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lunes, 14 de noviembre de 2011

De la Plaza Roja a Tian'anmen (XI)

Un lago que es el mar / Un llac que és la mar

Hasta la Naturaleza está en formación / Fins i tot la Natura està en formació

Casa de Lsvyanka

Ahumando el pescado / Fumant el peix

Un mar de agua dulce.

Amanece a orillas del Baikal. Es el primer día que, desde nuestra partida, despertamos con la gloriosa sensación de haber dormido en una cama. Pablo y yo nos levantamos raudos, con la intención de conocer de primera mano las féminas que han pasado por la habitación compartida de Dani. Rita ha hecho bien las cosas y lo encontramos como un lobo solitario, preparando las botas de trekking que calzará apenas salga de la zona “vigilada” por nuestra anfitriona. Descendemos y desayunamos con contundencia. Rita nos presenta a Sasha, su marido y nuestro guía. Él, silencioso, hace un frío gesto y desparece por la puerta de la cocina. Algo después regresa. Nos comenta, en su básico inglés, que va a en busca de otro cliente y regresará a por nosotros para iniciar el paseo. Esperamos en el exterior de la casa. Dani y Pablo charlan mientras aprovecho para hacer un apunte rápido del edificio. Trabajo directamente con pincel para conseguir soltar mano. Con mi habitual estilo, demasiado amarrado, pocas veces me lo permito. No tarda mucho en regresar el guía. Le acompaña Henry, un canadiense joven, alto y muy simpático que no cesa de preguntar. Pronto sabe más de nosotros que nuestras parejas. En contrapartida nos hace partícipes de su historia. Ha pasado dos años en Vietnam impartiendo clases de inglés. Al finalizar este curso y antes de regresar a casa, decidió, con un amigo y dos amigas, viajar por Asia para después volar a Canadá desde Moscú, regresando por el lado menos habitual. En vísperas de la partida, por motivos diversos, todos fueron dejando el proyecto. Así, Henry, en la tesitura de tener que suspender su viaje o realizarlo en solitario, se decidió por lo segundo. Viene de hacer una ruta similar a la que a nosotros nos queda y se dirige por el mismo camino por el que hemos venido. Intercambiamos información que, sin ser vital, nos puede ser a ambos de ayuda en el resto del periplo.
Emprendemos la marcha. La abre un silencioso Sasha. Carga una enorme mochila con las provisiones y los utensilios de cocina para preparar el picnic. Le digo de compartir el peso pero bajo ningún concepto acepta. Atravesamos Lsvyanka. La ciudad serpentea varios kilómetros a lo largo del lago. Iniciamos el ascenso por la ladera de una de las montañas que rodean el Baikal. En las subidas, no sé si por nosotros o por él mismo, Sasha ralentiza el paso hasta una lentitud exasperante. Por el contrario, en las bajadas, se desliza como una bala por estos bosques de esbeltas coníferas hasta casi perderlo de vista. Después de un buen rato de marcha alterna, y de diversas explicaciones acerca del enorme lago y su entorno, Sasha nos pide que introduzcamos las perneras de nuestros pantalones en los calcetines. A pesar de nuestras preguntas no acabamos de entender el motivo para ello. Suponemos que debe tratarse al algún animal peligroso pero puede tratarse tanto de hormigas carnívoras como de serpientes venenosas. Seguimos caminando hasta coronar el monte. Desde allí, la visión es bellísima. El descenso es rápido. Solo la molesta presencia, cada vez más numerosa, de horseflys – “moscas caballo” unos tábanos muy agresivos que muerden hasta hacerte sangrar – nos incomoda. Durante el recorrido, Henry, por su atolondramiento, ha besado varias veces el suelo. Eso sí, en todas ellas, de inmediato se ha puesto en pie lanzando un “no se preocupen, no ocurre nada” en inglés que nos hace esbozar una sonrisa. Si así piensa atravesar toda Asia, debería procurarse algún tipo de amortiguador.
Divisamos, a poco más de cien metros, la playa en la que degustaremos el menú. Mientras prepara el fuego y cocina, Sasha nos ofrece media hora de tiempo libre. Indica una ruta en la que podemos aventurarnos. Separados del guía, el cuarteto al pleno decidimos seguir dicho camino. Avanzamos sin descanso durante el tiempo previsto, pero no descubrir nada nuevo en el paisaje y, sobre todo, la insistencia con que las horseflys nos atacan, nos lleva a desistir. Regresamos. El menú está a punto. Verduras crudas trinchadas, puré de patatas y una salchicha. Austeridad soviética. Comemos con una mano al tiempo que eliminamos tábanos con la otra. Liquido cinco de ellos en uno de los golpes. Ello me convierte en Siberian’s Hunter para el resto del viaje.
La conversación se anima entre el quinteto. Sasha nos cuenta que trabajaba de profesor de educación física en Irkutsk y que la llegada de la Perestroika, trajo consigo el fin de esa vida. Con sus hijos ya mayores, Rita y él, no tuvieron otra que cambiar sus vidas. Tras estudiar diversas posibilidades, acabaron por decidirse a convertir el turismo en su modus vivendi. No hace falta ahondar mucho más para descubrir que no todos los rusos celebraron la aparición de Gorbachov. Tras la espartana comida y una porción de chocolate de postre que hay que batallar a las horseflys, lavamos platos y cubiertos en las frías aguas del propio lago. El regreso es rápido y en poco más de una hora estamos de nuevo en la casa. Nos despedimos de Henry. Nos duchamos, nos cambiamos y nos dirigimos hacia la parada del bus con la intención de regresar a Irkutsk. Tenemos tiempo. Aprovechamos para solucionar la falta de espacio en mi cámara. Dos amables adolescentes que atienden la oficina de turismo de Lsvyanka, nos ceden uno de sus ordenadores para pasar las fotografías a un prendrive. Me preguntan por España y les cuento. Les hablo de la belleza del Baikal, se miran y ríen. “Demasiado frío” me espetan en inglés. Intentamos pagar pero no quieren cobrarnos nada. Caemos en la cuenta entonces, el pago del trekking - que no habíamos previsto - nos ha dejado sin dinero para regresar a Irkutsk. Buscamos un cajero por toda la población. Sin éxito. Preguntamos. Nadie es capaz de darnos una solución. Reunimos los rublos sueltos de nuestros bolsillos. Solo nos llega para pagar dos de los tres tickets necesarios. Nos miramos. Comentarios jocosos. ¿A quién nos dejamos? Es imposible que no haya ni un cajero en toda la villa. Repetimos la batida. Sin éxito. Por fin alguien nos comenta que tal vez en el hotel. Hacía allí nos dirigimos. Un suspiro de alivio acompaña la presencia de un cajero en el hall. Con dinero fresco en los bolsillos, y una hora hasta la salida del bus, nos sentamos bajo la pérgola de un rústico bar frente al Baikal. Degustamos un característico pescado ahumado de la zona, regado por media docena de Cmapblu Menbhuk, otro de nuestros descubrimientos cerveceros. Y lo hacemos bajo una violenta tormenta de estío que nos lleva a subir las cremalleras de nuestros polares ante la repentina bajada de temperaturas. Que razón llevaban aquellos críos.  

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