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sábado, 12 de noviembre de 2011

De la Plaza Roja a Tian'anmen (X)

Zíngaras de Irkutsk / Zíngares de Irkutsk

La sombra de Lenin / L'ombra de Lenin

La París de Siberia / La París de Sibèria

Veterano de las guerras del Mar Negro / Veterà de les guerres del Mar Negre



¿Dónde se esconde la París de Siberia?

“Uno, dos, tres, cuatro…” en ruso y hasta ocho, cuenta con los dedos Stas. Pablo lo mira perplejo mientras seguimos preparando las mochilas para nuestro desembarco, el siguiente amanecer, en Irkutsk. “Uno, dos, tres, cuatro….” Se empecina Stas y agita a Pablo que sigue sin entender nada de lo que sucede. No hay forma de saber que quiere aquel siberiano cargado de cerveza que, al mismo tiempo, se desespera al ver que no comprendemos. “Irkutsk” nos grita, y reinicia la cuenta con sus dedos de manera obsesiva. Reímos, pero ya comenzamos a estar hartos de este empeño. “Uno, dos, tres, cuatro…” nos mira con sus vidriosos ojos saltones, su nariz rota y su boca a la que faltan algunas piezas dentales. Nos mira con ese rostro tan peculiar, desencajado por la bebida, y desesperado por nuestra falta de entendimiento. “Uno, dos, tres, cuatro…” insiste en una letanía que nos supera… Por fin uno de nosotros exclama “¿No pensará que vamos a descender por error en la estación equivocada?”. Como podemos, se lo hacemos entender y el aliviado suspiro de Stas inunda la camareta. Sonríe. Por fin. Esa era su preocupación. Nos explicamos. Con señas y escasas palabras. Solo preparamos los equipajes, la llegada a la capital siberiana es temprano y no queremos perder el menor tiempo. Nos abraza. Nos besa con esa efusividad tan rusa, cuando dejan atrás su frialdad. Sus amigos españoles no van a dejar el tren en una estación equivocada. Ahora ríe. Regresa con su “Uno, dos, tres, cuatro…” pero esta vez sonríe al pensar en el malentendido. Poco después, apenas un suspiro más tarde, duerme tranquilo.   
Descendemos del tren. Tan temprano como temíamos. Irkutsk, en pleno centro de Siberia, nos muestra un estilo de vida más asiático que el presenciado hasta el momento. Todo allí es caótico. Más que en esa Ekaterimburgo de la que venimos, o en aquel Moscú que ya nos parece tan lejano. En la vorágine de la salida, la despedida de Stas y Alexei ha sido inexistente. En nuestro fuero interno deseamos que les vaya bien en su encuentro. Que no haya demasiadas secuelas de los “golpes” recibidos las noches anteriores.
Siguiendo nuestra norma salimos rápido de la estación. Los taxistas se agolpan, ahora si, a nuestro alrededor. Insisten, una y otra vez, en ofrecer sus servicios. Nos mostramos decididos y nos encaminamos directos hacia una dirección concreta. Resulta ser la equivocada. Vagamos por una zona de desordenado urbanismo. Salpicada de descampados, grupos de desocupados jóvenes, nos siguen con sus desconfiadas miradas y gesto chulesco. A pesar de la firmeza de nuestro paso su actitud es amenazante. Es un lugar por el que preferiría no tener que pasar de noche. Atravesados esos callejones, y en lo alto de una pequeña colina, divisamos la ciudad al completo. Muy cerca, el río Angara. Por fin, situados, nos queda claro el camino a seguir. Cruzamos el soberbio puente que nos separa de la otra orilla, la parte bulliciosa de la ciudad. La bruma de la mañana le da a todo cierto aspecto fantasmagórico. Numerosas banderolas, ornamentan las farolas del puente decoradas con el lema de una gran celebración; los trescientos cincuenta años de la fundación de la ciudad. De entrada sorprende que ésta sea tan reciente, pero si piensas la dureza de las condiciones de vida del lugar, y que estos pueblos hasta hace bien poco eran cazadores nómadas, no resulta difícil de entender. Visitamos un par de iglesias ortodoxas, otras más que se unen a nuestra ya extensa colección y, después, nos encaminamos a la principal arteria comercial. Se sitúa ésta adyacente al barrio que alberga las clásicas mansiones de madera, aquellas que otorgaron a esta ciudad el poético sobrenombre de “la Paris de Siberia”. Como voy corto de memoria en la tarjeta de la cámara, intento en vano comprar una de repuesto en alguna de las tiendas de fotografía que encontramos a nuestro paso. El tema de los comercios es bien curioso en esta parte del país. A la ausencia total de escaparates, se unen innumerables rótulos, con el eclecticismo por bandera, alrededor de las puertas de entrada que convierten en absolutamente indescifrable lo que se vende en el interior de los establecimientos. Así, para encontrar lo que realmente buscas, no tienes otro remedio que internarte y echar una ojeada al género expuesto. Así, a la caza de la tarjeta fotográfica, hago una breve visita a una peluquería de señoras, una tienda de lencería y un lugar que tan bien podría ser una agencia inmobiliaria,  como un enclave de corredores de apuestas. Entretanto nos hemos aproximado al mercado local. Un mercado bastante bien acondicionado y en el que llaman poderosamente la atención, los puestos de pescado. La cercanía del Baikal, y las innumerables especies extrañas que allí habitan, convierten estos puestos, en el lugar de inspiración favoritos para los diseñadores de monstruos de “Men in Black”. Paseamos brevemente por los pasillos donde amables vendedoras de rasgos asiáticos nos ofrecen sus productos. Poco a poco, quedan definidas tres razas en convivencia en estas ciudades del antiguo imperio. Los caucásicos, que viviendo en estas zonas parecen la minoría dominante, los de rasgos asiáticos, suponemos que los verdaderos moradores de estas tierras, y otro grupo étnico, de piel morena y rasgos marcados que bien podrían ser descendientes de los zíngaros desperdigados por toda Europa.
