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lunes, 24 de octubre de 2011

De la Plaza Roja a Tian-anmen (VI)


La mezquita del Kremlin / La mesquita del Kremlin


Verdulera en el mercado tártaro / Verdulaire al mercat tàrtar

Avenida comercial de Kazán / Avinguda comercial de Kazan
6.- Esas tierras bañadas por el Volga.

Amanece. Miro al otro lado. “La señora” duerme. En algún momento de la noche debe haber ido hasta el baño y ahora, además de seguir exactamente vestida como la dejamos la noche anterior, luce un aparatoso rulo moldeando su flequillo. Tomo mis útiles de aseo y me encamino al baño del otro extremo del vagón. Me lavo, es un decir, en el pequeño lavabo. Su grifo funciona al presionar un pulsador situado en la propia boca. Ello implica no poder utilizar ambas manos al unísono. Lavo una después de la otra y la cara con una sola de ellas. Hago uso después del metálico inodoro. Si anoche, visto el estado del lugar, aún tuve alguna ligera precaución, esa mañana me aposento como si se tratase del sillón orejero de casa. El vagón está en plena ebullición. Preparamos las mochilas para el descenso. Kazán no es estación “Termini” y el tren se detiene lo justo. Ya preparados, y en un último intento por evitar ser protagonistas de las pesadillas de los niños tártaros, ayudo con la maleta a “la señora”. Me sonríe y susurra un leve “spasíva”. Algo he logrado. Mis compañeros me miran como si fuese un caso perdido. Lo soy. Lo sé. Al mismo tiempo, alguien tantea mi espalda con rotundidad. Me vuelvo. Al otro lado del pasillo, las dos ancianas señalan decididas sus maletas. Me dedico a bajar equipajes de lo alto, enrollar colchones y subirlos junto con las almohadas al espacio que han dejado libres éstos. El tren se detiene. Música folklórica, proveniente de la megafonía de la estación, acompaña la llegada. Salimos del andén y buscamos la consigna. Nada nos indica donde está. Después de una frenética busca, una joven rusa, con más gestos que palabras, acaba por entendernos. Nos acompaña. La “Kamera Jraneniya” – consigna – se sitúa en la parte más profunda del edificio, algo que, como comprobaremos de nuevo, es común denominador en las estaciones rusas.
Libres de carga vagamos por las calles de Kazán. Un par de modestas mezquitas que, ante la dificultad de encontrar el acceso- también las miradas de reojo de algunos lugareños nos ayudan a desistir – contemplamos solo por fuera, nos llevan al mercado. Bullicioso pero más “civilizado” de lo esperado, solo en algunas zonas como las de carne o pescado, nos asombra la naturalidad con que exponen el producto. Aunque la ciudad - especialmente por el empuje que en los últimos años ha tenido su equipo de fútbol, auspiciado por el petróleo - está bastante acostumbrada a los occidentales, en un ambiente como éste no dejamos de ser elementos peculiares. Muchos saludos, numerosa gente ofreciendo sus productos, aún a sabiendas que no será posible que lo compremos, y bastante curiosidad hacia nosotros. En especial cuando averiguan nuestra procedencia. Tras el breve paseo y con la convicción de regresar esa misma tarde para adquirir provisiones, nos dirigimos al Kremlin.
Atravesamos el Volga y enfilamos por calles que Dani, plano en mano, indica. Sin más, ante nuestros ojos, la combinación del blanco de sus muros con la madera natural de sus tejados y la vegetación que parcialmente lo envuelve, nos proporciona una imagen del Kremlin de mayor “nobleza” que la que nos ofreció el de Moscú. Su interior, en cambio, no deja de ser una sucesión de edificios gubernamentales bastante neutros. Tan solo la iglesia ortodoxa y una espectacular mezquita en blanco y esmeralda, tienen interés suficiente para dedicar tiempo a visitarlas. Sorprende que, al contrario que en Moscú, el interior de los templos esté tan bien cuidado. Iconos, restaurados y excelentemente preservados, comparten vivos colores con el aparatoso pan de oro sobre robustas tablas de madera tártara. Disfrutamos de él y sus magníficas vistas sobre el río hasta que el mediodía hace que nuestros estómagos reclamen.
Un pequeño pub, de cierta modernidad, es el escondrijo perfecto para refrescar la abrasadora mañana vivida. En el frescor del edificio, tomamos un par de cervezas del país. Después, apenas doblada la esquina, y algo obnubilados por el alcohol en ayunas, entramos en un pequeño restaurante. De inmediato caemos en la cuenta que son locales comunicados, y que si unos chicos regentaban aquel, éste lo rige la madre – imaginamos en nuestro delirio por fabular coherencia alrededor de todo cuanto vemos -. Sentados sobre cojines de vivos estampados y alrededor de una mesa baja, repasamos una y otra vez una carta de la que no entendemos nada. La patrona ve nuestros rostros perplejos y nos ofrece una colorista carta abarrotada de fotografías, patronímicos en ruso y precios en rublos. En la espera, y por no desesperarse, marcha a atender alguna de las otras ocho o diez mesas que se reparten por el local. Además, separada por unos cortinajes, una larga mesa ornamentada con flores y lista para albergar a una veintena de personas, preside un pequeño espacio adyacente. Inspirados por las imágenes y ante la duda de si aquella mujer será capaz de atender ella sola a todo el mundo en el momento lleguen los de la supuesta celebración, nos decidimos raudos. No tardan los platos en llegar a la mesa. Sabrosa pero austera, disfrutamos de la gastronomía propia de esta zona. De repente comienzan a entrar mujeres ataviadas con elegantes vestimentas… de hace treinta años. Entre ellas, algunos niños y un par de hombres. Su presencia desvela que no se trata de una despedida de soltera. Sin beber demasiado, ellas charlan y charlan sin cesar. De vez en cuando todas callan y solo una, situada en el centro de la mesa, se pone en pie y lanza una larga perorata hacia alguna de las presentes. La aludida agacha su cabeza ruborizada y las demás aplauden. Así sucede una y otra vez sin que lleguemos a conocer el sentido de los hechos. A pesar de los intentos, finalizamos la comida sin saber más. Salimos a la calle. El sol, en todo lo alto, sigue calentando de lo lindo. A pesar de llevar poco tiempo de viaje, siento un enorme cansancio que atribuyo al calor.
Con su casi millón de habitantes, la capital tártara de Rusia se nos muestra como una ciudad de aspecto solitario. Son muchas las calles por las que caminamos sin encontrar apenas viandantes. Visitamos el exterior de su Universidad. La forman diversos edificios que combinan neoclásico con la más aburrida degeneración del suprematismo soviet. El dato más llamativo de ésta no es otro que entre sus estudiantes se alineó en su momento, Vladimir Ilich Lenin. Dos o tres calles en paralelo a ésta, encontramos algunas anchas avenidas mucho más comerciales – las únicas de la ciudad hasta ahora –. En estas sí parece concentrarse toda la población viva de Kazán. Además de numerosos comercios, hallamos músicos callejeros, malabaristas, bailarines de break-dance e incluso algún que otro charlatán en la acepción más noble del término. Pasamos un buen rato callejeando antes de reemprender el regreso hacia la estación. De camino, como habíamos previsto, nos aprovisionamos en el mercado. Unos pequeños pescados en salazón embolsados o unos tarros de una especie de boquerones en vinagre cuyo tamaño – es evidente que no son boquerones sino algún otro tipo de pescado – le dan el aspecto de encurtidos de lonchas de serpiente, conforman la compra más curiosa.

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