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Ulan Bator, la
peligrosa.
Nos habían advertido, y
mucho, sobre la capital mundial con mayor número de robos con agresión. Sobre violentos
mongoles alcoholizados, sobre niños que viven bajo el asfalto y salen por las
tardes, a través de las alcantarillas, en busca de su dosis diaria de droga y
algo más para sobrevivir. Nos habían hablado sin descanso y, de algún modo,
todo ello nos había sugestionado un poco. Al final no fue tan fiero el león...
El día nos descubre los
aledaños de la capital mongola. Ulan Bator es mucho más occidental de lo
imaginado y en sus barrios periféricos, mucho más destartalada. Los alrededores
de la estación son como los de casi todas las estaciones de grandes urbes. El lumpen
pulula en busca de despistados con dinero fresco en sus carteras, bien para
venderte los más inverosímiles productos, bien para llevarte a los más
delirantes lugares, bien para, directamente, aligerar tus bolsillos. Son numerosos
los mongoles que en el exterior de la estación venden botellas de plástico
rellenas de un líquido de color blancuzco y apariencia lechosa. Nos preguntamos
si realmente es leche o el famoso Arkhi – licor derivado de ésta -. Como de
momento tan solo tenemos ganas de encontrar el albergue y tomar una ducha,
obviamos las ofertas y nos encaminamos en busca del lugar contactado. A pesar
de que la gente que nos ha organizado el tour por el desierto, ofrecía, por el
módico precio de quince dólares por cabeza, la posibilidad de trasladarnos hasta
allí, consultados los mapas, decidimos que el lugar no debe de estar a más de
diez minutos a pie de la propia estación. Esto nos leva, además, a recelar de
la realidad del tour contratado.
Encontramos con facilidad el
hostal y, en efecto, está muy cerca de la estación. Su aspecto externo nos
lleva a replantearnos si la decisión ha sido correcta o debimos contratar como
suplemento al Lee Marvin de su mejor época. La puerta delantera está cerrada
con un candado. Un rótulo en inglés básico nos pide que demos la vuelta a la manzana
y accedamos al lugar por una posterior. Si la fachada era para retratarla, la
trastienda no tiene desperdicio. Zona interior de distintos bloques de casas, muestra
el aspecto de las plazas de las ciudades devastadas por la guerra. Nos abre una
joven mongola que nos atiende amable. El interior dista de ser Buckingham
Palace pero existen un par de duchas comunitarias que lo hacen parecer mucho
más agradable de lo que realmente es. Es cierto que todavía no podemos acceder
a nuestra habitación - la compartimos con un cuarto huésped que ahora mismo
duerme – pero no nos importa. Al menos, podemos asearnos y organizar nuestras
mochilas. Sobre las nueve y media la chica de recepción entra a la habitación y
despierta al hombre. Es un norteamericano enorme y barbudo de unos treinta y
cinco años. Nos saluda con un gesto distante y sale de la habitación. Sobre el
desorden de su cama, un pequeño portátil Apple y revistas originarias de Ohio nos
confirman su nacionalidad. Nos instalamos y salimos a visitar la capital.
Caminamos hasta el templo de
Gandan Khiid, lugar de culto reconstruido tras el devastador paso del comunismo
por el país. Su impresionante Buda dorado de veintiséis metros de altura nos
deja boquiabiertos pero es casi lo único interesante del lugar. Eso y el fervor
con que los nativos realizan el culto a su Dios. La posibilidad de practicar de
nuevo con libertad la religión, la ha revitalizado y son numerosos los mongoles
que dan muestras de su fe, sea budismo, confucionismo o animismo.
Tras el templo visitamos el
centro de la ciudad. La mayoría de las construcciones de esta zona provienen de
la época soviética. Los edificios son enormes y austeros y las avenidas amplias
y bulliciosas. Jóvenes mongolas pasean con combinaciones de prendas provocativas
y otras de falsa elegancia, rematadas con zapatos de desmesurado tacón de aguja
que acaban por dotarlas de aspecto de meretriz. Puntuales hombres adultos, en
coma etílico, caídos en el suelo sangran sin que esto provoque reacción alguna
entre los viandantes. Vendedores ambulantes cubren sus rostros con mascarillas
sin que sepamos exactamente porqué. Hombres levantan sus camisetas a la altura
de las tetillas como peculiar forma en busca de combatir el calor… En un
momento del paseo y sin previo aviso, la tapa de una alcantarilla está varios
metros alejada de la boca. El enorme boquete en medio de la acera ofrece
enormes posibilidades a los viandantes de caer dentro de ella. Pensamos si no
será una de las salidas al exterior para esos niños en perpetuo viaje. Una
delirante sucursal de Zara acaba por confirmarnos que el tal Amancio debería
cuidar un poco más su imagen fuera del país.
Desembocamos en Sükhbaatar
Square, la desmesurada plaza principal de Ulan Bator. Rodeada de modernos
edificios singulares y presidida por una estatua del gran mito de los mongoles,
Gengis Khan, supone uno de los atractivos turísticos de la ciudad. Parece
además un lugar de paseo para los moradores de Ulan Bator. En su amplia zona
central, numerosos vendedores ambulantes te ofrecen láminas de arte autóctono.
Veo acuarelas de cierta gracia, pero supondría un gran problema su transporte
en lo que nos resta de viaje. En una de las esquinas, un limpiabotas con la
mirada perdida, espera clientes sin al parecer excesivo éxito. En otra, un
librero, con aspecto de cowboy mongol, ofrece su producto desparramado sobre la
calzada.
