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viernes, 25 de noviembre de 2011

De la Plaza Roja a Tian'anmen (XIII)

Contraste arquitectónico / Contrast arquetectònic

Watchmen

Las librerías de Mongolia / Les llibreries de Mongòlia 

Monje / Monjo

Barrios periféricos / Barris perifèrics

Ulan Bator, la peligrosa.

Nos habían advertido, y mucho, sobre la capital mundial con mayor número de robos con agresión. Sobre violentos mongoles alcoholizados, sobre niños que viven bajo el asfalto y salen por las tardes, a través de las alcantarillas, en busca de su dosis diaria de droga y algo más para sobrevivir. Nos habían hablado sin descanso y, de algún modo, todo ello nos había sugestionado un poco. Al final no fue tan fiero el león...
El día nos descubre los aledaños de la capital mongola. Ulan Bator es mucho más occidental de lo imaginado y en sus barrios periféricos, mucho más destartalada. Los alrededores de la estación son como los de casi todas las estaciones de grandes urbes. El lumpen pulula en busca de despistados con dinero fresco en sus carteras, bien para venderte los más inverosímiles productos, bien para llevarte a los más delirantes lugares, bien para, directamente, aligerar tus bolsillos. Son numerosos los mongoles que en el exterior de la estación venden botellas de plástico rellenas de un líquido de color blancuzco y apariencia lechosa. Nos preguntamos si realmente es leche o el famoso Arkhi – licor derivado de ésta -. Como de momento tan solo tenemos ganas de encontrar el albergue y tomar una ducha, obviamos las ofertas y nos encaminamos en busca del lugar contactado. A pesar de que la gente que nos ha organizado el tour por el desierto, ofrecía, por el módico precio de quince dólares por cabeza, la posibilidad de trasladarnos hasta allí, consultados los mapas, decidimos que el lugar no debe de estar a más de diez minutos a pie de la propia estación. Esto nos leva, además, a recelar de la realidad del tour contratado.
Encontramos con facilidad el hostal y, en efecto, está muy cerca de la estación. Su aspecto externo nos lleva a replantearnos si la decisión ha sido correcta o debimos contratar como suplemento al Lee Marvin de su mejor época. La puerta delantera está cerrada con un candado. Un rótulo en inglés básico nos pide que demos la vuelta a la manzana y accedamos al lugar por una posterior. Si la fachada era para retratarla, la trastienda no tiene desperdicio. Zona interior de distintos bloques de casas, muestra el aspecto de las plazas de las ciudades devastadas por la guerra. Nos abre una joven mongola que nos atiende amable. El interior dista de ser Buckingham Palace pero existen un par de duchas comunitarias que lo hacen parecer mucho más agradable de lo que realmente es. Es cierto que todavía no podemos acceder a nuestra habitación - la compartimos con un cuarto huésped que ahora mismo duerme – pero no nos importa. Al menos, podemos asearnos y organizar nuestras mochilas. Sobre las nueve y media la chica de recepción entra a la habitación y despierta al hombre. Es un norteamericano enorme y barbudo de unos treinta y cinco años. Nos saluda con un gesto distante y sale de la habitación. Sobre el desorden de su cama, un pequeño portátil Apple y revistas originarias de Ohio nos confirman su nacionalidad. Nos instalamos y salimos a visitar la capital.
Caminamos hasta el templo de Gandan Khiid, lugar de culto reconstruido tras el devastador paso del comunismo por el país. Su impresionante Buda dorado de veintiséis metros de altura nos deja boquiabiertos pero es casi lo único interesante del lugar. Eso y el fervor con que los nativos realizan el culto a su Dios. La posibilidad de practicar de nuevo con libertad la religión, la ha revitalizado y son numerosos los mongoles que dan muestras de su fe, sea budismo, confucionismo o animismo.
Tras el templo visitamos el centro de la ciudad. La mayoría de las construcciones de esta zona provienen de la época soviética. Los edificios son enormes y austeros y las avenidas amplias y bulliciosas. Jóvenes mongolas pasean con combinaciones de prendas provocativas y otras de falsa elegancia, rematadas con zapatos de desmesurado tacón de aguja que acaban por dotarlas de aspecto de meretriz. Puntuales hombres adultos, en coma etílico, caídos en el suelo sangran sin que esto provoque reacción alguna entre los viandantes. Vendedores ambulantes cubren sus rostros con mascarillas sin que sepamos exactamente porqué. Hombres levantan sus camisetas a la altura de las tetillas como peculiar forma en busca de combatir el calor… En un momento del paseo y sin previo aviso, la tapa de una alcantarilla está varios metros alejada de la boca. El enorme boquete en medio de la acera ofrece enormes posibilidades a los viandantes de caer dentro de ella. Pensamos si no será una de las salidas al exterior para esos niños en perpetuo viaje. Una delirante sucursal de Zara acaba por confirmarnos que el tal Amancio debería cuidar un poco más su imagen fuera del país.
Desembocamos en Sükhbaatar Square, la desmesurada plaza principal de Ulan Bator. Rodeada de modernos edificios singulares y presidida por una estatua del gran mito de los mongoles, Gengis Khan, supone uno de los atractivos turísticos de la ciudad. Parece además un lugar de paseo para los moradores de Ulan Bator. En su amplia zona central, numerosos vendedores ambulantes te ofrecen láminas de arte autóctono. Veo acuarelas de cierta gracia, pero supondría un gran problema su transporte en lo que nos resta de viaje. En una de las esquinas, un limpiabotas con la mirada perdida, espera clientes sin al parecer excesivo éxito. En otra, un librero, con aspecto de cowboy mongol, ofrece su producto desparramado sobre la calzada.
