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lunes, 17 de octubre de 2011

De la Plaza Roja a Tian'anmen (V)

Incorporándose a filas / Incorporant-se a files

Sin pasar por taquilla / Sense passar per taquilla


5.- De camino al país tártaro.

Tras un azaroso día visitando Moscú, y cargados como mulos, tomamos el metro para supuestamente descender en la estación donde tomaremos nuestro primer tren, el que nos dirige a Kazan. Tras dudar un poco, hay tres enormes edificios con el rótulo de estación en su parte alta en una misma plaza, nos decidimos por uno de ellos. La estación moscovita es, en esas horas de la tarde, un lugar ciertamente inhóspito. Bajo una fachada imponente – como buena parte de las que encontraremos en este país – hallamos un edificio funcionarial con un muy presente estilo soviético. Numerosos viajeros esperan en pulcro silencio en las enormes salas de espera. Otros tantos van de un lugar a otro en busca de solucionar pequeños problemas surgidos de la operativa diaria. Las mujeres con vestimentas tradicionales se mezclan con otras de elegancia demodé. Superando elevadas rejas, algunos jóvenes acceden a los andenes sin el consabido billete. Otros intentan negociar un pequeño soborno con el encargado de las llaves que, no sin echar un rápido vistazo alrededor, acaba por abrir el candado que cierra la verja y dejarlos pasar sin control.
Dani ha ido a cambiar los localizadores por billetes físicos. Mientras, Pablo, ha tomado veinte rublos del fondo y se ha encaminado a los baños de la estación. Busca evitar vivir el traqueteo ante los compromisos corporales. Así que, en solitario, sentado en el suelo y rodeado de mochilas, tengo ese mismo aspecto que, en más de una ocasión, me ha hecho mirar de reojo a viajeros poco recomendables. Juego con la cámara – sin el menor éxito - en busca de mi foto "Robert Capa". Mis dos compañeros regresan con ambas misiones cumplidas. Cargamos bártulos y nos encaminamos a la vía correspondiente. Falta una hora para la partida pero, ante la duda, preferimos seguir la táctica de que sobre tiempo antes que la de improvisar un recorrido que nos desmontaría por completo nuestra compleja planificación. Descargamos en el andén y de nuevo quedo de guardia. Dani y Pablo van por provisiones para nuestra primera cena a bordo y el posterior desayuno y como uno es el que lleva el dinero y el otro el que aún no quiere renunciar a algún capricho gastronómico, acepto el rol asignado. Numerosos militares, apenas niños, pasean sus petates de un lado a otro. Parece que se encaminan a su primer destino y mucho me temo que, en pocos meses, esos rostros algo asustados, apenas inocentes, mutarán en los de feroces veteranos que han presenciado situaciones que les cambiarán para siempre. Algunos de ellos realizan las últimas compras antes de partir a destino. Otros, acompañados de escuálidas muchachas de piel azulada, se dedican a despedirse con cinematográficos besos a tornillo. Un grito marcial hace que todos ellos formen al fondo del andén en que me encuentro. Con la mirada al frente, con sus grandes gorras de plato – que afición hay en este país por la pomposidad, firmes hasta lo inverosímil, escuchan las últimas instrucciones del mando. No muy lejos, las muchachas, unidas a mujeres mayores, y a pesar de falsas sonrisas, dejan escapar furtivas lágrimas que recorren de manera abstracta sus mejillas. Junto a ambas, hombres recios, recuerdan impasibles un pasado que, sin duda, ofrece más motivos de bochorno que de orgullo.     
Algunos minutos después llegan las provisiones. Y mis compañeros. Lo primero que me muestran son las relucientes botellas de cerveza. Seguimos con las de medio litro para no perder la costumbre, y con nueva marca en busca de la piedra filosofal de la cerveza rusa.
El tren, áspero, austero, ruso, ya se ha situado en la vía. Desde donde estamos no vemos el final del convoy pero todo indica que son más de una veintena de vagones. Las puertas se abren y la "provodnitsa" – encargada del vagón - de cada uno de ellos se sitúa junto a la puerta para comprobar los billetes. Buscamos nuestro número y nos acercamos a la puerta. La encargada, menuda, enfurruñada, nos reclama los pasaportes. Se los entregamos. Comprueba las fotos y con un seco gesto, indica que podemos pasar. Ocupamos nuestras literas en un vagón de tercera. Hemos repartido las noches entre segunda y tercera por conocer el ambiente que se respira en ambas clases. Poco a poco el vagón se llena y el bullicio se adueña del espacio. Aunque no muy escandalosos, la presencia de más de cincuenta rusos, entre los que hay repartidos por igual, hombres, mujeres, niños y ancianos, acaba por crear ese murmullo que nos acompañará hasta que la azafata se decida a poner orden. No hay extranjeros en tercera, es lo primero que comprobamos. Así que nuestra presencia es como un elemento perturbador que “amenaza” el funcionamiento regular del vagón. Nos situamos en nuestras literas. Tenemos dos de la parte baja y una de la superior - se mantienen plegadas buena parte del viaje -. Al otro lado del pasillo, cerrando de forma parcial un supuesto espacio de seis literas, dos señoras de edad avanzada intercambian sus pareceres sin apenas prestarnos atención. El tren está a punto de partir cuando una mujer de edad similar a la mía hace su aparición. Ella es la ocupante de la cuarta litera. Su gesto de pánico al vernos, deja a las claras el efecto que causamos en estas gentes cuando deben compartir espacio con extranjeros. Intento mostrarme amable y la ayudo a subir su maleta a la parte alta de las literas. Ella lanza un “spasiva” – gracias - apenas audible y se sienta en el extremo inferior de la litera que ocupa Pablo. El tren arranca y sacamos la cena. Desplegamos en la escueta mesa que hay entre las dos literas todo nuestro arsenal. El pollo asado, el pan, las latas de conservas radioactivas, las botellas de Baltika – la cerveza de San Petesburgo – en su versión nueve grados… La mujer rusa obvia mirar. Ha entablado una ligera conversación con las dos señoras del otro lado del pasillo y mira de reojo cuando ambas le hacen comentarios. Le ofrezco algo de comida que me rechaza con un gesto tímido. Visto que va a ser difícil entablar ningún contacto, nos centramos en la cena. Comemos, charlamos y reímos. Nuestra aventura está en marcha y los comentarios jocosos son numerosos. De pronto Pablo nos lanza “La señora está rezando”. Sorprendido la miro. En efecto, mientras las otras dos mujeres están preparando sus literas para dormir, la mujer que nos acompaña está con los ojos cerrados, la cabeza baja y susurrando algo que parece una oración. Apenas finaliza, y tras santiguarse, sube hasta la litera de arriba y vestida como va, se mete bajo las ajadas sábanas que le ha proporcionado la "provodnitsa". Nada que hacer. Nos ponemos los extravagantes pijamas que cada uno se ha “diseñado” para el viaje y nos deslizamos en nuestras literas dispuestos a pasar nuestra primera noche en el tren.

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