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lunes, 28 de noviembre de 2011

De la Plaza Roja a Tian'Anmen (XIV)


Muchacha mongola / Xica mongola

Mercado de Dalanzgavad / Mercat a Dalanzgavad

Hielo en el Gobi / Gel al Gobi

Rompiendo tópicos en el desierto / Trencant tòpics al desert

Gobi (I).

Tras un día recorriendo las calles de una occidentalizada Ulan Bator, tomamos el vuelo que nos dirigirá al sur del país. Dalanzgavad más que una ciudad, es un campamento minero que ha crecido sin control y al que se le han acoplado gers (viviendas nómadas de Mongolia) hasta una población de trece mil habitantes. En un país como este, donde casi la mitad de sus tres millones de ciudadanos se agrupan en la capital, una ciudad de este tamaño adquiere la suficiente importancia como para disfrutar de  aeropuerto internacional. Apenas descendidos del avión, un joven mongol se dirige a mí por mi nombre. Me sorprendo, pero recuerdo que en su momento, en el cruce de e-mails de contacto, nos demandaron estatura y peso. No es difícil deducir que un tipo de casi dos metros, sea el más fácil de localizar en la expedición. Steve dice llamarse. Es un nombre falso. Los cambian por la complejidad que suponen los suyos a los turistas. Nos lleva hasta una austera furgoneta de fabricación rusa que espera junto a la puerta. Comenta que es temprano para comprar provisiones y nos ofrece, entretanto, la posibilidad de ver el museo paleontológico. Además, al parecer, en su viaje nocturno desde Ulan Bator, han tenido problemas mecánicos y el chófer necesita repuestos.
Llegamos al museo. La desvencijada puerta no invita a entrar salvo que uno piense que se trata del de los horrores. Una chica mongol, ataviada con un vestido corto dos o tres tallas menores de la necesaria, limpia un automóvil junto a la entrada. Atiende a Steve. Unos minutos de charla. Nos mira. Desaparece en el interior. Steve explica que van a abrir para nosotros. El chófer aprovecha para ir en busca del taller más cercano. Un instante. La chica sale a por nosotros. Ha cambiado calzado deportivo por zapatos de descomunal tacón de aguja. No sin algún traspié en ese suelo por asfaltar, nos acompaña al interior. Habla exclusivamente mongol, así que Steve hace su particular traducción al inglés, y entre Dani y Pablo vuelcan al español las partes que me quedan lúgubres. Me desintereso pronto de las explicaciones y me dedico a parpadear ante los numerosos y delirantes toques kitsch que hallo. Todo es un despropósito, tanto la distribución como los contenidos. Hay recreaciones en forma de diorama que merecerían un lugar de honor en algún certamen de propuestas humorísticas… solo que están realizadas con intención de resultar creíbles. Volcanes elaborados con plastilina y cartón, decorados de modo fauvista, aplicaciones fluorescentes, vegetación que combina la real con la simulada mediante algodón o quien sabe qué materiales… todo, con más voluntad que acierto, busca recrear violentos instantes del paleolítico. Lo recorremos con rapidez. La única parte de cierto interés está en la sala que muestra medio ger, y al que, muy amable, la muchacha nos permite entrar. Aprendemos que las camas del lado derecho de la puerta son para las mujeres y las del izquierdo para los hombres. Conocemos la estructura de la tienda sin las telas o pieles que la recubren y comprobamos su ingenioso ensamblaje. Algunos cuadros de pintores locales cierran el delirante periplo por el museo.
