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jueves, 6 de octubre de 2011

De la Plaza Roja a Tian’anmen (II)

Calles de Moscú / Carrers de Moscou

Avenida Tverskaya / Avinguda Tverskaya

Nueva entrega del viaje.
  
Nova entrega del viatge.



2. Encadenando vuelos.


Embarco. Un pequeño bimotor de Iberia operado por Vueling. La mayor parte del pasaje a esas horas, son ejecutivos en viaje de trabajo. Los miro divertido; "Si supierais la que voy a liar sin ser de Al-Qaeda" pienso. Pronto, volamos. Un vuelo tranquilo y rápido. En el aeropuerto me manejo bien, a pesar de la fama que cargo desde la fatídica noche que, en Marrakech, arrastre a mis compañeros, de forma involuntaria, a conocer el lumpen de la ciudad. Recojo la mochila y me dirijo al mostrador de facturación a Moscú. La cola es desmesurada y lo tomo con paciencia. Delante de mí, un tipo, vestido por completo de negro y con una gorra del mismo color calada hasta las cejas, se muestra, junto a una montaña de maletas, muy inquieto. Va y viene hasta el mostrador en distintas ocasiones. Yen cada una de ellas me mira como pensando que he metido mano en su equipaje. A priori parece alguien versado en esto de los viajes. Un tipo duro incluso, con sus cabellos plateados asomando desordenadamente por debajo de la gorra. Me pregunto si será un ruso, miembro de alguna mafia fabulo… Hasta que su calzado le delata. Zapatillas a cuadros sin cordones de cierto estilo vintage. “Descubierto”, parece que se vuelve locuaz. No es ruso como me temía, sino catalán. Por su procedencia tan solo - Barcelona según me dice - pues su acento le delata como de la cornisa cantábrica. Me pregunta mi destino, “Moscú”, le digo. Pregunto por el suyo. “Tokio” responde. Va a ver a su mujer japonesa. Parpadeo. Comienza a interesarme la historia. No acabo de ver yo a este tipo seduciendo a una japonesa hasta el punto de llevarla a pasar por el altar o cualquiera que sea la ceremonia con la que certificaron su relación. A pesar de mis intentos, la charla se prolonga con vaguedades acerca de la crisis y los políticos. Parece el tema estrella de la mañana. Llegamos a los mostradores de facturación. Mi mochila ya esta de camino a Rusia mientras mi compañero de cola sigue enfrascado en una kafkiana discusión con la responsable de la compañía. Abandono el lugar con la convicción de que no va a quedar inconcluso su relato.

Tres horas por delante en Barajas y ya sé que no me voy a aburrir. Me llega el primer mensaje de mis compañeros. Se preocupan por mi situación y me citan en la misma estación a la que llega el tren desde el aeropuerto en lugar del hostel en que estamos alojados. Les doy el ok. Pico algo junto a una mujer ausente de aire sofisticado. Voy hasta la puerta de embarque. Ya esperan muchos de los pasajeros. Paso el tiempo entre lecturas y esbozos rápidos a pincel en el cuaderno de viaje que me he construido. Entonces aparece mi compañero de cola. Sigue en forma. Comienzo a indagar sobre su historia. Según me cuenta mis ojos van tomando el tamaño de dos hula-hops para hipopótamo. Encontró a la japonesa de viaje por Gijón. Un amor a primera vista. Alucino. Se casaron – no pregunto el rito – y él marchó a vivir con ella a Tokio. Pero claro, no es millonario. Por eso vuelve de vez en cuando. Sabe cuatro palabras en japonés pero la mayor parte de la comunicación la tienen en un inglés que ninguno de los dos domina. Él pasa temporadas de varios meses en Barcelona – por lo del trabajo - y después pasa otros tantos meses allá con ella. Según avanza en su relato, y viendo como es, cada vez alucino más con la historia de este hombre, no muy seguro de si mismo, que es capaz de atravesar medio mundo varias veces al año para mantener una extraña vida conyugal. Ah, el amor… Al mismo tiempo que charlo con él, dos peculiares andaluces están montando un show en medio del pasillo del aeropuerto. Uno de aspecto simiesco, no muy alto y cargado de cadenas y escapularios. El otro, altísimo y muy delgado, con el cabello largo y ensortijado y una ceñida camiseta del centenario del Betis. Y después me pregunto el porqué de ciertos tópicos de los españoles por el mundo. Llega la hora del embarque y ambos quedamos en seguir la conversación a bordo.
Tengo ventanilla en el avión y a mi lado se sientan Diego y Lucas dos treintañeros de aspecto neohippie. El que está junto a mí, deja una gruesa guía de China en la red que tiene en la trasera del asiento delantero. Eso me anima a preguntarle a donde se encaminan. Van a Hong Kong para después recorrer buena parte del centro de China y adentrarse en el Tíbet. Les narro nuestra aventura y comenzamos una afable charla. Tras intercambiar experiencias cada uno se sumerge en la lectura y el viaje pasa de forma rápida. De vez en cuando observo la gorra de mí compañero de cola, su quietud me indica que debe hallarse en plena siesta – no sé si hispana o japonesa -.

A la llegada a Moscú me despido de Diego y Lucas y me encamino hacia la zona de recogida de equipajes. En la cola me encuentro con mi “amigo”. Sigue charlando de forma muy animada, me cuenta de su viaje, de que es la primera vez que lo hace vía Moscú – por tema de pasta - y mil cosas más. La revisión de pasaportes se eterniza. No hay mucho ánimo en los funcionarios rusos. Con Stalin esto no pasaba, pienso. De pronto caigo en la cuenta de algo. Si mi compañero va a volar a Tokio, no debe pasar por este control, está en tránsito. Se lo comento. Se me queda mirando sorprendido. Le señalo un rótulo que indica que su lugar es el piso de arriba. Sonríe, me desea buen viaje y se despide. Sube por la escalera automática, da media vuelta y, tras alzar el brazo para despedirse de nuevo, está a punto de dar de bruces en el suelo. Lo veo partir y pienso, si él atraviesa medio mundo a trompicones, no debe de ser tan difícil llevar a cabo nuestro viaje.

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