Tras comer en uno de los lugares “chic” de la zona de embajadas, visitamos un nuevo templo milenario. Enclavado entre edificaciones rabiosamente contemporáneas, el contraste que muestra tal vez no sea más curioso que combinaciones similares de occidente pero resulta muy chocante. En el interior del mismo asistimos a un espectáculo de canto y danza. Lo que lo más sorprende es la flexibilidad que muestra una joven contorsionista sobre una mesa circular.
Es todavía pronto y tenemos casi todos los lugares de interés de la ciudad vistos. A pesar de que al día siguiente el madrugón para tomar el vuelo a Dalanzgavad será de pronóstico, la opción de regresar ya al albergue no nos convence. Revisamos la guía por ver si hay algo que se nos ha escapado y descubrimos que en las afueras de Ulan Bator se sitúa el Zaisan Memorial, un monumento ruso-mongol que conmemora todas sus hazañas conjuntas. Decidimos tomar el autobús, por probar un nuevo medio. La espera en la supuesta parada ya provoca miradas y cuchicheos, pero nuestro acceso al vehículo se acompaña de fanfarria y la sorpresa de todos sus ocupantes es mayúscula. Mientras el autobús se pone en marcha, el revisor viene a cobrar los billetes. Con algo de dificultad acabamos por entender la cantidad que nos pide. El chófer no cesa de charlar con todo el mundo y parece prestar escasa atención al asfalto. En una de las paradas sube una jovencita con un niño en brazos. Se acercan al conductor y ambos le dan un cariñoso beso. Deben ser su mujer y su hijo. A partir de ese instante todavía será menos la atención que presta a su trabajo y más a los asuntos domésticos que la chica le plantea. A pesar de todo, media hora después llegamos ilesos a destino, o al menos al pie del destino. El monumento está en lo alto de una empinada colina y hay una espectacular escalera de subida hasta allí. El ascenso es pesado – incluso hay gente que vende provisiones a lo largo de él – pero nuestro estado de forma todavía es óptimo y en poco llegamos a lo más alto. Desde allí toda la ciudad está al alcance de nuestra vista. Rodeada de suaves colinas de verdor fulgente, Ulan Bator se extiende a lo largo de un valle de forma dispar. Si la parte que va desde el centro hasta el monumento en que estamos es una moderna zona residencial en perpetua construcción, la vista de la izquierda muestra numerosas factorías que escupen negro humo al cielo, mientras que  la de la izquierda ofrece pequeñas casas de aspecto mucho más humilde. Mención aparte merece la numerosa presencia de gers alrededor de toda la ciudad. En recintos de pocos cientos de metros cuadrados y vallados de forma rudimentaria, estos habitáculos ofrecen un aspecto desolador. Los nómadas se han ido acoplando a la ciudad intentando mantener su estilo de vida. Algo casi imposible. Su empecinamiento provoca una omnipresente sensación de chabolismo en toda la periferia de la ciudad.                
Regresamos al albergue con la idea de cenar en los alrededores. Mañana tenemos que levantarnos a las cuatro para el vuelo y no conviene acostarse demasiado tarde. Encontramos al yankee enfrascado en su ordenador. Nos saluda frío y regresa a su quehacer. Todo indica que no se ha movido lo más mínimo del alojamiento. Nos sorprende y fabulamos acerca de qué está haciendo allí aquel silencioso tipo. Mi mente fabuladora le adjudica un rol en una trama de espionaje en la zona. Comentarlo con mis compañeros sirve para que, cómplices, a partir de ese momento, las conversaciones giren en torno a “El hombre de la CIA” y su secreta misión entre los dos grandes monstruos mundiales.
Decidimos cenar en el propio albergue pero no acabamos de entender porqué la cocina ya está cerrada y el restaurante no sirve nada. Otra huésped, a la que en la mañana habíamos adjudicado nacionalidad japonesa y que había compartido minutos de charla con el espía, se nos ofrece amable para acompañarnos a un restaurante cercano. Es parlanchina hasta decir basta. Nos cuenta que es de Ulan Bator pero vive fuera, nos propone un restaurante coreano – aunque comenta que ella odia la comida de ese país -. Dudamos. Nos advierte que no nos conviene alejarnos porque el barrio es poco recomendable. Nos decidimos por el coreano. Con su ayuda pedimos la cena. La invitamos a que nos acompañe sabiendo que va a declinar la invitación. Antes de marcharse nos señala una mesa ocupada por jovencitas del país y nos hace una advertencia de traducción castiza; “Cuidado con las pilinguis”. Ya lo habíamos advertido y parece que podemos ser víctimas propiciatorias. No lo sabe ella bien tras diez días de vida monjil. No ocurre nada, evidentemente, y tampoco la cena es reseñable. La cerveza, sí. La cerveza es tan espantosa que resultará, por si sola, suficiente elemento disuasorio de un viaje a su país.
Nos dormimos. El americano ya ronca. Apenas cierro el ojo un teléfono suena. Pienso que es el despertador y que es la hora. Veo a Dani, en la litera de enfrente, estirar su brazo. “Un mensaje” me dice. Le interrogo con la mirada. “El Alcoyano está en segunda”. Pues eso.

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