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Gran Muralla.
Pocas horas en nuestro
último tren. Eternas. En una primera a la que nada ha de envidiar la tercera
rusa. Nos espera un huésped. Duerme desde no sabemos dónde. A nuestra llegada abre
su ojo. Es todo cuanto intercambiaremos en el resto del viaje.
Es primera hora de la tarde,
descendemos en la multitudinaria estación. Beijing es desmesurada. Más de
veinte millones de personas tamizan sus calles. Avisados por las experiencias
de otros viajeros, marcamos un máximo a pagar en los taxis. El regateo
consiguiente, unido al pegajoso calor que empapa nuestras ropas y al cansancio
acumulado, nos lleva a un punto de crispación que provoca la primera y única
discusión entre nosotros a lo largo de toda la aventura. Nada serio, por
supuesto. Desde la distancia, divertido incluso. Rechazamos cualquier oferta de
transporte, incluso la de una dama extranjera de buen ver, que desea compartir
taxi. Encontramos la recóndita estación de metro. El abarrotado subterráneo
pekinés nos traslada hasta los aledaños del hutong en que se ubica el albergue
reservado. Los hutong - cuya traducción literal es callejón - conforman el
centro de la ciudad tradicional. Situados muy cerca de la Ciudad Prohibida, son
los barrios donde se mantiene la milenaria forma de vida china. Al mismo tiempo
han transmutado en zona chic de la ciudad. Albergues, tiendas alternativas y
una rica vida nocturna cubren puerta a puerta los principales hutong.
No es sencillo descifrar la
dirección del hostal pero, el sentido de la orientación de Dani, nos lleva a toparnos
con él. La habitación es espartana; camas cómodas y una ducha. No pedimos más.
Todos los huéspedes que aloja el lugar, son extranjeros. Viajeros más o menos
experimentados en busca de su propia aventura vital. Entre unas cosas y otras
se avecina la noche. Damos un paseo por la vieja ciudad hasta llegar a un
cristalino lago, cuyo perímetro se halla cubierto de restaurantes. Decidimos
cenar en aquel lugar. La oferta es amplia. Los cantos de sirena de los
encargados de establecimientos se mezclan con la presencia de muchachas que nos
ofrecen otro tipo de servicios. Durante la cena planeamos el día siguiente. Nos
decidimos por la Gran Muralla. Las dudas envuelven el tramo a realizar.
Barajamos varias opciones. Desde la zona más turística y visitada a otra
absolutamente agreste para la que, por la peligrosidad del recorrido, deberíamos,
ineludiblemente, tomar los servicios de un guía. Encontramos, en el propio
albergue, una oferta de excursión a una zona no del todo restaurada pero a la
que acude muy poca gente. No quedan muchas ganas de complicarnos la existencia.
Parece buena opción además porque proponen siete kilómetros de trekking. Contratamos
la propuesta y salimos a por provisiones para el picnic. De forma absolutamente
aleatoria desciframos un cajero y curiosamente conseguimos yuanes. En un pequeño
supermercado llenamos la cesta de provisiones de productos delirantes. A modo
de precalentamiento y antes de regresar al albergue, unas copas en los locales
de moda de los hutong, despiden la noche.
El día amanece con un cielo
plomizo. Desayunamos el menú del albergue que se sirve en el bar adyacente.
Cargamos con las mochilas de provisiones y dos botellas de dos litros de agua
para la deshidratación. No tenemos preparación alguna para un trekking exigente
y Dani está convencido de que este lo será. Aparece el microbús. En su puerta
se acumulan los excursionistas. Somos una veintena. No parecen tampoco muy en
forma. Dani insiste en que las apariencias engañan. Viajamos más de cien
kilómetros hasta el lugar de inicio. Serpenteando por las cumbres de numerosas
colinas, la silueta de la muralla resulta impresionante. La guía nos informa.
Caminaremos algo más de siete kilómetros por la muralla. Cada uno a su aire.
Cruzaremos veinte torres. La número veintiuno es el punto de encuentro. A las
tres de la tarde. Desde allí, cerca de una hora de descenso hasta el lugar donde
espera el bus para el regreso. Nos ponemos en marcha. El ascenso a la colina ya
tiene su eso. El calor aprieta y además de los cuatro litros de agua que
llevamos en las mochilas, tomamos los tres botellines pequeños que incluye el
precio. Comenzamos un auténtico sube y baja a través de una muralla que une las
torres que se dibujan en el horizonte. Transportando mochilas con provisiones, algunas
mujeres chinas emprenden la marcha a nuestro lado. Desde el primer instante
mantienen el ritmo de los distintos viajeros y ofrecen sus productos de forma
amable y tenaz. En origen, la muralla no era una, sino varias. Cada una de
ellas circunvalaba una ciudad. No fue hasta mucho más adelante, y ante la
amenaza de las tribus mongolas, que el emperador ordenó unir los distintos
tramos hasta formar esta tremenda obra de ingeniería. Los desniveles que a lo
largo del recorrido deberemos cubrir son de muy distinta índole. Desde zonas,
pocas, donde una suave pendiente te lleva de una torre a otra, hasta otras en
las que acometer la siguiente torre supone un esfuerzo notable con tramos de
escalones de más de medio metro de altura y apenas quince centímetros de huella.
Encontramos a pocos viandantes en nuestro camino y el paseo es interesante. En
un momento del recorrido encontramos en una de las zonas más bellas, un equipo
de rodaje que parece estar preparando un spot publicitario. Lentamente nos
vamos desmarcando del resto de viajeros. No así de las chinas que siguen
insistiendo en la venta de sus productos. Cada vez que nos ofrecen las botellas
de agua, sacamos las nuestras mostrando que disponemos de repuestos y
aprovechando para refrescar nuestras secas gargantas. Fotografiamos el espectacular
monumento. Comentamos acerca de la dificultad de su construcción e incluso de
su defensa. Pensamos en como llegarían hasta allí los materiales de
construcción. Todo nos parece majestuoso. Las torres por las que pasamos, también
ocultan nativos que nos ofrecen agua y refrescos. Ante nuestra negativa,
responden con una amable sonrisa. Da la sensación de que saben que, antes o
después, los extranjeros irán a parar a sus garras. “Caerá en la torre
diecisiete” parecen decir los ojos pícaros de un anciano vestido con ropas del
ejercito rojo. Avanzamos sin descanso. Nos distanciamos del resto. Bromeamos
con Dani al respecto del temible equipo con el que íbamos a “competir”. Tanto
es así que en la torre veinte decidimos comprar a un lugareño, tres botes de
cerveza bien fría y detenernos a comer. Según van llegando al lugar del picnic,
los otros viajeros ríen al ver nuestro despliegue. Cuando la mayoría de ellos,
apenas llevan un sándwich o una pieza de fruta, nosotros mostramos pan, cerveza,
latas de conserva, salchichas, e incluso carne seca de vaca. Los comentarios,
como no, vinculan el cuadro con la tópica imagen que de los españoles se tiene
por el mundo. Algunas vendedoras chinas intentan colocarnos sus productos, pero
con el estómago lleno y la satisfacción de casi haber acabado la ruta, y ante
las risas de algunos compañeros de trayecto, somos nosotros lo que les tomamos el
pelo a ellas ofreciéndoles lo que no hemos consumido. Nos queda un solo tramo
para llegar a la última torre. Y es justo en él donde encontramos a viejos
conocidos. Los tres suecos, con los que hemos ido coincidiendo a lo largo de la
aventura, recostados sobre la muralla, resoplan de forma exagerada. En las
gotas de sudor que perlan sus sienes, acierto a adivinar la silueta del
logotipo de Justerini & Brooks.
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