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En las garras de Nomber One.
Nuestro penúltimo tren
llega en su hora. En pocas horas abandonaremos el país para entrar en la
inmensidad China. Borhoyn Tal, el último pueblo de Mongolia antes de la
frontera es el primer destino. Veinte minutos de parada. Descendemos a estirar
las piernas. Los lugareños ofrecen sus productos en el andén. Queremos cervezas
pero el precio que nos piden supera los Tugriks que nos quedan. Sin problema.
El negocio se adapta a nuestras posibilidades y el precio se ajusta a nuestros
bolsillos. Se acabó la preocupación por el cambio. Desde la estación hay una
vista general del pueblo. El panorama es desolador. Desvencijadas casas
salpican un árido terreno. Aparte de los pocos lugareños que se han acercado a
la estación, no hay ninguna otra señal de vida en sus calles. Recuerda a esas
ciudades fantasmas que aparecen en algunos westerns contemporáneos. Una de las
alternativas que manejamos durante la preparación del viaje nos llevaba desde
el Gobi hasta allí en furgoneta. Pasar después la frontera por nuestros medios
y tomar un tren chino al otro lado. Por fortuna no ha sido así. No me imagino de
noche, en aquel lugar, buscando alojamiento. Mucho menos pasar al otro lado como
espaldas mojadas. El silbato del tren me saca de mis ensoñaciones. En nada
estamos en la frontera. Otras cuatro horas, solucionado el problema burocrático
y estaremos en territorio chino. Creemos. Somos muy optimistas. No solo los
controles son mucho más férreos, sino que además, no podemos descender del
tren. Siete horas detenidos y solo un hecho destacable. La amplitud de vía varía
entre ambos países, y con el pasaje en sus camaretas, los vagones son
conducidos a enormes hangares trufados de mecánicos chinos. Sin la menor prisa,
mediante grúas levantan los vagones y se produce el cambio de ruedas. Con los
trámites finalizados, el tren reemprende la marcha. Es noche cerrada pero la
luz de la luna y la propia de las poblaciones que recorremos nos confirman que,
a todos los efectos, este es otro país. Desde la arquitectura al propio
paisaje, encontramos una tierra más armónica, menos salvaje.
Como siempre es temprano cuando descendemos en Datong. Datong
es una ciudad industrial de escaso atractivo pero sus alrededores conservan
algunas maravillosas obras de siglos pasados. Nos registramos en el hotel. Esto
sí es un hotel y no otros. En la habitación hay incluso una provisión de
preservativos. Lástima que el equipo lo conformemos tres tipos con más ganas de
risas que de sexo. Miento, pero visto lo visto es una gran licencia poética. Mientras
Dani soluciona la recepción del próximo billete de tren, comprado por internet a
una agencia local, Pablo me acompaña a comprar una tarjeta para la cámara.
Entramos en varios y caóticos grandes almacenes hasta que, entre risas, unas
chicas nos indican un comercio de productos electrónicos. Vamos. Les muestro la
cámara. Una tarjeta. Nadie tiene idea de otro idioma que no sea chino. Me
llevan hasta un ordenador. Una especie de Google Translator mandarín permite
teclear frases. Y entendernos. Poco. Pablo sale a responder una llamada de Dani.
A su regreso, veinte jóvenes dependientes chinos me rodean riendo de forma
descompasada. No hay interés en venderme la tarjeta. Lo están pasando de miedo.
El taxi espera. Debemos marcharnos. Acaba la fiesta.
En la puerta del hotel
espera el taxi. Su chófer viste pantalón negro, camisa blanca de manga corta,
corbata oscura y guantes blancos. Todo un dandy. Con la excusa de mis piernas, mis
compañeros me ceden el asiento delantero. Soy el encargado de dar conversación a
un tipo que habla, todavía, menos inglés que yo. El taxista me enseña su
licencia. Señala el número. El uno. “Number One, Number One” me grita. Asiento
con la cabeza mientras miro el interior del taxi. Impecable. Contiene numerosos
gadgets que iremos descubriendo al largo del viaje. Las grutas de Yungang son
el primer destino. “Number One” nos cita en un par de horas en el mismo lugar
que desembarcamos. Apenas ponemos pie a tierra, sale disparado a rentabilizar
la espera. Tras pagar un elevado precio por la visita, nos ponemos en marcha.
Abre una zona de jardines y falsos templos históricos - que por momentos
recuerdan la zona de Port Aventura dedicada a China -. Cuando casi nos tememos
una decepción, parece la joya de la visita. Excavadas en la pared, cincuenta y
tres cuevas contienen mil doscientas hornacinas budistas y cerca de cincuenta y
un mil esculturas talladas en la propia piedra. Todo ello a lo largo de un kilómetro
cuadrado de extensión. Hallamos desde Budas de quince metros de altura, a otros
del tamaño de un pulgar. Algunas de las grutas son impresionantes. Un par de
horas más tarde, y tras haber posado con numerosos chinos que quieren su foto de
tipos raros, estamos en el punto de encuentro. Algunos taxistas ofrecen sus
servicios. Declinamos la invitación. Parecen reconocernos y no insisten.
Vendedores ambulantes nos acosan con sus productos. Les rechazamos con
amabilidad hasta que su insistencia nos lleva al límite. Pero llega “Number One”.
Comenzamos a conocer que tiene bien ganado el sobrenombre. Desciende del taxi,
nos abre la puerta amable. Mientras montamos, abre el maletero y saca de él pequeños
paquetes de galletitas que, además de ofrecernos, reparte entre los taxistas y
vendedores que allí se encuentran. Todos contentos, todos deben favores a “Number
One”. Él mantiene su status. Por eso la escasa insistencia de los otros
chóferes.
El viaje hasta Xuang Kong
Si es algo más largo. Durante el recorrido uno de los gadgets pita cada cierto
tiempo. “Number One” me mira y comenta sonriente “Photo”. Sé que no me está
fotografiando pero no qué me dice. Mis compañeros, más duchos que yo en el arte
de la conducción, intervienen. Es un detector de radares. “Photo, photo”
insiste “Number One” señalando al exterior. Yo asiento con la cabeza. “Number
One” ríe por su astucia. Jinglong se abre a nuestros ojos. Es un enorme cañón.
Tan enorme como todo en este país. De una de sus paredes, a sesenta metros del
suelo, cuelga, suspendido de la pared, el templo de Xuang Kong Si. Formado por
cuarenta dependencias distintas que recorremos por completo, es una maravilla
arquitectónica en cuya visita hay que dejar el vértigo a pie de ascenso.
Una etapa nos queda y
no está lejos. En la ciudad de Ying County, enclavada en un precioso barrio
tradicional, se ubica la Sakyamuni Pagoda. “Woodden Pagoda” como insiste “Number
One”. La mayor pagoda de madera del mundo ha resistido el paso del tiempo e
incluso la acción de dos terremotos. Su interior alberga un enorme Buda de doce
metros y una escalera emocionante. Desde las ventanas de su parte alta, contemplamos
toda la ciudad. Miles de pájaros vuelan sin motivo aparente alrededor de este delicado
monumento.
De regreso a Datong, “Number
One” cambia de ruta. Atravesamos una enorme ciudad de novísimas construcciones
y muy poca gente en sus calles. Es una de esas urbes que el gobierno chino construye
de forma antinatural, para habitarlas con peones que trabajen en cercanas
factorías. Más nos parece el final de aquel viejo chiste “Pues yo ayer pasé por
aquí y no estaba…”. Llegados a Datong la despedida de “Number One” está acorde
con los servicios prestados. Sus últimas palabras son “Hotel? Bar Girls?”. “Hotel”
respondemos resignados y sonriente se despide.
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