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Vigilantes de la estación de Irkutsk /Vigilants de l'estació d'Irkutsk |
¿Qué hacemos aquí? / Què fem ací? |
Amables paisanos de Ulan Ude / Amables paisans d'Ulan Ude |
Bajo el desmesurado busto de Lenin.
A la caída de la tarde, la
estación de Irkutsk es un lugar poco recomendable. Jóvenes tatuados sin otra
ocupación aparente que la “vigilancia”, grupos de viajeros protegiendo sus
equipajes, y ciertas miradas torvas, hacen que, de forma inconsciente, las
precauciones aumenten. El tren vuelve a ser metódicamente puntual. Regresamos a
tercera, el trayecto es corto hasta Ulan Ude - apenas ocho horas - y decidimos
subir un punto la emoción del viaje. Para nada somos conscientes de la que se
nos avecina.
Nuestra camareta de seis la
completan una señora de edad, un hombre joven y su hijo de doce años. La excesiva
curiosidad de éste, hace que muy pronto se nos acople. Misha es un niño rubio y
regordete muy simpático. Habla sin cesar solo en ruso, a pesar de que dice
estudiar inglés en la escuela. No nos enteramos de mucho pero las risas son
constantes. Por sus gestos, su padre y la señora hablan del desparpajo que
muestra su hijo con estos extranjeros. A punto de ponerse el tren en marcha, un
ruso de enorme envergadura hace una aparatosa entrada. Se rompen nuestras
cuentas. Alguien no pertenece a estás literas. Andrei, el nuevo, no duda que
sí. Ocupa la de encima de Pablo, justo a mi lado. Mientras cenamos, saca una
botella de ese zumo de frutas fermentado que ya hemos visto en otras ocasiones.
Nos enseña sus escasos nueve grados justificándose. Nos ofrece. Lleno mi vaso.
Sabe a plátano, y aunque demasiado dulzón para mí gusto, no está mal. Por la velocidad
con que el nivel de la botella baja, él parece ser fan de la bebida. Intenta hacerse
entender pero es difícil. Misha se empeña en ayudar y a pesar de la profusión
de idiomas que entre todos hablamos – hasta siete - no hay forma de aclararse.
A través de garabatos y números, averiguamos edades y otras cuestiones básicas.
Andrei es mecánicos de locomotoras y, aun siendo originario del Baikal, vive en
Ulan Ude. No acabamos de entender a qué ha ido a Irkutsk y reímos de forma
descontrolada por los gestos con que Misha acompaña sus palabras. Pronto,
Pablo, más sensato, sospecha que este hombre viene de un entierro. Así es,
acaba de morir su abuela y se ha encontrado para el sepelio, en una localidad
del Baikal con todos sus hermanos. Averiguamos también que no todos han ido. La
Mafia rusa mató en Moscú hace unos años al mayor de ellos. Nuestros rostros
mudan el gesto en función de la gravedad de los hechos. La velocidad con que
Andrei se ha ventilado la botella y la sospecha de que ya venía cargado del encuentro
familiar, nos recomienda acostarnos raudos y cerrar la noche. Craso error, el
mal ya está hecho. Misha no tarda en quedar dormido y su padre se desplaza a la
siguiente camareta. Miro al niño y el parecido con Alejandro, el menor de mis
hijos, pone un nudo en mi garganta. La señora mayor se ha acomodado debajo de
Misha y también parece dormir. Solo Andrei sigue en pie con su perorata. No
acaba de aclararse colocando el fino colchón y las sábanas que le corresponden.
Comienza entonces su delirante actuación. Visita el baño, regresa, intenta sin
éxito subir a su litera. Vuelve a ir al baño, vuelve a intentar alcanzar su
cama, esta vez desde los pies. Encaramado a ella, sus piernas cuelgan. Con sus
manos atrapa el colchón, éste se desliza por su peso y Andrei con él. Cae, cae,
cae… efectivamente. Con un estruendoso ruido su corpachón va a dar en el suelo,
justo al lado de la señora que estremecida da un salto en su cama. La “Provodnitsa”
corre hasta nosotros. Intenta ponerle en pie. Escucho risitas. Mis amigos. Yo
mismo me dejo ir al ver que no ha habido daños graves. La “Provodnitsa” le
ayuda a ponerse en pie. Andrei lanza su mano a la esbelta cintura de la chica.
