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lunes, 12 de diciembre de 2011

De la Plaza Roja a Tian'anmen (XVIII)


El templo / El temple


Ingeniería práctica / Enginyeria pràctica

Culto / Culte

La belleza de la frontera / La bellesa de la frontera

En las garras de Nomber One.

Nuestro penúltimo tren llega en su hora. En pocas horas abandonaremos el país para entrar en la inmensidad China. Borhoyn Tal, el último pueblo de Mongolia antes de la frontera es el primer destino. Veinte minutos de parada. Descendemos a estirar las piernas. Los lugareños ofrecen sus productos en el andén. Queremos cervezas pero el precio que nos piden supera los Tugriks que nos quedan. Sin problema. El negocio se adapta a nuestras posibilidades y el precio se ajusta a nuestros bolsillos. Se acabó la preocupación por el cambio. Desde la estación hay una vista general del pueblo. El panorama es desolador. Desvencijadas casas salpican un árido terreno. Aparte de los pocos lugareños que se han acercado a la estación, no hay ninguna otra señal de vida en sus calles. Recuerda a esas ciudades fantasmas que aparecen en algunos westerns contemporáneos. Una de las alternativas que manejamos durante la preparación del viaje nos llevaba desde el Gobi hasta allí en furgoneta. Pasar después la frontera por nuestros medios y tomar un tren chino al otro lado. Por fortuna no ha sido así. No me imagino de noche, en aquel lugar, buscando alojamiento. Mucho menos pasar al otro lado como espaldas mojadas. El silbato del tren me saca de mis ensoñaciones. En nada estamos en la frontera. Otras cuatro horas, solucionado el problema burocrático y estaremos en territorio chino. Creemos. Somos muy optimistas. No solo los controles son mucho más férreos, sino que además, no podemos descender del tren. Siete horas detenidos y solo un hecho destacable. La amplitud de vía varía entre ambos países, y con el pasaje en sus camaretas, los vagones son conducidos a enormes hangares trufados de mecánicos chinos. Sin la menor prisa, mediante grúas levantan los vagones y se produce el cambio de ruedas. Con los trámites finalizados, el tren reemprende la marcha. Es noche cerrada pero la luz de la luna y la propia de las poblaciones que recorremos nos confirman que, a todos los efectos, este es otro país. Desde la arquitectura al propio paisaje, encontramos una tierra más armónica, menos salvaje.
      Como siempre es temprano cuando descendemos en Datong. Datong es una ciudad industrial de escaso atractivo pero sus alrededores conservan algunas maravillosas obras de siglos pasados. Nos registramos en el hotel. Esto sí es un hotel y no otros. En la habitación hay incluso una provisión de preservativos. Lástima que el equipo lo conformemos tres tipos con más ganas de risas que de sexo. Miento, pero visto lo visto es una gran licencia poética. Mientras Dani soluciona la recepción del próximo billete de tren, comprado por internet a una agencia local, Pablo me acompaña a comprar una tarjeta para la cámara. Entramos en varios y caóticos grandes almacenes hasta que, entre risas, unas chicas nos indican un comercio de productos electrónicos. Vamos. Les muestro la cámara. Una tarjeta. Nadie tiene idea de otro idioma que no sea chino. Me llevan hasta un ordenador. Una especie de Google Translator mandarín permite teclear frases. Y entendernos. Poco. Pablo sale a responder una llamada de Dani. A su regreso, veinte jóvenes dependientes chinos me rodean riendo de forma descompasada. No hay interés en venderme la tarjeta. Lo están pasando de miedo. El taxi espera. Debemos marcharnos. Acaba la fiesta.
