La mezquita del Kremlin / La mesquita del Kremlin |
Verdulera en el mercado tártaro / Verdulaire al mercat tàrtar |
Avenida comercial de Kazán / Avinguda comercial de Kazan |
6.- Esas tierras bañadas por el Volga.
Amanece. Miro al otro lado.
“La señora” duerme. En algún momento de la noche debe haber ido hasta el baño y
ahora, además de seguir exactamente vestida como la dejamos la noche anterior, luce
un aparatoso rulo moldeando su flequillo. Tomo mis útiles de aseo y me encamino
al baño del otro extremo del vagón. Me lavo, es un decir, en el pequeño lavabo.
Su grifo funciona al presionar un pulsador situado en la propia boca. Ello
implica no poder utilizar ambas manos al unísono. Lavo una después de la otra y
la cara con una sola de ellas. Hago uso después del metálico inodoro. Si anoche,
visto el estado del lugar, aún tuve alguna ligera precaución, esa mañana me
aposento como si se tratase del sillón orejero de casa. El vagón está en plena
ebullición. Preparamos las mochilas para el descenso. Kazán no es estación
“Termini” y el tren se detiene lo justo. Ya preparados, y en un último intento
por evitar ser protagonistas de las pesadillas de los niños tártaros, ayudo con
la maleta a “la señora”. Me sonríe y susurra un leve “spasíva”. Algo he
logrado. Mis compañeros me miran como si fuese un caso perdido. Lo soy. Lo sé.
Al mismo tiempo, alguien tantea mi espalda con rotundidad. Me vuelvo. Al otro
lado del pasillo, las dos ancianas señalan decididas sus maletas. Me dedico a
bajar equipajes de lo alto, enrollar colchones y subirlos junto con las
almohadas al espacio que han dejado libres éstos. El tren se detiene. Música
folklórica, proveniente de la megafonía de la estación, acompaña la llegada. Salimos
del andén y buscamos la consigna. Nada nos indica donde está. Después de una
frenética busca, una joven rusa, con más gestos que palabras, acaba por
entendernos. Nos acompaña. La “Kamera Jraneniya” – consigna – se sitúa en la
parte más profunda del edificio, algo que, como comprobaremos de nuevo, es común
denominador en las estaciones rusas.
Libres de carga vagamos por
las calles de Kazán. Un par de modestas mezquitas que, ante la dificultad de
encontrar el acceso- también las miradas de reojo de algunos lugareños nos
ayudan a desistir – contemplamos solo por fuera, nos llevan al mercado. Bullicioso
pero más “civilizado” de lo esperado, solo en algunas zonas como las de carne o
pescado, nos asombra la naturalidad con que exponen el producto. Aunque la
ciudad - especialmente por el empuje que en los últimos años ha tenido su
equipo de fútbol, auspiciado por el petróleo - está bastante acostumbrada a los
occidentales, en un ambiente como éste no dejamos de ser elementos peculiares.
Muchos saludos, numerosa gente ofreciendo sus productos, aún a sabiendas que no
será posible que lo compremos, y bastante curiosidad hacia nosotros. En
especial cuando averiguan nuestra procedencia. Tras el breve paseo y con la
convicción de regresar esa misma tarde para adquirir provisiones, nos dirigimos
al Kremlin.
Atravesamos el Volga y
enfilamos por calles que Dani, plano en mano, indica. Sin más, ante nuestros
ojos, la combinación del blanco de sus muros con la madera natural de sus
tejados y la vegetación que parcialmente lo envuelve, nos proporciona una
imagen del Kremlin de mayor “nobleza” que la que nos ofreció el de Moscú. Su
interior, en cambio, no deja de ser una sucesión de edificios gubernamentales
bastante neutros. Tan solo la iglesia ortodoxa y una espectacular mezquita en
blanco y esmeralda, tienen interés suficiente para dedicar tiempo a visitarlas.
