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viernes, 14 de octubre de 2011

De la Plaza Roja a Tian'anmen (IV)

El edificio de la KGB / L'edifici de la KGB

Cambio de guardia / Canvi de guàrdia

Ante la tumba del soldado desconocido / Davant la tomba del soldat desconegut 


4.- La decepcionante capital rusa.

Despierto. La luz del sol en mi rostro. Aunque lleve tiempo amanecido. Aunque la noche no haya acabado de cerrarse por completo… Miro alrededor. Todos duermen. Doy media vuelta en la cama y observo la ventana sin interés. De reojo, algo llama mi atención. El alfeizar de ésta, está plagado de billetes. Rublos, yenes, y Dios sabe cuantas divisas más, se hallan esparcidas sin orden ni concierto por él. Incluso el suelo se tapiza con parte de ellas. Me asomo por ver si mi vecino de litera es consciente de semejante desparrame. Es un japonés que se cruzó levemente con nosotros el día anterior. Estado de coma. Vestido únicamente con su slip de diseño, se halla despanzurrado sobre la cama. Imagino que el party fue tan enorme como su actual estado de bendición. No dejo de asombrarme. Mientras yo he pasado la noche con la mochila como amante, con cámara y dinero en su interior, este hombre duerme con placidez extrema rodeado por su vertiente económica. No tengo duda que, aunque de esa forma es posible encontrarte algún día sin blanca, este joven vive con una inaudita y envidiable paz de espíritu.
Inicio mis abluciones matinales antes que el regimiento se ponga en marcha. Cuando regreso a la habitación, Pablo organiza su equipaje y Dani se despereza en la cama. Me visto rápido y les espero, esbozando apuntes a pincel, en el espacio común del piso. Pronto Pablo me acompaña. Conversamos sobre el plan del día. Sin preámbulo, un hombre sobrepasando la frontera de los cincuenta, se dirige a mí; “Sepan que hablo español”. “No estábamos hablando mal de nadie”, me defiendo asombrado ante cierta agresividad de su tono. “No, no me malinterprete. Solo que les escuché y…”. Ningún problema, claro. Nos presentamos. Se interesa por el tiempo que vamos a pasar en Moscú. Le contamos que poco y a continuación nuestro viaje. Conoce casi todos los destinos, y de todos nos da indicaciones. Dice ser argentino, haber vivido en medio mundo, y haber visitado el otro medio. Lamenta, de forma sincera, no haber vivido en España. La conoce por supuesto. Barcelona, clama. Llega por fin Dani y nos disponemos a salir. Una última advertencia “Vayan ustedes con mucho cuidado. Moscú es una ciudad muy peligrosa y los varones jóvenes suelen ser las principales víctimas”. Nos recomienda que no nos separemos. Agradecemos el consejo.
Sigo a mis cicerones. Ya conocen el entorno. Nos hallamos cerca de los puntos de interés. Pronto nos encontramos en los aledaños del Kremlin. Visitamos en primer lugar la tumba de Lenin. A pesar de ser temprano, la cola ya es disuasoria. Es sábado, claro. Tras dejar cámaras, bolsas y botellas de agua dentro de una única mochila, en una consigna donde no cobran por volumen sino únicamente por número de bultos, nos situamos en una fila donde todavía sufriremos diversos controles. A través de un arco electrónico, tras un control policial, después de otra revisión visual, avanzamos metros. Por fin el mausoleo. El paso por su interior es rápido y nadie se demora un suspiro. Vigilantes malcarados lo impiden. Visionas la momia desde tres de sus cuatro lados. Ya estás fuera de nuevo. Sin apenas darte cuenta. El resultado es decepcionante. Es cierto que no esperaba demasiado, pero un animatronic sin batería podría suplir la momia y el resultado final sería idéntico. Supongo que el mito pesa mucho para los rusos, pero hay formas menos grotescas de mantener vivo su espíritu.