A pie de calle nos despedimos de la chica dando las gracias. La furgoneta sigue sin aparecer. Y con ella nuestras mochilas. El guía busca tranquilizarnos sin necesidad. Comenta que tal vez, el tiempo en el mecánico fue mayor del previsto. Matamos media hora huyendo del plomizo sol. Por fin aparece y montamos. Los supermercados locales se concentran en un perímetro de apenas cien metros y entre ellos se sitúan diversos puestos ambulantes en lo que parece ser la zona comercial por excelencia de Dalanzgavad. Entramos a diversos establecimientos. En más que penumbra cuando se viene de la abrasadora luz exterior. No hay gasto eléctrico mientras el día permita funcionar sin ella. Ni siquiera para las neveras. Compramos austeras provisiones, agua en abundancia y una botella de Red Label que, entre sorprendida y encantada, nos coloca en una bolsa la dueña del supermercado. Grandes clientes, debe pensar. Ya en el exterior me dedico a lanzar fotos entre la sorpresa y las risas de los lugareños. Vuelvo a ver numerosas botellas de Arkhi en mesas de camping utilizadas como escaparate. Hay otros productos con la leche como base - quesos, dulces, yogures – y todos comparten el mismo repulsivo aspecto. Aparece Steve y nos pregunta si tenemos todo. Afirmativo.
Dejar atrás las polvorientas calles de la ciudad te mete de lleno en el pedregoso campo a través del país. Por supuesto no hay carreteras, pero ni siquiera pistas. Cada uno se encamina hacia su destino por donde su instinto le indica. En ocasiones siguiendo huellas de vehículos anteriores, en otras mediante métodos imposibles de descifrar por el turista. Por si fuese poco, y a pesar de los cinturones de seguridad, los brincos de la furgoneta, provocan heridas y hematomas en brazos, piernas y frentes convirtiéndonos en mártires de la causa mongola. Steve se escusa sin convencimiento. Tanto él como el chófer no pueden aguantar la risa. Algo que comienza pareciéndonos divertido, al poco resulta insoportable. Recorremos cerca de doscientos kilómetros de ese modo. En una zona algo más escarpada, un vehículo nos corta el paso. Un grueso mongol armado se acerca. Desde la distancia toda su familia nos observa. Son más de quince los que, malcarados, nos miran. El chófer habla con él y tras deslizar dinero en su mano, consigue abrir el paso. Nuestra duda versa sobre si lo que acabamos de presenciar es o no la mordida mongola. No es tiempo de preguntas. Enseguida entramos en un desfiladero en el que encontramos un grupo de pequeños caballos mongoles. Cerca, sus dueños, charlan despreocupados. Aparcamos junto a una furgoneta similar a la nuestra. Sentado en su puerta lateral, un tipo saluda amigablemente a nuestro chófer. Es otro guía. Amable, nos ofrece un vaso de Arkhi. No parece muy fuerte en cuanto a alcohol pero el sabor es agrio y poco agradable. Le agradecemos el detalle y nos dirigimos hacia los caballos. Los niños nos dicen que montemos. Ninguno de nosotros tiene experiencia. “No problem” nos comenta Steve. Montamos y, tras ligeras explicaciones, nos internamos al paso por el desfiladero. Viene con nosotros Steve y un niño mongol que monta su caballo a pelo y está muy pendiente de nuestras evoluciones. Seguimos el cauce del río por el fondo dela garganta hasta un lugar algo más amplio marcado por un monumento religioso de piedras y jirones de tela. A indicación de Steve realizamos un pequeño ritual de agradecimiento. Nos propone seguir adelante, pero ahora lo haremos caminado sobre el hielo que cubre el rio en esa zona. El paisaje es fascinante. Mucho más en pleno desierto del Gobi. Después de un largo recorrido de ida y vuelta, divisamos los caballos. Trotamos de regreso. A nuestra espalda Steve y el niño mongol. De pronto, sin que ninguno de los tres lo haya propuesto, los caballos aceleran el paso. El trote pasa a ser galope y, sin más, nos convertimos en dignos émulos de John Wayne. Nos miramos, reímos, gritamos, no lo creemos. Los caballos aceleran. Cada vez más rápido. No responden a nuestras órdenes. Pronto entendemos. La cercanía de sus amos, les ha espoleado más que nuestras órdenes. No nos importa lo más mínimo. La experiencia ha sido gratificante. Y para ser un debut, lo hemos salvado dignamente. Tras pagar por la diversión, Steve comenta que las actividades previstas para el día han finalizado. Tenemos dos opciones, pasar la noche allí, o aprovechar y después de comer desplazarnos hasta la siguiente etapa. No hay dudas. Pronto estamos embarcados de nuevo en la batidora, rumbo a una de las mayores zonas de dunas del desierto del Gobi.

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