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jueves, 27 de octubre de 2011

De la Plaza Roja a Tian'anmen (VII)

A los caídos... / Als caiguts...  

A pesar del frío / A pesar del fred

Skate en Ekaterimburgo / Skate a Ekaterimburg

Tantos jóvenes... / Tants joves...

La tumba de los Romanov.

El tren llega a su hora. Nos montamos tras pasar los controles de rigor. Seguimos en tercera pero esta vez nos han tocado nichos laterales. No va a ser una gran noche, lo pronostico. No lo esperaba tampoco. Estar al otro lado del pasillo, implica que la mesa que hay a tu disposición es minúscula y que solo hay dos pequeños asientos, parte de la litera de abajo, de los que poder hacer uso. La cena es copiosa. Todo lo copiosa que las circunstancias permiten. La compra en el mercado de la ciudad nos permite tener más variedad que la noche anterior. Intentamos entablar relación con los componentes de la camareta de mis compañeros - en la mía hay un grupo de chicos jóvenes, tal vez militares, que dividen su tiempo entre póker y risas con un nulo interés en confraternizar -. A pesar de nuestra buena disposición, el idioma sigue siendo una barrera infranqueable. Hay gestos amables, poco más. Los rusos siguen mostrándose impenetrables y absolutamente faltos de curiosidad. Así que, una vez liquidada la cena, decidimos dormir. Acostado en mi espacio, de algo más de metro sesenta, miro curiosos alrededor. Sé que la noche no va a ser la más cómoda y me resigno a ello. Fuera luces. Silencio absoluto en el vagón. O casi. El grupo de chavales se agazapa en la penumbra y siguen con sus actividades. No por mucho tiempo. La “provodnitsa” hace honor a la rígida fama de su gremio. Dos palabras y el silencio es sepulcral. Paso la noche en duermevela. Cada vez que intento estirarme, o mis pies tropiezan en la parte baja o mi cabeza en la alta de la litera. La vigilia permite comprobar la cantidad de trenes que se cruzan con nosotros en ese periodo de tiempo. Imagino cada uno de ellos como una parpadeante luz en un enorme mapa de la Rusia siberiana. Ese mapa se convertiría cada noche en un espectacular árbol navideño con el perfil del territorio. No hay otra forma, tan barata y eficaz, para atravesar un país de estas dimensiones. Para los rusos forma indisoluble parte de su modus vivendi. Acompañado por la calma, tengo tiempo incluso, de darme algún paseo por el vagón. A la altura de mis ojos, bellos rostros de adolescentes rusas salpican el camino. Rostros dulces en viaje, para ellas, habitual.
Amanece, y el tren se acerca a las inmediaciones de Ekaterimburgo. Durante la noche hemos cruzado los Urales. A pesar de que se venda esta ciudad como la última del continente europeo, y de que el paisaje de abedules y delgadas coníferas no haya dejado de acompañarnos casi desde la salida de Kazán, técnicamente estamos en Asia. La estación de Ekaterimburgo, al igual que las ya visitadas, es imponente. De estilo austero, nos recibe con una pizca más de frío que el vivido hasta entonces. Ekaterimburgo es una ciudad rusa, con todo lo que ello implica. Ya no existe ese halo musulmán que sobrevolaba nuestro anterior destino. Aquí todo huele a ruso y mucho, todavía, a soviético. Callejeamos por la ciudad en busca de los puntos recomendados por las guías. Algunas iglesias ortodoxas donde somos bien recibidos, y calles anchas y espaciosas trufadas de silenciosos vehículos, son los elementos más destacables. Una lluvia no muy intensa pero constante nos acompaña. Visitamos una monumental escultura dedicada a las víctimas de las guerras rusas del 79 al 89. En cada uno de los seis pilares que representan cada uno, un año, hay grabados diversos nombres - entre veinte y más de cien - de jóvenes de Ekaterimburgo muertos en estas confrontaciones. Todos ellos tendrían ahora una edad similar a la mía.      
A mediodía, y en busca de uno de los restaurantes que nos indica la guía, acabamos por aterrizar en un pub de moda que, además, sirve comidas. Curiosamente, y a pesar de las bondades del menú – internacional de exquisitos sabores y texturas con toques de modernidad –, lo que quedará grabado a fuego en nuestra memoria serán los servicios del lugar. Para bien o para mal, sospechamos que este será el último baño que merezca ese nombre en muchos días y miles de kilómetros. Con olor a limpio, con jabón y toallas en el sitio que se presupone, con una televisión “fundida” en el espejo de entrada ofreciendo canales musicales… Casi lo imprescindible para instalarse allí.
Después de una opípara comida seguimos con el periplo. Caminamos hasta la Iglesia de la Sangre, construida en el lugar donde se alzaba la casa del comerciante en la que retuvieron a los Romanov hasta el momento de su asesinato. Hay una pequeña edificación de madera justo al lado que se mantiene idéntica al momento del suceso. A pesar de su cercanía a una gran avenida y la importancia de lo sucedido allí en la historia de este país, el lugar es solitario. Paradójicamente se respira paz.
Se acelera la caída de la tarde y emprendemos el regreso a la estación. De camino compramos pan “extraño” en una pastelería bien surtida de todo, menos de pan. Después entramos en un supermercado para rearmar nuestra despensa. Vamos hacia dos días y medio en tren y es preferible ir surtidos, que después ya se sabe... El supermercado es primitivo pero parece bien abastecido. Buscamos la zona de conservas y, descubrimos nuestro error. No hay forma de encontrar otra cosa que las consabidas sardinas, arenques o vaya usted a saber qué pescado, en el sempiterno aceite. Ya echamos de menos la riqueza de nuestro tapeo. Después de cargar el carro con las provisiones, pagamos en caja. Justo al salir Dani, suena el detector. Rápidamente se detiene. Todos nos miran con muy mala cara. El encargado del supermercado aparece de inmediato. Intentamos explicar con gestos que no llevamos nada que no hayamos pagado antes. Aquel hombre nos ignora por completo. Con mala cara, y algunos de los dependientes cerrando la salida, el tipo comienza un exhaustivo registro que lleva a mi compañero a parecer antes un narcotraficante colombiano, que alguien que haya tomado un paquete de ganchitos por error. Miramos perplejos. Bromeamos en español para intentar quitar hierro a lo que está sucediendo pero no deja de parecernos más que excesivo. Ante la falta de pruebas nos dejan marchar. Aún así, su perversa mirada nos acompaña incluso cuando nos alejamos en el exterior.
Pasado el pequeño susto y convencidos de que Dani no acabará el viaje sin haber probado un cárcel rusa, enfilamos rumbo a la estación. Aceleramos. El tiempo perdido en la discusión, y el no saber exactamente a qué distancia se halla ésta, hace que temamos por los horarios. No nos viene mal el paso alegre pues se ha levantado un ligero viento y el frío cala los huesos, hasta el punto que Pablo ha de dejarme un jersey de sobra que lleva. La estación no aparece tan lejana como pensábamos y todavía tenemos tiempo a tomar unas cervezas, lanzar fotos “paparazzi” y gastar sesenta rublos extra en el uso del aseo del bar en el que ¡estamos consumiendo! Tras recuperar nuestras mochilas de la “Kamera Krajina”, y no sin descifrar que el encargado quiere monedas españolas antes de dejar que las cojamos, nos encaminamos a la vía correspondiente.

2 comentarios:

KaiserSoze dijo...

Yo tambien apuesto a que Dani tiene una visita a una de las carceles rusas :)

Jordi Peidro dijo...

Mantengamos el suspense!!!!

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