Nos encaminamos al Kremlin (castillo) de la ciudad. Tras más de una hora de espera en taquillas, por parte de Pablo y Dani - tiempo que aprovecho para avanzar puestos en la otra cola, la de acceso al recinto – nos deslizamos al interior entre un tumulto. Funcionariales edificios comparten espacio con las diversas iglesias ortodoxas que los robustos muros protegen. Las visitamos una por una y sorprenden, positivamente, los iconos que albergan. Hay incluso retablos, de los siglos XVI y XVII, donde se narran historias mediante imágenes y textos en viñetas – otro precursor del lenguaje de los tebeos -. Hacia el otro lado decanta la balanza, el pésimo estado de conservación de unas iglesias, lugar de peregrinaje de los rusos y que cargan con toda la simbología de haber resistido el paso de los soviets y su afán por destruir cualquier cosa que oliese a religión.
El Kremlin es enorme y tardamos cerca de tres horas en recorrerlo. A la salida, y con mayor tranquilidad, nos encaminamos a una Plaza Roja solo vista de paso mientras aguardábamos la entrada a la tumba de Lenin. En nuestro caminar encontramos, desde veteranos de la guerra de Chechenia reclamando dignidad en forma de paga, hasta un fondón Spiderman que, con la Perestroika, parece decidido a defender el país de un retorno de los soviets. Hay rusos paseando de un lado a otro, comiendo y bebiendo sin pudor ni mesura – es espectacular la de gente que bebe enormes cervezas en plena calle -. Todos los tics del denostado capitalismo afloran en una clase media moscovita desesperada por adaptarse al nuevo estado. Muy cerca de allí, un McDonalds, resume de forma gráfica el cambio de esta nación.  
Entramos en la Plaza Roja. A partir del recuerdo de las fotos vistas del famoso desfile militar, intento descifrar la dirección de paso de los ejércitos y el lugar exacto donde se sitúan los máximos mandatarios. Con ello más o menos claro, escruto todos sus rincones. Como no, mi vista se dirige a uno de sus extremos. Allí, majestuosa, presidiendo todo, se alza San Basilio. Parejas de novios, acompañadas o no de otros invitados, se fotografían con la conocida iglesia de fondo. Según nos acercamos, compruebo que la famosa San Basilio es como esas despampanantes mujeres que, a cincuenta metros de distancia atrapan irremediablemente tu atención, pero que jamás deberías dejar que se acercasen a menos de veinte. No solo es el deterioro del conjunto sino el tipo de materiales usados en su construcción lo que la convierte en un pequeño bluff. Mayor es la decepción cuando visitamos el interior. Poco cuidada, mal señalizada, con utensilios de obras recientes dejados por cualquier rincón, de laberínticos y minúsculos espacios que no permiten disfrutar como si puede hacerse en las grandes catedrales católicas de Europa. Apenas media hora después, sentados en las escaleras de acceso, decidimos donde comer.
La comida es buena y no demasiado cara para ser un sitio chic en unas galerías de moda. Miramos la hora y decidimos dar un último paseo por la Plaza antes de regresar al hostel a por los equipajes. Hay tiempo para una anécdota más. Dani ha lanzado una foto a la Catedral, con la peculiaridad de que realmente esta solo es el pintoresco fondo para inmortalizar a un grupo de policías con sus desmesuradas gorras de plato y su coche oficial. Pronto, uno de los policías le llama. Y los demás le rodean. En ruso, y sin muchas contemplaciones, le demandan que muestre la foto lanzada. Dani pulsa botones y les enseña la instantánea. Por sus gestos, más que por sus palabras, entiende que no puede fotografiarlos y debe borrarla de inmediato si no quiere mayores problemas. Tras hacerlo se encamina hacia nosotros. Lo vemos venir y con risa levemente nerviosa nos dice que a punto ha estado de visitar una de las temibles comisarías moscovitas. De regreso, aún hay tiempo de pasar ante el mítico edificio de la KGB. Su aspecto, aburrido y funcionarial, nos muestra un edificio que no respira, por ninguno de sus ladrillos, el misterioso halo que de él esperamos.
Poco, muy poco para las expectativas, nos ha ofrecido Moscú. Tal solo la sensación única, de hallarse en un lugar con un pasado arrebatador.

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