A los caídos... / Als caiguts... |
A pesar del frío / A pesar del fred |
Skate en Ekaterimburgo / Skate a Ekaterimburg |
Tantos jóvenes... / Tants joves... |
La tumba de los Romanov.
El tren llega a su hora. Nos
montamos tras pasar los controles de rigor. Seguimos en tercera pero esta vez
nos han tocado nichos laterales. No va a ser una gran noche, lo pronostico. No
lo esperaba tampoco. Estar al otro lado del pasillo, implica que la mesa que
hay a tu disposición es minúscula y que solo hay dos pequeños asientos, parte
de la litera de abajo, de los que poder hacer uso. La cena es copiosa. Todo lo
copiosa que las circunstancias permiten. La compra en el mercado de la ciudad
nos permite tener más variedad que la noche anterior. Intentamos entablar
relación con los componentes de la camareta de mis compañeros - en la mía hay
un grupo de chicos jóvenes, tal vez militares, que dividen su tiempo entre póker
y risas con un nulo interés en confraternizar -. A pesar de nuestra buena
disposición, el idioma sigue siendo una barrera infranqueable. Hay gestos
amables, poco más. Los rusos siguen mostrándose impenetrables y absolutamente
faltos de curiosidad. Así que, una vez liquidada la cena, decidimos dormir.
Acostado en mi espacio, de algo más de metro sesenta, miro curiosos alrededor.
Sé que la noche no va a ser la más cómoda y me resigno a ello. Fuera luces. Silencio
absoluto en el vagón. O casi. El grupo de chavales se agazapa en la penumbra y
siguen con sus actividades. No por mucho tiempo. La “provodnitsa” hace honor a
la rígida fama de su gremio. Dos palabras y el silencio es sepulcral. Paso la
noche en duermevela. Cada vez que intento estirarme, o mis pies tropiezan en la
parte baja o mi cabeza en la alta de la litera. La vigilia permite comprobar la
cantidad de trenes que se cruzan con nosotros en ese periodo de tiempo. Imagino
cada uno de ellos como una parpadeante luz en un enorme mapa de la Rusia
siberiana. Ese mapa se convertiría cada noche en un espectacular árbol navideño
con el perfil del territorio. No hay otra forma, tan barata y eficaz, para
atravesar un país de estas dimensiones. Para los rusos forma indisoluble parte
de su modus vivendi. Acompañado por la calma, tengo tiempo incluso, de darme
algún paseo por el vagón. A la altura de mis ojos, bellos rostros de
adolescentes rusas salpican el camino. Rostros dulces en viaje, para ellas,
habitual.
Amanece, y el tren se acerca
a las inmediaciones de Ekaterimburgo. Durante la noche hemos cruzado los
Urales. A pesar de que se venda esta ciudad como la última del continente
europeo, y de que el paisaje de abedules y delgadas coníferas no haya dejado de
acompañarnos casi desde la salida de Kazán, técnicamente estamos en Asia. La
estación de Ekaterimburgo, al igual que las ya visitadas, es imponente. De
estilo austero, nos recibe con una pizca más de frío que el vivido hasta
entonces. Ekaterimburgo es una ciudad rusa, con todo lo que ello implica. Ya no
existe ese halo musulmán que sobrevolaba nuestro anterior destino. Aquí todo
huele a ruso y mucho, todavía, a soviético. Callejeamos por la ciudad en busca
de los puntos recomendados por las guías. Algunas iglesias ortodoxas donde
somos bien recibidos, y calles anchas y espaciosas trufadas de silenciosos
vehículos, son los elementos más destacables. Una lluvia no muy intensa pero
constante nos acompaña. Visitamos una monumental escultura dedicada a las
víctimas de las guerras rusas del 79 al 89. En cada uno de los seis pilares que
representan cada uno, un año, hay grabados diversos nombres - entre veinte y
más de cien - de jóvenes de Ekaterimburgo muertos en estas confrontaciones.