Tras comer en uno de los
lugares “chic” de la zona de embajadas, visitamos un nuevo templo milenario. Enclavado
entre edificaciones rabiosamente contemporáneas, el contraste que muestra tal
vez no sea más curioso que combinaciones similares de occidente pero resulta muy
chocante. En el interior del mismo asistimos a un espectáculo de canto y danza.
Lo que lo más sorprende es la flexibilidad que muestra una joven contorsionista
sobre una mesa circular.
Es todavía pronto y tenemos
casi todos los lugares de interés de la ciudad vistos. A pesar de que al día
siguiente el madrugón para tomar el vuelo a Dalanzgavad será de pronóstico, la
opción de regresar ya al albergue no nos convence. Revisamos la guía por ver si
hay algo que se nos ha escapado y descubrimos que en las afueras de Ulan Bator
se sitúa el Zaisan Memorial, un monumento ruso-mongol que conmemora todas sus
hazañas conjuntas. Decidimos tomar el autobús, por probar un nuevo medio. La
espera en la supuesta parada ya provoca miradas y cuchicheos, pero nuestro acceso
al vehículo se acompaña de fanfarria y la sorpresa de todos sus ocupantes es
mayúscula. Mientras el autobús se pone en marcha, el revisor viene a cobrar los
billetes. Con algo de dificultad acabamos por entender la cantidad que nos pide.
El chófer no cesa de charlar con todo el mundo y parece prestar escasa atención
al asfalto. En una de las paradas sube una jovencita con un niño en brazos. Se
acercan al conductor y ambos le dan un cariñoso beso. Deben ser su mujer y su
hijo. A partir de ese instante todavía será menos la atención que presta a su
trabajo y más a los asuntos domésticos que la chica le plantea. A pesar de
todo, media hora después llegamos ilesos a destino, o al menos al pie del
destino. El monumento está en lo alto de una empinada colina y hay una
espectacular escalera de subida hasta allí. El ascenso es pesado – incluso hay
gente que vende provisiones a lo largo de él – pero nuestro estado de forma
todavía es óptimo y en poco llegamos a lo más alto. Desde allí toda la ciudad
está al alcance de nuestra vista. Rodeada de suaves colinas de verdor fulgente,
Ulan Bator se extiende a lo largo de un valle de forma dispar. Si la parte que
va desde el centro hasta el monumento en que estamos es una moderna zona residencial
en perpetua construcción, la vista de la izquierda muestra numerosas factorías
que escupen negro humo al cielo, mientras que la de la izquierda ofrece pequeñas casas de
aspecto mucho más humilde. Mención aparte merece la numerosa presencia de gers
alrededor de toda la ciudad. En recintos de pocos cientos de metros cuadrados y
vallados de forma rudimentaria, estos habitáculos ofrecen un aspecto desolador.
Los nómadas se han ido acoplando a la ciudad intentando mantener su estilo de
vida. Algo casi imposible. Su empecinamiento provoca una omnipresente sensación
de chabolismo en toda la periferia de la ciudad.
Regresamos al albergue con
la idea de cenar en los alrededores. Mañana tenemos que levantarnos a las
cuatro para el vuelo y no conviene acostarse demasiado tarde. Encontramos al
yankee enfrascado en su ordenador. Nos saluda frío y regresa a su quehacer. Todo
indica que no se ha movido lo más mínimo del alojamiento. Nos sorprende y fabulamos
acerca de qué está haciendo allí aquel silencioso tipo. Mi mente fabuladora le
adjudica un rol en una trama de espionaje en la zona. Comentarlo con mis
compañeros sirve para que, cómplices, a partir de ese momento, las conversaciones
giren en torno a “El hombre de la CIA” y su secreta misión entre los dos
grandes monstruos mundiales.
Decidimos cenar en el propio
albergue pero no acabamos de entender porqué la cocina ya está cerrada y el
restaurante no sirve nada. Otra huésped, a la que en la mañana habíamos
adjudicado nacionalidad japonesa y que había compartido minutos de charla con
el espía, se nos ofrece amable para acompañarnos a un restaurante cercano. Es
parlanchina hasta decir basta. Nos cuenta que es de Ulan Bator pero vive fuera,
nos propone un restaurante coreano – aunque comenta que ella odia la comida de
ese país -. Dudamos. Nos advierte que no nos conviene alejarnos porque el
barrio es poco recomendable. Nos decidimos por el coreano. Con su ayuda pedimos
la cena. La invitamos a que nos acompañe sabiendo que va a declinar la
invitación. Antes de marcharse nos señala una mesa ocupada por jovencitas del
país y nos hace una advertencia de traducción castiza; “Cuidado con las
pilinguis”. Ya lo habíamos advertido y parece que podemos ser víctimas
propiciatorias. No lo sabe ella bien tras diez días de vida monjil. No ocurre
nada, evidentemente, y tampoco la cena es reseñable. La cerveza, sí. La cerveza
es tan espantosa que resultará, por si sola, suficiente elemento disuasorio de
un viaje a su país.
Nos dormimos. El americano
ya ronca. Apenas cierro el ojo un teléfono suena. Pienso que es el despertador
y que es la hora. Veo a Dani, en la litera de enfrente, estirar su brazo. “Un
mensaje” me dice. Le interrogo con la mirada. “El Alcoyano está en segunda”.
Pues eso.
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