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¿Dónde se esconde la París de Siberia?
“Uno, dos, tres, cuatro…” en
ruso y hasta ocho, cuenta con los dedos Stas. Pablo lo mira perplejo mientras
seguimos preparando las mochilas para nuestro desembarco, el siguiente amanecer,
en Irkutsk. “Uno, dos, tres, cuatro….” Se empecina Stas y agita a Pablo que
sigue sin entender nada de lo que sucede. No hay forma de saber que quiere aquel
siberiano cargado de cerveza que, al mismo tiempo, se desespera al ver que no
comprendemos. “Irkutsk” nos grita, y reinicia la cuenta con sus dedos de manera
obsesiva. Reímos, pero ya comenzamos a estar hartos de este empeño. “Uno, dos,
tres, cuatro…” nos mira con sus vidriosos ojos saltones, su nariz rota y su
boca a la que faltan algunas piezas dentales. Nos mira con ese rostro tan
peculiar, desencajado por la bebida, y desesperado por nuestra falta de
entendimiento. “Uno, dos, tres, cuatro…” insiste en una letanía que nos supera…
Por fin uno de nosotros exclama “¿No pensará que vamos a descender por error en
la estación equivocada?”. Como podemos, se lo hacemos entender y el aliviado
suspiro de Stas inunda la camareta. Sonríe. Por fin. Esa era su preocupación.
Nos explicamos. Con señas y escasas palabras. Solo preparamos los equipajes, la
llegada a la capital siberiana es temprano y no queremos perder el menor
tiempo. Nos abraza. Nos besa con esa efusividad tan rusa, cuando dejan atrás su
frialdad. Sus amigos españoles no van a dejar el tren en una estación
equivocada. Ahora ríe. Regresa con su “Uno, dos, tres, cuatro…” pero esta vez sonríe
al pensar en el malentendido. Poco después, apenas un suspiro más tarde, duerme
tranquilo.
Descendemos del tren. Tan
temprano como temíamos. Irkutsk, en pleno centro de Siberia, nos muestra un
estilo de vida más asiático que el presenciado hasta el momento. Todo allí es
caótico. Más que en esa Ekaterimburgo de la que venimos, o en aquel Moscú que
ya nos parece tan lejano. En la vorágine de la salida, la despedida de Stas y
Alexei ha sido inexistente. En nuestro fuero interno deseamos que les vaya bien
en su encuentro. Que no haya demasiadas secuelas de los “golpes” recibidos las
noches anteriores.
Siguiendo nuestra norma
salimos rápido de la estación. Los taxistas se agolpan, ahora si, a nuestro
alrededor. Insisten, una y otra vez, en ofrecer sus servicios. Nos mostramos
decididos y nos encaminamos directos hacia una dirección concreta. Resulta ser la
equivocada. Vagamos por una zona de desordenado urbanismo. Salpicada de
descampados, grupos de desocupados jóvenes, nos siguen con sus desconfiadas
miradas y gesto chulesco. A pesar de la firmeza de nuestro paso su actitud es
amenazante. Es un lugar por el que preferiría no tener que pasar de noche.
Atravesados esos callejones, y en lo alto de una pequeña colina, divisamos la
ciudad al completo. Muy cerca, el río Angara. Por fin, situados, nos queda
claro el camino a seguir. Cruzamos el soberbio puente que nos separa de la otra
orilla, la parte bulliciosa de la ciudad. La bruma de la mañana le da a todo
cierto aspecto fantasmagórico. Numerosas banderolas, ornamentan las farolas del
puente decoradas con el lema de una gran celebración; los trescientos cincuenta
años de la fundación de la ciudad. De entrada sorprende que ésta sea tan
reciente, pero si piensas la dureza de las condiciones de vida del lugar, y que
estos pueblos hasta hace bien poco eran cazadores nómadas, no resulta difícil
de entender. Visitamos un par de iglesias ortodoxas, otras más que se unen a
nuestra ya extensa colección y, después, nos encaminamos a la principal arteria
comercial. Se sitúa ésta adyacente al barrio que alberga las clásicas mansiones
de madera, aquellas que otorgaron a esta ciudad el poético sobrenombre de “la
Paris de Siberia”. Como voy corto de memoria en la tarjeta de la cámara, intento
en vano comprar una de repuesto en alguna de las tiendas de fotografía que
encontramos a nuestro paso. El tema de los comercios es bien curioso en esta
parte del país. A la ausencia total de escaparates, se unen innumerables
rótulos, con el eclecticismo por bandera, alrededor de las puertas de entrada
que convierten en absolutamente indescifrable lo que se vende en el interior de
los establecimientos. Así, para encontrar lo que realmente buscas, no tienes
otro remedio que internarte y echar una ojeada al género expuesto. Así, a la
caza de la tarjeta fotográfica, hago una breve visita a una peluquería de
señoras, una tienda de lencería y un lugar que tan bien podría ser una agencia
inmobiliaria, como un enclave de
corredores de apuestas. Entretanto nos hemos aproximado al mercado local. Un
mercado bastante bien acondicionado y en el que llaman poderosamente la
atención, los puestos de pescado. La cercanía del Baikal, y las innumerables
especies extrañas que allí habitan, convierten estos puestos, en el lugar de
inspiración favoritos para los diseñadores de monstruos de “Men in Black”.
Paseamos brevemente por los pasillos donde amables vendedoras de rasgos
asiáticos nos ofrecen sus productos. Poco a poco, quedan definidas tres razas
en convivencia en estas ciudades del antiguo imperio. Los caucásicos, que
viviendo en estas zonas parecen la minoría dominante, los de rasgos asiáticos,
suponemos que los verdaderos moradores de estas tierras, y otro grupo étnico,
de piel morena y rasgos marcados que bien podrían ser descendientes de los
zíngaros desperdigados por toda Europa.