En la puerta del hotel espera el taxi. Su chófer viste pantalón negro, camisa blanca de manga corta, corbata oscura y guantes blancos. Todo un dandy. Con la excusa de mis piernas, mis compañeros me ceden el asiento delantero. Soy el encargado de dar conversación a un tipo que habla, todavía, menos inglés que yo. El taxista me enseña su licencia. Señala el número. El uno. “Number One, Number One” me grita. Asiento con la cabeza mientras miro el interior del taxi. Impecable. Contiene numerosos gadgets que iremos descubriendo al largo del viaje. Las grutas de Yungang son el primer destino. “Number One” nos cita en un par de horas en el mismo lugar que desembarcamos. Apenas ponemos pie a tierra, sale disparado a rentabilizar la espera. Tras pagar un elevado precio por la visita, nos ponemos en marcha. Abre una zona de jardines y falsos templos históricos - que por momentos recuerdan la zona de Port Aventura dedicada a China -. Cuando casi nos tememos una decepción, parece la joya de la visita. Excavadas en la pared, cincuenta y tres cuevas contienen mil doscientas hornacinas budistas y cerca de cincuenta y un mil esculturas talladas en la propia piedra. Todo ello a lo largo de un kilómetro cuadrado de extensión. Hallamos desde Budas de quince metros de altura, a otros del tamaño de un pulgar. Algunas de las grutas son impresionantes. Un par de horas más tarde, y tras haber posado con numerosos chinos que quieren su foto de tipos raros, estamos en el punto de encuentro. Algunos taxistas ofrecen sus servicios. Declinamos la invitación. Parecen reconocernos y no insisten. Vendedores ambulantes nos acosan con sus productos. Les rechazamos con amabilidad hasta que su insistencia nos lleva al límite. Pero llega “Number One”. Comenzamos a conocer que tiene bien ganado el sobrenombre. Desciende del taxi, nos abre la puerta amable. Mientras montamos, abre el maletero y saca de él pequeños paquetes de galletitas que, además de ofrecernos, reparte entre los taxistas y vendedores que allí se encuentran. Todos contentos, todos deben favores a “Number One”. Él mantiene su status. Por eso la escasa insistencia de los otros chóferes.
El viaje hasta Xuang Kong Si es algo más largo. Durante el recorrido uno de los gadgets pita cada cierto tiempo. “Number One” me mira y comenta sonriente “Photo”. Sé que no me está fotografiando pero no qué me dice. Mis compañeros, más duchos que yo en el arte de la conducción, intervienen. Es un detector de radares. “Photo, photo” insiste “Number One” señalando al exterior. Yo asiento con la cabeza. “Number One” ríe por su astucia. Jinglong se abre a nuestros ojos. Es un enorme cañón. Tan enorme como todo en este país. De una de sus paredes, a sesenta metros del suelo, cuelga, suspendido de la pared, el templo de Xuang Kong Si. Formado por cuarenta dependencias distintas que recorremos por completo, es una maravilla arquitectónica en cuya visita hay que dejar el vértigo a pie de ascenso.
Una etapa nos queda y no está lejos. En la ciudad de Ying County, enclavada en un precioso barrio tradicional, se ubica la Sakyamuni Pagoda. “Woodden Pagoda” como insiste “Number One”. La mayor pagoda de madera del mundo ha resistido el paso del tiempo e incluso la acción de dos terremotos. Su interior alberga un enorme Buda de doce metros y una escalera emocionante. Desde las ventanas de su parte alta, contemplamos toda la ciudad. Miles de pájaros vuelan sin motivo aparente alrededor de este delicado monumento.
De regreso a Datong, “Number One” cambia de ruta. Atravesamos una enorme ciudad de novísimas construcciones y muy poca gente en sus calles. Es una de esas urbes que el gobierno chino construye de forma antinatural, para habitarlas con peones que trabajen en cercanas factorías. Más nos parece el final de aquel viejo chiste “Pues yo ayer pasé por aquí y no estaba…”. Llegados a Datong la despedida de “Number One” está acorde con los servicios prestados. Sus últimas palabras son “Hotel? Bar Girls?”. “Hotel” respondemos resignados y sonriente se despide.

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