Sorprende que, al contrario que en Moscú, el interior de los templos esté tan
bien cuidado. Iconos, restaurados y excelentemente preservados, comparten vivos
colores con el aparatoso pan de oro sobre robustas tablas de madera tártara. Disfrutamos
de él y sus magníficas vistas sobre el río hasta que el mediodía hace que
nuestros estómagos reclamen.
Un pequeño pub, de cierta
modernidad, es el escondrijo perfecto para refrescar la abrasadora mañana
vivida. En el frescor del edificio, tomamos un par de cervezas del país.
Después, apenas doblada la esquina, y algo obnubilados por el alcohol en ayunas,
entramos en un pequeño restaurante. De inmediato caemos en la cuenta que son
locales comunicados, y que si unos chicos regentaban aquel, éste lo rige la
madre – imaginamos en nuestro delirio por fabular coherencia alrededor de todo
cuanto vemos -. Sentados sobre cojines de vivos estampados y alrededor de una
mesa baja, repasamos una y otra vez una carta de la que no entendemos nada. La
patrona ve nuestros rostros perplejos y nos ofrece una colorista carta abarrotada
de fotografías, patronímicos en ruso y precios en rublos. En la espera, y por
no desesperarse, marcha a atender alguna de las otras ocho o diez mesas que se
reparten por el local. Además, separada por unos cortinajes, una larga mesa
ornamentada con flores y lista para albergar a una veintena de personas,
preside un pequeño espacio adyacente. Inspirados por las imágenes y ante la
duda de si aquella mujer será capaz de atender ella sola a todo el mundo en el
momento lleguen los de la supuesta celebración, nos decidimos raudos. No tardan
los platos en llegar a la mesa. Sabrosa pero austera, disfrutamos de la gastronomía
propia de esta zona. De repente comienzan a entrar mujeres ataviadas con
elegantes vestimentas… de hace treinta años. Entre ellas, algunos niños y un
par de hombres. Su presencia desvela que no se trata de una despedida de
soltera. Sin beber demasiado, ellas charlan y charlan sin cesar. De vez en
cuando todas callan y solo una, situada en el centro de la mesa, se pone en pie
y lanza una larga perorata hacia alguna de las presentes. La aludida agacha su
cabeza ruborizada y las demás aplauden. Así sucede una y otra vez sin que
lleguemos a conocer el sentido de los hechos. A pesar de los intentos, finalizamos
la comida sin saber más. Salimos a la calle. El sol, en todo lo alto, sigue
calentando de lo lindo. A pesar de llevar poco tiempo de viaje, siento un
enorme cansancio que atribuyo al calor.
Con su casi millón de
habitantes, la capital tártara de Rusia se nos muestra como una ciudad de
aspecto solitario. Son muchas las calles por las que caminamos sin encontrar apenas
viandantes. Visitamos el exterior de su Universidad. La forman diversos edificios
que combinan neoclásico con la más aburrida degeneración del suprematismo soviet.
El dato más llamativo de ésta no es otro que entre sus estudiantes se alineó en
su momento, Vladimir Ilich Lenin. Dos o tres calles en paralelo a ésta,
encontramos algunas anchas avenidas mucho más comerciales – las únicas de la
ciudad hasta ahora –. En estas sí parece concentrarse toda la población viva de
Kazán. Además de numerosos comercios, hallamos músicos callejeros, malabaristas,
bailarines de break-dance e incluso algún que otro charlatán en la acepción más
noble del término. Pasamos un buen rato callejeando antes de reemprender el
regreso hacia la estación. De camino, como habíamos previsto, nos
aprovisionamos en el mercado. Unos pequeños pescados en salazón embolsados o
unos tarros de una especie de boquerones en vinagre cuyo tamaño – es evidente
que no son boquerones sino algún otro tipo de pescado – le dan el aspecto de
encurtidos de lonchas de serpiente, conforman la compra más curiosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario