Llanto en Tian'anmen / Plor a Tian'anmen |
Con los pies destrozados / Amb els peus destrossats |
De guardia en la ciudad prohibida / De guàrdia a la Ciutat Prohibida |
Glamour chino / Glamour xinès |
Conmigo mismo / Amb mi mateix |
Beijing's Gang |
La inmensidad de Tian’anmen.
Templos y palacios, palacios
y templos, más templos y más palacios, más palacios y más templos… Harto ya. Muy
harto de edificaciones chinas estoy. Llevamos toda la mañana de un lado a otro
del casco antiguo de esta ciudad, contemplando arquitecturas que limitan su
variedad a una de estas dos alternativas. Palacio de invierno, templo de la
sabiduría, palacio de verano, templo de la eterna pereza, palacio de los besos
avinagrados, templo de los eunucos liberados… mucho de estos nombres no son los
reales, evidente, pero a mi se me antojan más que adecuados. He perdido definitivamente
el interés por un estilo ornamental que hace horas ha dejado de sorprenderme. Siento
que la suma del cansancio, los días fuera de casa y la falta de sueño han acabado
por dejarme en un estado catatónico que me impide disfrutar en plenitud del Gran
Arte. Sobre el mapa las distancias no son grandes, en esta inmensidad todo es
agotador. La zona que recorremos cobija solo a cuatro de los veinte millones de
habitantes que tiene la urbe. No parece mucho pero hablamos al menos de la
población de Madrid y, por la escasa altura de los edificios, de una extensión
bastante mayor.
Es mediodía y nuestros
estómagos dan el primer aviso. Cambiamos de plan y decidimos dejar la Ciudad
Prohibida para la tarde. La propuesta ahora es visitar el popular mercado de
los pinchos. Parece buena opción. Caminamos un par de kilómetros siguiendo la
ruta que el plano marca. En una calleja, no muy alejada de grandes avenidas
comerciales, se ubican decenas de tenderetes ofreciendo sus productos. Cualquier
animal, de pequeño o gran tamaño, es candidato a acabar ensartado, entero o en
porciones, en una varilla de madera. Empaladas cucarachas como el pulgar de un
camionero, nos observan con tristes rostros. Otro tanto podemos contar de saltamontes,
grillos, escorpiones, estrellas de mar e hipocampos… También cosas más “normales”
como ternera, pollo, pescado, mejillones, Hay incluso algunos elementos
difíciles de identificar a primera vista. Un extenso surtido no apto para todos
los paladares. Humo y olores se mezclan en los corredores que serpentean entre
los distintos puestos por momentos azuzando las glándulas salivares, por
momentos convirtiendo la experiencia en algo más desagradable. Junto a la comida
puestos con suvenires, bebidas, ropas e incluso algunos tan peculiares que
ofrecen tarántulas disecadas.
Decidimos picar algo y tomar
unas cervezas antes de seguir el eterno recorrido. Comenzamos por lo más
convencional regándolo con cervezas de distintas marcas. Comer entre aquella
muchedumbre que no nos quita ojo, con los comerciantes ofreciendo sin descanso
sus productos, con las risas provocadas por nuestros propios comentarios, acaba
siendo una divertida experiencia. En la euforia provocada por la suma de
sensaciones, Dani, en uno de los puestos, pide tres mejillones a la plancha.
Veinte yuanes – unos dos euros - por la tapa, por muy chinos que sean los moluscos,
parece caro. La sorpresa es mayor. Al depositar los veinte yuanes sobre el
mostrador, el vendedor nos dice que ese es el precio por cada uno. Negamos. No
es eso lo que pone en su rótulo. Él afirma. Se inicia el conflicto. La
conversación chino-castellano se convierte en un despropósito que no ayuda en
nada a la resolución del caso. La tensión crece. La solución es fácil.
Pensamos. Nos devuelve nuestros veinte yuanes y se queda con su género.
Entendemos que el tipo dice que ha puesto la salsa y no hay marcha atrás. Tenemos
que pagarle el importe íntegro. Su actitud comienza a rozar la mala educación.
También la nuestra por la falta de entendimiento. Amenaza con llamar a la
policía. Le decimos que adelante que sean ellos quienes lo solucionen. No hay
ni un movimiento por su parte. Acabamos por comer uno solo de los mejillones a
cambio de lo pagado y, bajo el peso de sus maldiciones, dejamos el tenderete a
nuestras espaldas.
A pesar del desagradable
percance, seguimos con nuestra peculiar degustación. Llega la hora de arriesgar
algo más. Dani se empeña en que probemos otro tipo de delicatesen. Alacranes. Pablo
da un paso atrás. Argumenta que en Valladolid se toman en adobo y nunca fritos.
Dani me mira. Asiento. Elegimos. Cuatro de ellos, ensartados el uno sobre el
otro, mueven sus patas mientras entran en el baño de aceite hiviendo. No
escuchamos sus gritos pero podemos imaginarlos. En unos minutos el “chef”, con
una sonrisa amplia como el Yang-Tse y unos ojos que solo son dos guiones, nos
pasa el pincho. Dani, tan lanzado él, me cede el turno. “Comienza tú” dice. Lo
miro. Miro a Pablo y el asco en su cara. Casi pánico. Pido que tengan lista una
cerveza por si debo tragar rápido. Llevo el pincho a mi boca. Atrapo el alacrán
con mis labios. Noto la forma del arácnido en mi boca. Su coraza, sus patas, la
cola… Al morder cruje. Mastico. Pablo tiene su momento de gloria cuando comenta
qué habrá pasado con el veneno. Comienzo a saborearlo. Sigo masticando y busco
comparaciones. Su sabor es parecido a una gamba frita. La piel de ésta es
similar a la armadura de éste. Me gusta, pero no digo nada. Cedo el testigo a
Dani. Me mira. Bebo cerveza. Sonrío. Con gesto único come el suyo. Pablo ha
conseguido documentos gráficos de ambos momentos. Cordiales, le ofrecemos que
pruebe. Lo rechaza. A pesar de que ambos comentamos que no está nada mal. Pero
no cuela. Como mi segunda pieza y Dani remata el pincho. Otra cerveza y la
búsqueda de uno de mollejas en el que partícipe Pablo cierra el ágape.
Después de comer, caminamos
hasta el Jardín Imperial; un espectacular parque que envuelve una colina en
cuya cima se sitúa otro templo más. En estos jardines son numerosos los
ancianos que cantan, bailan, realizan tai-chi o cualquier otra actividad que se
les antoje. Caminamos cerca de ellos despertando su curiosidad. Mucho más de lo
que ellos ya consiguen despertar la nuestra. Se cuenta que dicha colina está
formada por la tierra que se desplazó para la construcción de una Ciudad Prohibida
que, desde el mirador que hay junto al elevado templo, se extiende a nuestros
pies. Tras el descenso, cruzamos una avenida que nos interna en la Ciudad
Prohibida. La entrada por la que pensábamos acceder, justo frente al Jardín
Imperial, se está utilizando estos días solo como salida. Bordeamos el complejo
haciéndonos una idea mucho más aproximada de las dimensiones que los aposentos
del emperador y su corte tienen. No extraña que pasase la mayor parte del
tiempo aislado. Si es que se puede estar aislado en un espacio de este tamaño.
Cuando por fin accedemos al interior, fastuosas construcciones se abren a
nuestro paso. Son muy bellas, solo echamos de menos un mayor cuidado en los
interiores. Es escaso el mobiliario que se conserva, eso sí, fascinante. Son varias
las horas que nos lleva recorrer los distintos habitáculos que la componen.
Cuando por fin finalizamos el recorrido, salimos al exterior atravesando un par
de robustas murallas sucesivas que desembocan frente a la inmensidad de la
Plaza más famosa de toda China; Tian’anmen. El lugar es tan grandioso que
apenas se distingue su final. Túneles subterráneos llevan desde el perímetro de
la plaza lo que sería la parte central.
Para acceder a esta zona pasamos escáneres y minuciosos controles. Ya en el
exterior observamos que la muchedumbre ocupa toda la plaza. En el centro de
ésta, una colorida escultura da cuenta de las celebraciones que se están
llevando a cabo esos días. Se cumplen noventa años del Partico Comunista Chino.
De ello da fe la gran fotografía del rostro de Mao Tse Tung que preside la
plaza colgando paradójicamente, de los muros de la que fue residencia del
último emperador de China. De algún
modo, aunque sea de forma metafórica, este lugar marca el fin de nuestro fabuloso
viaje.
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