A la salida del mercado, nos
encaminamos a curiosear la arquitectura de madera propia del siglo XIX. El
barrio no es muy extenso y quedan una treintena de estas edificaciones. La
mayoría de ellas en pésimo estado. Es cierto que algunas están siendo restauradas
y otras más lucen ya espléndidas. Solo estas nos aproximan, de forma
imaginaria, a entender lo que fue esta ciudad en la época zarista. Intento
imaginar las rebeliones tártaras que tan bien narra Verne en su Miguel
Strogoff, y la resistencia de esta población a ellas, pero ya es mediodía y el
hambre comienza a apretar. Comemos en un pequeño tugurio a base de pollo frito,
patatas cocidas, snacks y cerveza, después de la negativa de Pablo a comer en
un coreano de aspecto burdelesco. Despues, nos encaminamos a la estación de
autobuses.
El lugar es escalofriante.
El asfaltado brilla por su ausencia. Las taquillas están en el interior de un
edificio en obras pero también hay acceso a ellas por ventanas externas.
Después de algunas laboriosas gestiones, conseguimos los billetes para nuestro
viaje a Lsvyanka. Salimos al exterior y, entre el fango, nos dirigimos al
supuesto andén. Una furgoneta de diez o doce plazas aguarda junto al número
indicado. Esperamos. Algunos chóferes se nos ofrecen para hacer el mismo
recorrido por el precio que nos ha costado el ticket. Los rechazamos.
Averiguamos después que también son vehículos de la estación de autobuses, en
cierto modo autorizados. Observamos que junto a la barrera de salida, además
del guardabarrera, un grupo de rusos, vestidos por completo de negro con
chaquetas de piel de este color, se encargan, cada vez que uno de los vehículos
se dirige a la salida, de acercarse al conductor y recoger la consiguiente
“mordida”. Finalmente aparece nuestro chófer. Nos montamos. Nos cuenta. Nos
situamos. Quedo en el asiento que hay junto a la puerta corredera. Frente a mí,
un anciano siberiano se acomoda con el fin de pasar un viaje tranquilo. Circulamos
cerca de media hora por el interior de la ciudad. Nos parece imposible que,
según las dimensiones vistas de la ciudad, no estemos dando vueltas en círculo
con el fin de prolongar la duración del traslado. Poco después tomamos
carretera abierta. El calor vespertino, nuestra reciente comida, y el cansancio
acumulado, me llevan a un sopor que acaba en sueño. Sueño que se interrumpe con
el primer frenazo del conductor y que me lleva a caer, desde mi asiento, sobre
las piernas del despreocupado anciano. Azorado, hago nerviosos gestos de
disculpa con celeridad. Aquel hombre resta importancia a lo sucedido. No puede
parar de reír. No es el único. Los cabrones de mis “amigos” le secundan desde
los asientos posteriores. Paso el resto del viaje haciendo esfuerzos para no
volver a dormirme. Con la llegada de las primeras paradas quedo encargado de la
apertura y cierre de la puerta con lo que la modorra se diluye.
Lsvyanka es una población
costera que se extiende varios kilómetros a lo largo de la orilla del lago y
que solo, en los escasos puntos en que la orografía lo permite, se extiende
algunos cientos de metros hacia el interior. El lago es inmenso. Más que un
lago asemeja un mar. Decidimos buscar primero nuestro alojamiento y después
salir a dar un paseo y disfrutar de la exuberante naturaleza que lo circunda.
Buscamos la casa en la que hemos alquilado habitaciones, recorriendo la ciudad
arriba y abajo. Es en vano. Volvemos a leer las indicaciones enviadas por mail.
Buscamos las referencias escritas y no acabamos de encontrarlas por completo.
Al final decidimos internarnos por unos caminos junto a los que se acumulan
edificaciones de estética similar a la que Dani recuerda de las fotos de
Internet. Después de algo más de media hora de búsqueda, por fin nos
encontramos ante la casa. Una edificación por completo de madera, bien situada
y mejor cuidada. Entramos en su agradable jardín y encontramos allí a nuestra
anfitriona dedicada a tareas agrícolas. Rita es una mujer madura que todavía
conserva buena parte de su atractivo. Amablemente, nos ordena quitarnos los
zapatos y calzar las chanclas que para tal fin tiene en el pequeño hall
acristalado. La seguimos después a la planta superior. En un inglés básico
bastante asequible para mí, nos da las pertinentes indicaciones acerca de las
normas de funcionamiento de la casa. Tenemos dos habitaciones dobles, una de
las cuales será – o no - compartida con otra persona. De forma natural Dani se
queda con esta, imagino que con la vana esperanza que una fémina le alegre la
noche. Descargamos nuestro equipaje, nos damos una reconfortante ducha – la
primera desde Moscú – y una hora más tarde recorremos la orilla del lago
admirados por la belleza del entorno. Una frugal cena, a la que volvemos a
llegar por los pelos, nos deriva hacia el lago de nuevo. Seguimos picando pues
la brevedad del ágape nos ha dejado con ganas. Probamos algunas delicatesen de
la región y lo regamos con diversas cervezas. Mientras tanto, la luz se ha ido
desvaneciendo dejándonos un hermoso cielo salpicado de estrellas. Un cielo bajo
el que caminamos de regreso entre charlas y risas con la ilusión, después de
tantos días de ajetreo, de poder tener por fin una noche en un entorno agradable,
pero sobre todo, de sueños húmedos.
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