido. Ya en la calle observo que hay excesiva claridad en el cielo
para la hora que es. Numerosos músicos, artistas, funambulistas, pícaros,
cubren las aceras frente a los comercios. Ofrecen, a cambio de unos pocos
rublos, su arte a los distintos transeúntes. Sacamos dinero de un cajero.
Pulsamos las teclas instintivamente pues solo se nos ofrece un idioma: el ruso.
Vagamos sin rumbo un rato
más. Observo a mi alrededor. Sigo sin creer que me hallo en Moscú. En la mítica
capital de la Unión Soviética, aquella que tanta y tanta tinta han hecho correr
novelistas de todo tipo. Paseo por las calles que he leído describir a LeCarré
tantas veces… Pablo apunta que podríamos buscar un restaurante. A las once las
cocinas moscovitas cierran y se convierte en un problema encontrar un lugar
donde cenar. Mi escepticismo sobre que una capital de esta envergadura se rija
por esa norma, les lleva a comentar que haga caso, sus estómagos lo sufrieron
la noche anterior. Nos decidimos por un establecimiento al azar de entre los
recomendados por una de las guías que manejamos. Pedimos cocina rusa y la
verdad es que todo está delicioso. Justo cuando comentamos la posibilidad de
repetir uno de los platos y otra ronda de cervezas, nos dicen que la cocina
está cerrada. Debemos terminar lo que hay sobre la mesa con celeridad; el
restaurante cierra en pocos minutos y se convierte en pub. Nos miramos
perplejos y preguntamos si nos servirían una copa, nos responden que sin el
menor problema. No lo podemos creer. Acabamos con lo que tenemos entre manos y
decidimos tomar dicha copa en otro lugar. Callejeamos por el centro de la
ciudad disfrutando de una noche fresca pero apacible. Por doquier aparecen
jóvenes rusas embutidas en ajustados tejanos o con minifaldas más que minis. La
longitud de sus piernas y su exquisito moldeado nos tiene anonadados. Es una
especia de agradable invasión que nos acorrala sin piedad. Por supuesto ni un
gesto, ni una mirada, ni una sonrisa a tres europeos con pinta de no dedicarse
al lucrativo negocio del petróleo y sus derivados. No, tampoco parecemos
pertenecer a la peligrosa mafia rusa.
Un pub inglés con público cosmopolita, es el lugar decidido para
cerrar esta primera noche de viaje. Mirando a un cielo, cuya negrura no acaba
de cerrarse y que según vayamos prolongando el viaje hacia el norte, se
convertirá en apenas un suspiro, no dejo de pensar en qué diabólica aventura
nos hemos embarcado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario