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lunes, 5 de diciembre de 2011

De la Plaza Roja A Tian'Anmen (XV)

Nómadas / Nòmades

La cordillera de arena / La serralada de sorra

Aguerrida mongola / Aguerrida mongola 

El navío del desierto / El vaixell del desert


Gobi (II). 

La nada. El desierto. Nunca un vocablo tuvo mayor correspondencia con la realidad. Jamás, en mi ya extensa vida, había estado en un lugar del mundo donde, tras un giro completo sobre mi mismo, el resultado fuese la nada.
Esto es lo que hallamos apenas salidos del desfiladero y de camino hacia nuestro nuevo destino. Kilómetros y más kilómetros donde tan solo el suelo que pisamos es corpóreo. No hay vegetación. No hay piedras, ni postes de teléfono, ni caminos, ni huellas, ni animales… No hay nada. El paisaje se extiende tanto en el tiempo que quedan pocas ganas de bromear. Se escucha tan solo algún quejido cuando alguno de nosotros, medio adormecido, golpea con su cuerpo contra las aristas de la furgoneta. El resto, silencio. Brazos se extienden en busca de botellas de agua que hidraten nuestras ásperas bocas. De vez en cuando algún leve comentario y un esbozo de sonrisa. Más por cumplir que por convicción. Después de varias horas de viaje en las que hemos recorrido poco más de cien kilómetros, en la distancia, a ambos lados, divisamos cordilleras montañosas. Sobre la negra silueta de una ellas, una enorme silueta de amarillo pálido se dibuja. Al acercarnos, comprobamos que se trata de dunas. Verdaderas montañas de arena. Estamos cerca de destino… solo que todavía no sabemos cual es. El chófer se detiene ante un grupo de tres o cuatro gers que hallamos en el camino. Steve y él descienden. Nos piden que permanezcamos en el vehículo. Desde la distancia les vemos gesticular. Poco después están de regreso. No parece que aquel sea nuestro hotel. Nos ponemos de nuevo en marcha sin más explicaciones. Nuevo grupo de tiendas. Nueva negociación. Sin éxito. Una vez más en marcha. Por fin, en el cuarto lugar en el que nos detenemos, el mongol nos da permiso para acomodarnos. Cuatro gers, una motocicleta y un grupo de camellos, sin saberlo, posan frente a Khongoryn Els, la cordillera de arena. Todavía hay luz y decidimos dar un paseo hasta las dunas. Algo menos de un kilómetro de un osario de camello. Agradable, a pesar de todo. Llegamos a la duna pero la falta de sol invita a regresar en la mañana.
Poco más hay que hacer en el lugar. Ni nosotros ni los nómadas. Dedican sus días a ver pasar la vida, sin más ocupación que la de charlar con los ocasionales viajeros. Somos elementos atípicos en su mundo y como tal nos miran. Los niños, varios, observan curiosos desde la distancia. Tengo las de ganar en este juego. Aprovechando los últimos minutos de luz, saco cuaderno y pinceles. Me siento a dibujar. Poco a poco, los pequeños me rodean. Cuchichean. Dibujo a una de ellas, al chófer y paisajes. Risas. Soy el ídolo local. Entro en la tienda. Saco caramelos y bolígrafos que llevo en la mochila. El regalo les hace felices. Con qué poco, me digo. Al día siguiente seguirán con los bolígrafos en la mano, a pesar de no tener ni una hoja de papel donde usarlos.
La noche no es muy distinta de las que pasamos en el desierto en Marruecos. A la luz de las velas solo queda la posibilidad de “desvirgar” la botella de Red Label y charlar. Charlar del bien y del mal, del sexo de los ángeles, de cualquier tema sin transcendencia que pase por nuestras obnubiladas mentes. Le dedicamos horas. Steve y el chófer participan. La políglota conversación gira en torno a la idiosincrasia del pueblo mongol y la propia. Las preguntas de Steve van de la religión, a otras menos prosaicas sobre las mujeres españolas. El orgullo como nación, inexistente en nuestro caso, es algo muy arraigado en las almas mongolas. Gengis Khan sigue siendo un mito. Un gran rey. Vista la dificultad que implica el país, le creemos. Mucho más tarde, bajo un espectacular manto estrellado, hacemos uso de la inmensa toilette que se expande ante nuestros ojos mientras identificamos los astros. Nos sentimos felices.     
El día se abre. El sol nos atrapa escalando la duna. Si no fuese porque ya viví algo similar en el Sahara, me hubiese rendido. No lo hago. Corono tras mis jóvenes compañeros. Fotos. Disfrutamos del paisaje. La arena es distinta a la de Marruecos. Mucho más blanca. Mucho más fina. En algunos lugares se apelmaza y hay tramos donde es tan dura que no cuesta caminar sobre ella. Ya en el campamento, agotados, el chófer comenta que para ir por las dunas, lo mejor es descalzarse. A buenas horas…
Tras un pausado paseo en camello, reemprendemos la marcha. El nuevo destino es Bayanzag; el cementerio de los dinosaurios. El lugar, enclavado en pleno Gobi, estéticamente recuerda una versión reducida del Gran Cañón. El rojo de su tierra destaca entre la blanca arena que lo rodea, convirtiéndolo casi en una aparición fantasmagórica. Paseamos por los estrechos desfiladeros que componen esta escultura de la Naturaleza y hallamos a nuestro paso fósiles. Muchos. Según parece, una tormenta de arena atrapo en este lugar a numerosos dinosaurios y acabó por enterrarles. A principios de los años veinte del pasado siglo, mientras buscaba fósiles humanos, la expedición capitaneada por Roy Chapman Andrews - el personaje inspirador de Indiana Jones -, se topó, de forma casual, con este lugar. Aquí encontraron los primeros huevos de dinosaurio.
Seguimos viaje. Unos kilómetros más adelante el chófer saca medio cuerpo por la ventanilla de la furgoneta. Lo hace en varias ocasiones. Nos preguntamos qué sucede. En una zona llana se detiene. Descendemos. Hemos pinchado. En menos que cuesta narrarlo ha cambiado la rueda y ha reparado la dañada - con un boquete de varios centímetros -. Entendemos porqué estos coches son tan apreciados en este territorio. Alguien con nociones de mecánica puede apañarse con cierta facilidad, cosa que con los todoterreno actuales no sucede. Chófer y mecánico por el mismo precio. El mismo no, nos comenta Steve. El chófer gana el doble que él. Tampoco va a poder  retirarse con su sueldo. Antes de subir de nuevo, nos muestran los faros delanteros. Llenos hasta arriba de agua. Daños colaterales del tramo que ayer hicimos por el cauce de un río.
Se acerca el mediodía. Steve propone comer en una ciudad cercana. Hay un restaurante, dice. Nos parece bien. Realmente nos parece magnífico… hasta que llegamos. La susodicha ciudad es un pequeño pueblo. Las casas son precarias plantas bajas. Y lo del restaurante suena a broma. Entramos en la vivienda de una señora, nos acomodamos en su comedor. Prepara unos espantosos fideos melosos con diminutas tiras de carne tremendamente dura. ¿Y para beber? Té. “¿No tiene cerveza?” pregunta Pablo. Ni responden. Poco después, bajo la curiosa vigilancia de algunas lugareñas, comemos. Algunas nos acompañan, otras simplemente nos observan. Pienso que, además de restaurante local, tal vez sea también el teatro y nosotros mismos, el espectáculo del año. Las numerosas fotos que a la salida nos piden los nativos, confirma nuestro nuevo status de miembros del Star System.

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