A la salida del mercado, nos encaminamos a curiosear la arquitectura de madera propia del siglo XIX. El barrio no es muy extenso y quedan una treintena de estas edificaciones. La mayoría de ellas en pésimo estado. Es cierto que algunas están siendo restauradas y otras más lucen ya espléndidas. Solo estas nos aproximan, de forma imaginaria, a entender lo que fue esta ciudad en la época zarista. Intento imaginar las rebeliones tártaras que tan bien narra Verne en su Miguel Strogoff, y la resistencia de esta población a ellas, pero ya es mediodía y el hambre comienza a apretar. Comemos en un pequeño tugurio a base de pollo frito, patatas cocidas, snacks y cerveza, después de la negativa de Pablo a comer en un coreano de aspecto burdelesco. Despues, nos encaminamos a la estación de autobuses.
El lugar es escalofriante. El asfaltado brilla por su ausencia. Las taquillas están en el interior de un edificio en obras pero también hay acceso a ellas por ventanas externas. Después de algunas laboriosas gestiones, conseguimos los billetes para nuestro viaje a Lsvyanka. Salimos al exterior y, entre el fango, nos dirigimos al supuesto andén. Una furgoneta de diez o doce plazas aguarda junto al número indicado. Esperamos. Algunos chóferes se nos ofrecen para hacer el mismo recorrido por el precio que nos ha costado el ticket. Los rechazamos. Averiguamos después que también son vehículos de la estación de autobuses, en cierto modo autorizados. Observamos que junto a la barrera de salida, además del guardabarrera, un grupo de rusos, vestidos por completo de negro con chaquetas de piel de este color, se encargan, cada vez que uno de los vehículos se dirige a la salida, de acercarse al conductor y recoger la consiguiente “mordida”. Finalmente aparece nuestro chófer. Nos montamos. Nos cuenta. Nos situamos. Quedo en el asiento que hay junto a la puerta corredera. Frente a mí, un anciano siberiano se acomoda con el fin de pasar un viaje tranquilo. Circulamos cerca de media hora por el interior de la ciudad. Nos parece imposible que, según las dimensiones vistas de la ciudad, no estemos dando vueltas en círculo con el fin de prolongar la duración del traslado. Poco después tomamos carretera abierta. El calor vespertino, nuestra reciente comida, y el cansancio acumulado, me llevan a un sopor que acaba en sueño. Sueño que se interrumpe con el primer frenazo del conductor y que me lleva a caer, desde mi asiento, sobre las piernas del despreocupado anciano. Azorado, hago nerviosos gestos de disculpa con celeridad. Aquel hombre resta importancia a lo sucedido. No puede parar de reír. No es el único. Los cabrones de mis “amigos” le secundan desde los asientos posteriores. Paso el resto del viaje haciendo esfuerzos para no volver a dormirme. Con la llegada de las primeras paradas quedo encargado de la apertura y cierre de la puerta con lo que la modorra se diluye.
Lsvyanka es una población costera que se extiende varios kilómetros a lo largo de la orilla del lago y que solo, en los escasos puntos en que la orografía lo permite, se extiende algunos cientos de metros hacia el interior. El lago es inmenso. Más que un lago asemeja un mar. Decidimos buscar primero nuestro alojamiento y después salir a dar un paseo y disfrutar de la exuberante naturaleza que lo circunda. Buscamos la casa en la que hemos alquilado habitaciones, recorriendo la ciudad arriba y abajo. Es en vano. Volvemos a leer las indicaciones enviadas por mail. Buscamos las referencias escritas y no acabamos de encontrarlas por completo. Al final decidimos internarnos por unos caminos junto a los que se acumulan edificaciones de estética similar a la que Dani recuerda de las fotos de Internet. Después de algo más de media hora de búsqueda, por fin nos encontramos ante la casa. Una edificación por completo de madera, bien situada y mejor cuidada. Entramos en su agradable jardín y encontramos allí a nuestra anfitriona dedicada a tareas agrícolas. Rita es una mujer madura que todavía conserva buena parte de su atractivo. Amablemente, nos ordena quitarnos los zapatos y calzar las chanclas que para tal fin tiene en el pequeño hall acristalado. La seguimos después a la planta superior. En un inglés básico bastante asequible para mí, nos da las pertinentes indicaciones acerca de las normas de funcionamiento de la casa. Tenemos dos habitaciones dobles, una de las cuales será – o no - compartida con otra persona. De forma natural Dani se queda con esta, imagino que con la vana esperanza que una fémina le alegre la noche. Descargamos nuestro equipaje, nos damos una reconfortante ducha – la primera desde Moscú – y una hora más tarde recorremos la orilla del lago admirados por la belleza del entorno. Una frugal cena, a la que volvemos a llegar por los pelos, nos deriva hacia el lago de nuevo. Seguimos picando pues la brevedad del ágape nos ha dejado con ganas. Probamos algunas delicatesen de la región y lo regamos con diversas cervezas. Mientras tanto, la luz se ha ido desvaneciendo dejándonos un hermoso cielo salpicado de estrellas. Un cielo bajo el que caminamos de regreso entre charlas y risas con la ilusión, después de tantos días de ajetreo, de poder tener por fin una noche en un entorno agradable, pero sobre todo, de sueños húmedos.

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