Un lago que es el mar / Un llac que és la mar |
Hasta la Naturaleza está en formación / Fins i tot la Natura està en formació |
Casa de Lsvyanka |
Ahumando el pescado / Fumant el peix |
Un mar de agua dulce.
Amanece a orillas del
Baikal. Es el primer día que, desde nuestra partida, despertamos con la
gloriosa sensación de haber dormido en una cama. Pablo y yo nos levantamos raudos,
con la intención de conocer de primera mano las féminas que han pasado por la habitación
compartida de Dani. Rita ha hecho bien las cosas y lo encontramos como un lobo
solitario, preparando las botas de trekking que calzará apenas salga de la zona
“vigilada” por nuestra anfitriona. Descendemos y desayunamos con contundencia.
Rita nos presenta a Sasha, su marido y nuestro guía. Él, silencioso, hace un frío
gesto y desparece por la puerta de la cocina. Algo después regresa. Nos comenta,
en su básico inglés, que va a en busca de otro cliente y regresará a por nosotros
para iniciar el paseo. Esperamos en el exterior de la casa. Dani y Pablo
charlan mientras aprovecho para hacer un apunte rápido del edificio. Trabajo
directamente con pincel para conseguir soltar mano. Con mi habitual estilo,
demasiado amarrado, pocas veces me lo permito. No tarda mucho en regresar el
guía. Le acompaña Henry, un canadiense joven, alto y muy simpático que no cesa
de preguntar. Pronto sabe más de nosotros que nuestras parejas. En
contrapartida nos hace partícipes de su historia. Ha pasado dos años en Vietnam
impartiendo clases de inglés. Al finalizar este curso y antes de regresar a
casa, decidió, con un amigo y dos amigas, viajar por Asia para después volar a
Canadá desde Moscú, regresando por el lado menos habitual. En vísperas de la partida,
por motivos diversos, todos fueron dejando el proyecto. Así, Henry, en la
tesitura de tener que suspender su viaje o realizarlo en solitario, se decidió
por lo segundo. Viene de hacer una ruta similar a la que a nosotros nos queda y
se dirige por el mismo camino por el que hemos venido. Intercambiamos
información que, sin ser vital, nos puede ser a ambos de ayuda en el resto del
periplo.
Emprendemos la marcha. La
abre un silencioso Sasha. Carga una enorme mochila con las provisiones y los
utensilios de cocina para preparar el picnic. Le digo de compartir el peso pero
bajo ningún concepto acepta. Atravesamos Lsvyanka. La ciudad serpentea varios
kilómetros a lo largo del lago. Iniciamos el ascenso por la ladera de una de
las montañas que rodean el Baikal. En las subidas, no sé si por nosotros o por
él mismo, Sasha ralentiza el paso hasta una lentitud exasperante. Por el contrario,
en las bajadas, se desliza como una bala por estos bosques de esbeltas
coníferas hasta casi perderlo de vista. Después de un buen rato de marcha
alterna, y de diversas explicaciones acerca del enorme lago y su entorno, Sasha
nos pide que introduzcamos las perneras de nuestros pantalones en los
calcetines. A pesar de nuestras preguntas no acabamos de entender el motivo
para ello. Suponemos que debe tratarse al algún animal peligroso pero puede
tratarse tanto de hormigas carnívoras como de serpientes venenosas. Seguimos
caminando hasta coronar el monte. Desde allí, la visión es bellísima. El
descenso es rápido. Solo la molesta presencia, cada vez más numerosa, de
horseflys – “moscas caballo” unos tábanos muy agresivos que muerden hasta
hacerte sangrar – nos incomoda. Durante el recorrido, Henry, por su
atolondramiento, ha besado varias veces el suelo. Eso sí, en todas ellas, de
inmediato se ha puesto en pie lanzando un “no se preocupen, no ocurre nada” en
inglés que nos hace esbozar una sonrisa. Si así piensa atravesar toda Asia,
debería procurarse algún tipo de amortiguador.
Divisamos, a poco más de
cien metros, la playa en la que degustaremos el menú. Mientras prepara el fuego
y cocina, Sasha nos ofrece media hora de tiempo libre. Indica una ruta en la
que podemos aventurarnos. Separados del guía, el cuarteto al pleno decidimos
seguir dicho camino. Avanzamos sin descanso durante el tiempo previsto, pero no
descubrir nada nuevo en el paisaje y, sobre todo, la insistencia con que las
horseflys nos atacan, nos lleva a desistir. Regresamos.
El menú está a punto. Verduras crudas trinchadas, puré de patatas y una
salchicha. Austeridad soviética. Comemos con una mano al tiempo que eliminamos tábanos
con la otra. Liquido cinco de ellos en uno de los golpes. Ello me convierte en Siberian’s
Hunter para el resto del viaje.
La
conversación se anima entre el quinteto. Sasha nos cuenta que trabajaba de
profesor de educación física en Irkutsk y que la llegada de la Perestroika, trajo
consigo el fin de esa vida. Con sus hijos ya mayores, Rita y él, no tuvieron
otra que cambiar sus vidas. Tras estudiar diversas posibilidades, acabaron por
decidirse a convertir el turismo en su modus vivendi. No hace falta ahondar
mucho más para descubrir que no todos los rusos celebraron la aparición de
Gorbachov. Tras la espartana comida y una porción de chocolate de postre que
hay que batallar a las horseflys, lavamos platos y cubiertos en las frías aguas
del propio lago. El regreso es rápido y en poco más de una hora estamos de
nuevo en la casa. Nos despedimos de Henry. Nos duchamos, nos cambiamos y nos
dirigimos hacia la parada del bus con la intención de regresar a Irkutsk. Tenemos
tiempo. Aprovechamos para solucionar la falta de espacio en mi cámara. Dos amables adolescentes
que atienden la oficina de turismo de Lsvyanka, nos ceden uno de
sus ordenadores para pasar las fotografías a un prendrive. Me preguntan por
España y les cuento. Les hablo de la belleza del Baikal, se miran y ríen. “Demasiado
frío” me espetan en inglés. Intentamos pagar pero no quieren cobrarnos nada.
Caemos en la cuenta entonces, el pago del trekking - que no habíamos previsto -
nos ha dejado sin dinero para regresar a Irkutsk. Buscamos un cajero por toda
la población. Sin éxito. Preguntamos. Nadie es capaz de darnos una solución.
Reunimos los rublos sueltos de nuestros bolsillos. Solo nos llega para pagar dos
de los tres tickets necesarios. Nos miramos. Comentarios jocosos. ¿A quién nos
dejamos? Es imposible que no haya ni un cajero en toda la villa. Repetimos la
batida. Sin éxito. Por fin alguien nos comenta que tal vez en el hotel. Hacía allí
nos dirigimos. Un suspiro de alivio acompaña la presencia de un cajero en el
hall. Con dinero fresco en los bolsillos, y una hora hasta la salida del bus,
nos sentamos bajo la pérgola de un rústico bar frente al Baikal. Degustamos un
característico pescado ahumado de la zona, regado por media docena de Cmapblu
Menbhuk, otro de nuestros descubrimientos cerveceros. Y lo hacemos bajo una
violenta tormenta de estío que nos lleva a subir las cremalleras de nuestros
polares ante la repentina bajada de temperaturas. Que razón llevaban aquellos
críos.
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