Incorporándose a filas / Incorporant-se a files |
Sin pasar por taquilla / Sense passar per taquilla |
5.- De camino
al país tártaro.
Tras un azaroso día
visitando Moscú, y cargados como mulos, tomamos el metro para supuestamente
descender en la estación donde tomaremos nuestro primer tren, el que nos dirige
a Kazan. Tras dudar un poco, hay tres enormes edificios con el rótulo de
estación en su parte alta en una misma plaza, nos decidimos por uno de ellos. La
estación moscovita es, en esas horas de la tarde, un lugar ciertamente
inhóspito. Bajo una fachada imponente – como buena parte de las que
encontraremos en este país – hallamos un edificio funcionarial con un muy
presente estilo soviético. Numerosos viajeros esperan en pulcro silencio en las
enormes salas de espera. Otros tantos van de un lugar a otro en busca de
solucionar pequeños problemas surgidos de la operativa diaria. Las mujeres con
vestimentas tradicionales se mezclan con otras de elegancia demodé. Superando
elevadas rejas, algunos jóvenes acceden a los andenes sin el consabido billete.
Otros intentan negociar un pequeño soborno con el encargado de las llaves que,
no sin echar un rápido vistazo alrededor, acaba por abrir el candado que cierra
la verja y dejarlos pasar sin control.
Dani ha ido a cambiar los
localizadores por billetes físicos. Mientras, Pablo, ha tomado veinte rublos
del fondo y se ha encaminado a los baños de la estación. Busca evitar vivir el
traqueteo ante los compromisos corporales. Así que, en solitario, sentado en el
suelo y rodeado de mochilas, tengo ese mismo aspecto que, en más de una ocasión,
me ha hecho mirar de reojo a viajeros poco recomendables. Juego con la cámara –
sin el menor éxito - en busca de mi foto "Robert Capa". Mis dos
compañeros regresan con ambas misiones cumplidas. Cargamos bártulos y nos
encaminamos a la vía correspondiente. Falta una hora para la partida pero, ante
la duda, preferimos seguir la táctica de que sobre tiempo antes que la de
improvisar un recorrido que nos desmontaría por completo nuestra compleja
planificación. Descargamos en el andén y de nuevo quedo de guardia. Dani y
Pablo van por provisiones para nuestra primera cena a bordo y el posterior
desayuno y como uno es el que lleva el dinero y el otro el que aún no quiere
renunciar a algún capricho gastronómico, acepto el rol asignado. Numerosos
militares, apenas niños, pasean sus petates de un lado a otro. Parece que se
encaminan a su primer destino y mucho me temo que, en pocos meses, esos rostros
algo asustados, apenas inocentes, mutarán en los de feroces veteranos que han
presenciado situaciones que les cambiarán para siempre. Algunos de ellos
realizan las últimas compras antes de partir a destino. Otros, acompañados de
escuálidas muchachas de piel azulada, se dedican a despedirse con
cinematográficos besos a tornillo. Un grito marcial hace que todos ellos formen
al fondo del andén en que me encuentro. Con la mirada al frente, con sus
grandes gorras de plato – que afición hay en este país por la pomposidad,
firmes hasta lo inverosímil, escuchan las últimas instrucciones del mando. No
muy lejos, las muchachas, unidas a mujeres mayores, y a pesar de falsas sonrisas,
dejan escapar furtivas lágrimas que recorren de manera abstracta sus mejillas.
Junto a ambas, hombres recios, recuerdan impasibles un pasado que, sin duda,
ofrece más motivos de bochorno que de orgullo.
Algunos minutos después llegan
las provisiones. Y mis compañeros. Lo primero que me muestran son las relucientes
botellas de cerveza. Seguimos con las de medio litro para no perder la costumbre,
y con nueva marca en busca de la piedra filosofal de la cerveza rusa.
El tren, áspero, austero,
ruso, ya se ha situado en la vía. Desde donde estamos no vemos el final del convoy
pero todo indica que son más de una veintena de vagones. Las puertas se abren y
la "provodnitsa" – encargada del vagón - de cada uno de ellos se
sitúa junto a la puerta para comprobar los billetes. Buscamos nuestro número y
nos acercamos a la puerta. La encargada, menuda, enfurruñada, nos reclama los
pasaportes. Se los entregamos. Comprueba las fotos y con un seco gesto, indica
que podemos pasar. Ocupamos nuestras literas en un vagón de tercera. Hemos
repartido las noches entre segunda y tercera por conocer el ambiente que se
respira en ambas clases. Poco a poco el vagón se llena y el bullicio se adueña
del espacio. Aunque no muy escandalosos, la presencia de más de cincuenta
rusos, entre los que hay repartidos por igual, hombres, mujeres, niños y
ancianos, acaba por crear ese murmullo que nos acompañará hasta que la azafata
se decida a poner orden. No hay extranjeros en tercera, es lo primero que
comprobamos. Así que nuestra presencia es como un elemento perturbador que
“amenaza” el funcionamiento regular del vagón. Nos situamos en nuestras
literas. Tenemos dos de la parte baja y una de la superior - se mantienen
plegadas buena parte del viaje -. Al otro lado del pasillo, cerrando de forma
parcial un supuesto espacio de seis literas, dos señoras de edad avanzada
intercambian sus pareceres sin apenas prestarnos atención. El tren está a punto
de partir cuando una mujer de edad similar a la mía hace su aparición. Ella es
la ocupante de la cuarta litera. Su gesto de pánico al vernos, deja a las
claras el efecto que causamos en estas gentes cuando deben compartir espacio
con extranjeros. Intento mostrarme amable y la ayudo a subir su maleta a la parte
alta de las literas. Ella lanza un “spasiva” – gracias - apenas audible y se
sienta en el extremo inferior de la litera que ocupa Pablo. El tren arranca y
sacamos la cena. Desplegamos en la escueta mesa que hay entre las dos literas
todo nuestro arsenal. El pollo asado, el pan, las latas de conservas
radioactivas, las botellas de Baltika – la cerveza de San Petesburgo – en su
versión nueve grados… La mujer rusa obvia mirar. Ha entablado una ligera
conversación con las dos señoras del otro lado del pasillo y mira de reojo
cuando ambas le hacen comentarios. Le ofrezco algo de comida que me rechaza con
un gesto tímido. Visto que va a ser difícil entablar ningún contacto, nos
centramos en la cena. Comemos, charlamos y reímos. Nuestra aventura está en
marcha y los comentarios jocosos son numerosos. De pronto Pablo nos lanza “La
señora está rezando”. Sorprendido la miro. En efecto, mientras las otras dos
mujeres están preparando sus literas para dormir, la mujer que nos acompaña
está con los ojos cerrados, la cabeza baja y susurrando algo que parece una
oración. Apenas finaliza, y tras santiguarse, sube hasta la litera de arriba y
vestida como va, se mete bajo las ajadas sábanas que le ha proporcionado la "provodnitsa".
Nada que hacer. Nos ponemos los extravagantes pijamas que cada uno se ha
“diseñado” para el viaje y nos deslizamos en nuestras literas dispuestos a
pasar nuestra primera noche en el tren.
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