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Aguerrida mongola / Aguerrida mongola |
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Gobi (II).
La nada. El desierto. Nunca
un vocablo tuvo mayor correspondencia con la realidad. Jamás, en mi ya extensa
vida, había estado en un lugar del mundo donde, tras un giro completo sobre mi
mismo, el resultado fuese la nada.
Esto es lo que hallamos
apenas salidos del desfiladero y de camino hacia nuestro nuevo destino. Kilómetros
y más kilómetros donde tan solo el suelo que pisamos es corpóreo. No hay
vegetación. No hay piedras, ni postes de teléfono, ni caminos, ni huellas, ni
animales… No hay nada. El paisaje se extiende tanto en el tiempo que quedan
pocas ganas de bromear. Se escucha tan solo algún quejido cuando alguno de
nosotros, medio adormecido, golpea con su cuerpo contra las aristas de la
furgoneta. El resto, silencio. Brazos se extienden en busca de botellas de agua
que hidraten nuestras ásperas bocas. De vez en cuando algún leve comentario y
un esbozo de sonrisa. Más por cumplir que por convicción. Después de varias
horas de viaje en las que hemos recorrido poco más de cien kilómetros, en la
distancia, a ambos lados, divisamos cordilleras montañosas. Sobre la negra
silueta de una ellas, una enorme silueta de amarillo pálido se dibuja. Al
acercarnos, comprobamos que se trata de dunas. Verdaderas montañas de arena.
Estamos cerca de destino… solo que todavía no sabemos cual es. El chófer se
detiene ante un grupo de tres o cuatro gers que hallamos en el camino. Steve y él
descienden. Nos piden que permanezcamos en el vehículo. Desde la distancia les
vemos gesticular. Poco después están de regreso. No parece que aquel sea nuestro
hotel. Nos ponemos de nuevo en marcha sin más explicaciones. Nuevo grupo de
tiendas. Nueva negociación. Sin éxito. Una vez más en marcha. Por fin, en el
cuarto lugar en el que nos detenemos, el mongol nos da permiso para acomodarnos.
Cuatro gers, una motocicleta y un grupo de camellos, sin saberlo, posan frente
a Khongoryn Els, la cordillera de arena. Todavía hay luz y decidimos dar un
paseo hasta las dunas. Algo menos de un kilómetro de un osario de camello. Agradable,
a pesar de todo. Llegamos a la duna pero la falta de sol invita a regresar en
la mañana.
Poco más hay que hacer en el
lugar. Ni nosotros ni los nómadas. Dedican sus días a ver pasar la vida, sin
más ocupación que la de charlar con los ocasionales viajeros. Somos elementos atípicos
en su mundo y como tal nos miran. Los niños, varios, observan curiosos desde la
distancia. Tengo las de ganar en este juego. Aprovechando los últimos minutos
de luz, saco cuaderno y pinceles. Me siento a dibujar. Poco a poco, los
pequeños me rodean. Cuchichean. Dibujo a una de ellas, al chófer y paisajes. Risas.
Soy el ídolo local. Entro en la tienda. Saco caramelos y bolígrafos que llevo
en la mochila. El regalo les hace felices. Con qué poco, me digo. Al día
siguiente seguirán con los bolígrafos en la mano, a pesar de no tener ni una
hoja de papel donde usarlos.
La noche no es muy distinta
de las que pasamos en el desierto en Marruecos. A la luz de las velas solo
queda la posibilidad de “desvirgar” la botella de Red Label y charlar. Charlar
del bien y del mal, del sexo de los ángeles, de cualquier tema sin transcendencia
que pase por nuestras obnubiladas mentes. Le dedicamos horas. Steve y el chófer
participan. La políglota conversación gira en torno a la idiosincrasia del
pueblo mongol y la propia. Las preguntas de Steve van de la religión, a otras
menos prosaicas sobre las mujeres españolas. El orgullo como nación,
inexistente en nuestro caso, es algo muy arraigado en las almas mongolas.
Gengis Khan sigue siendo un mito. Un gran rey. Vista la dificultad que implica el
país, le creemos. Mucho más tarde, bajo un espectacular manto estrellado, hacemos
uso de la inmensa toilette que se expande ante nuestros ojos mientras
identificamos los astros. Nos sentimos felices.
El día se abre. El sol nos
atrapa escalando la duna. Si no fuese porque ya viví algo similar en el Sahara,
me hubiese rendido. No lo hago. Corono tras mis jóvenes compañeros. Fotos. Disfrutamos
del paisaje. La arena es distinta a la de Marruecos. Mucho más blanca. Mucho
más fina. En algunos lugares se apelmaza y hay tramos donde es tan dura que no
cuesta caminar sobre ella. Ya en el campamento, agotados, el chófer comenta que
para ir por las dunas, lo mejor es descalzarse. A buenas horas…
Tras un pausado paseo en
camello, reemprendemos la marcha. El nuevo destino es Bayanzag; el cementerio
de los dinosaurios. El lugar, enclavado en pleno Gobi, estéticamente recuerda
una versión reducida del Gran Cañón. El rojo de su tierra destaca entre la
blanca arena que lo rodea, convirtiéndolo casi en una aparición fantasmagórica.
Paseamos por los estrechos desfiladeros que componen esta escultura de la
Naturaleza y hallamos a nuestro paso fósiles. Muchos. Según parece, una
tormenta de arena atrapo en este lugar a numerosos dinosaurios y acabó por
enterrarles. A principios de los años veinte del pasado siglo, mientras buscaba
fósiles humanos, la expedición capitaneada por Roy Chapman Andrews - el personaje
inspirador de Indiana Jones -, se topó, de forma casual, con este lugar. Aquí encontraron
los primeros huevos de dinosaurio.
Seguimos viaje. Unos
kilómetros más adelante el chófer saca medio cuerpo por la ventanilla de la
furgoneta. Lo hace en varias ocasiones. Nos preguntamos qué sucede. En una zona
llana se detiene. Descendemos. Hemos pinchado. En menos que cuesta narrarlo ha
cambiado la rueda y ha reparado la dañada - con un boquete de varios
centímetros -. Entendemos porqué estos coches son tan apreciados en este territorio.
Alguien con nociones de mecánica puede apañarse con cierta facilidad, cosa que con
los todoterreno actuales no sucede. Chófer y mecánico por el mismo precio. El
mismo no, nos comenta Steve. El chófer gana el doble que él. Tampoco va a poder
retirarse con su sueldo. Antes de subir
de nuevo, nos muestran los faros delanteros. Llenos hasta arriba de agua. Daños
colaterales del tramo que ayer hicimos por el cauce de un río.
Se acerca el mediodía. Steve
propone comer en una ciudad cercana. Hay un restaurante, dice. Nos parece bien.
Realmente nos parece magnífico… hasta que llegamos. La susodicha ciudad es un pequeño
pueblo. Las casas son precarias plantas bajas. Y lo del restaurante suena a
broma. Entramos en la vivienda de una señora, nos acomodamos en su comedor. Prepara
unos espantosos fideos melosos con diminutas tiras de carne tremendamente dura.
¿Y para beber? Té. “¿No tiene cerveza?” pregunta Pablo. Ni responden. Poco
después, bajo la curiosa vigilancia de algunas lugareñas, comemos. Algunas nos
acompañan, otras simplemente nos observan. Pienso que, además de restaurante
local, tal vez sea también el teatro y nosotros mismos, el espectáculo del año.
Las numerosas fotos que a la salida nos piden los nativos, confirma nuestro
nuevo status de miembros del Star System.
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