Todos ellos tendrían ahora una edad similar a la mía.
A mediodía, y en busca de
uno de los restaurantes que nos indica la guía, acabamos por aterrizar en un
pub de moda que, además, sirve comidas. Curiosamente, y a pesar de las bondades
del menú – internacional de exquisitos sabores y texturas con toques de modernidad
–, lo que quedará grabado a fuego en nuestra memoria serán los servicios del
lugar. Para bien o para mal, sospechamos que este será el último baño que
merezca ese nombre en muchos días y miles de kilómetros. Con olor a limpio, con
jabón y toallas en el sitio que se presupone, con una televisión “fundida” en
el espejo de entrada ofreciendo canales musicales… Casi lo imprescindible para instalarse
allí.
Después de una opípara
comida seguimos con el periplo. Caminamos hasta la Iglesia de la Sangre, construida
en el lugar donde se alzaba la casa del comerciante en la que retuvieron a los
Romanov hasta el momento de su asesinato. Hay una pequeña edificación de madera
justo al lado que se mantiene idéntica al momento del suceso. A pesar de su
cercanía a una gran avenida y la importancia de lo sucedido allí en la historia
de este país, el lugar es solitario. Paradójicamente se respira paz.
Se acelera la caída de la
tarde y emprendemos el regreso a la estación. De camino compramos pan “extraño”
en una pastelería bien surtida de todo, menos de pan. Después entramos en un
supermercado para rearmar nuestra despensa. Vamos hacia dos días y medio en tren
y es preferible ir surtidos, que después ya se sabe... El supermercado es
primitivo pero parece bien abastecido. Buscamos la zona de conservas y,
descubrimos nuestro error. No hay forma de encontrar otra cosa que las
consabidas sardinas, arenques o vaya usted a saber qué pescado, en el
sempiterno aceite. Ya echamos de menos la riqueza de nuestro tapeo. Después de cargar
el carro con las provisiones, pagamos en caja. Justo al salir Dani, suena el
detector. Rápidamente se detiene. Todos nos miran con muy mala cara. El
encargado del supermercado aparece de inmediato. Intentamos explicar con gestos
que no llevamos nada que no hayamos pagado antes. Aquel hombre nos ignora por
completo. Con mala cara, y algunos de los dependientes cerrando la salida, el
tipo comienza un exhaustivo registro que lleva a mi compañero a parecer antes
un narcotraficante colombiano, que alguien que haya tomado un paquete de
ganchitos por error. Miramos perplejos. Bromeamos en español para intentar
quitar hierro a lo que está sucediendo pero no deja de parecernos más que excesivo.
Ante la falta de pruebas nos dejan marchar. Aún así, su perversa mirada nos
acompaña incluso cuando nos alejamos en el exterior.
Pasado el pequeño susto y
convencidos de que Dani no acabará el viaje sin haber probado un cárcel rusa,
enfilamos rumbo a la estación. Aceleramos. El tiempo perdido en la discusión, y
el no saber exactamente a qué distancia se halla ésta, hace que temamos por los
horarios. No nos viene mal el paso alegre pues se ha levantado un ligero viento
y el frío cala los huesos, hasta el punto que Pablo ha de dejarme un jersey de
sobra que lleva. La estación no aparece tan lejana como pensábamos y todavía
tenemos tiempo a tomar unas cervezas, lanzar fotos “paparazzi” y gastar sesenta
rublos extra en el uso del aseo del bar en el que ¡estamos consumiendo! Tras
recuperar nuestras mochilas de la “Kamera Krajina”, y no sin descifrar que el
encargado quiere monedas españolas antes de dejar que las cojamos, nos
encaminamos a la vía correspondiente.
2 comentarios:
Yo tambien apuesto a que Dani tiene una visita a una de las carceles rusas :)
Mantengamos el suspense!!!!
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