Como puede, ésta se deshace del abrazo del oso y le lanza una reprimenda que
cae en saco roto. Andrei Sube. La muchacha pasa las cadenas que cuelgan del
techo para impedir una nueva caída del ruso. Se marcha. Andrei vuelve a bajar
de la cama. Desaparece. No tarda en regresar. Camina con dificultad. Nuevo
número circense. Sus piernas se enredan en las cadenas, se da cabezazos rítmicos
contra el cristal de la ventana. Insiste en ello. Aparece una “Provodnitsa”
superada por los sucesos. Pablo, harto de lo que sucede se pone en pie y, en un
arranque racial, lanza en su correcto castellano; “¡Qué vergüenza! ¡Esto solo
pasa aquí!”. La chica queda perpleja. Reímos sin compasión. Andrei lo intenta de
nuevo. Los pies en la cama de Dani, en la de Pablo, sobre la mesa… Sus manazas
en mi litera, en el techo, en la ventana… por fin. Parece quedar quieto. Sí. Doy
media vuelta e intento dormir. Unos segundos y, en la duermevela, una mano en
mi espalda. Me sobresalto. Lanzo un exabrupto. Me giro. La mano de Andrei intenta
tocarme. Me la quito de encima. Lo intenta de nuevo. Busca mi pecho pero, claro,
la copa “A menos” de mi sujetador provoca su desencanto. Cojo de nuevo su brazo
y lo enredo entre las cadenas que sostienen la litera. En su delirio queda
atrapado. Es el fin de la pesadilla. Para nada. Una sinfonía de ronquidos se
prolongará hasta destino. Y con ellos, nuestra vigilia.
Es temprano. Tanto como las
seis de la mañana. Tres tipos malcarados, con legañas en sus ojos, y cuerpos
doloridos, comparten galletas y un cartón de zumo, bajo un descomunal busto de
Lenin de siete metros de altura. No lo decimos, pero los tres nos preguntamos qué
demonios hacemos allí a esa hora. Lo que nos pareció una gran idea al preparar
el viaje, - salir de Irkust a las diez y llegar a Ulan Ude antes de seis, en
lugar de retrasar ambas cosas dos horas – se transmuta en el mayor de los
despropósitos.
Ulan Ude es una ciudad cuya
principal característica es albergar sin conflictos el culto a tres religiones
mayoritarias. Confucionismo, Budismo, y Cristianismo Ortodoxo, comparten
templos en esta ciudad, la última de importancia antes de entrar en Mongolia.
Tras visitar el exterior de algunos de estos templos, nos acercamos al mercado.
Si en su parte delantera denota cierta modernidad, en la trasera es el vestigio
de tres siglos atrás. Porciones de reses transportadas en los asientos traseros
de turismos, verduras transportadas en rudimentarios carromatos, cabezas de
ganado por el suelo, sangre por doquier… Los nativos se sorprenden de vernos y
ciertos rostros no son amables cuando nos ven lanzar fotografías a su quehacer
cotidiano. Nos alejamos para toparnos con el museo de arte de la ciudad. Inenarrable
su estado. Al menos eso nos parece allí. No sospechamos que, en pocos días,
tendremos muestras todavía más delirantes. En nuestro deambular por las calles
nos sorprende la presencia de numerosos pasquines avisando de peligrosos
delincuentes. No podemos más. Decidimos buscar un sitio decente para desayunar
y esperar tranquilamente la partida del tren a mediodía.
La recogida de equipajes esta vez es rápida y tomamos el tren sin mayores
problemas. Horas más tarde zonas de alambradas y profusión de carteles nos
indican que la frontera está cerca. Los trámites son tediosos, y nos cuesta
cerca de cuatro horas cruzarla. Policía de ambos países revisan los vagones de
forma minuciosa. Pasan perros, levantamos camas y despejamos altillos,
curiosamente, no abrimos las mochilas. “Para eso están los perros” nos dicen un
viajero “Solo buscan polizones”. Otra tanda de burocracia, ésta mongola, y entramos
en el país. Algunas chicas, montadas en el tren para realizar pocos kilómetros,
ofrecen a los viajeros cambio de moneda. El trueque dura poco, la noche cae y
en pocas horas entraremos en la capital mongola; Ulan Bator.
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